Trece Rosas Trece.

“Voy a morir con la cabeza alta. Sólo por ser buena”.

«Madre, hermanas, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no me lloréis… Me matan inocente pero muero como debe morir una inocente… Adiós para siempre. Tu hija que ya jamás te podrá besar y abrazar. Que ni tú ni mis compañeros lloréis»

¡Imposible! Con el buen corazón, con el espíritu y la aguerrida voluntad de una joven luchadora de las Juventudes Socialista Unificadas, Júlia Conesa de veinte años, cobradora de ticket en el tranvía, reclamaba una ficción. ¿Cómo no llorar? Su madre, sus hermanas ni lo pudieron ni lo quisieron evitar.

«Voy a morir con la cabeza alta. Sólo por ser buena. Tú mejor que nadie lo sabe. Quique mío, sólo te pido que seas muy bueno. Que quieras a todos y no guardes rencor a los que dieron muerte a tus padres, eso nunca… Tienes que ser un hombre bueno, trabajador. Sigue el ejemplo de papachín»

Palabras de difícil consuelo para un niño de once primaveras. Blanca Brisac, pianista, hasta el último soplo su deseo fue marcar el camino recto a su joven hijo. «Se bueno como papachín», reclamaba. Ella no lo negó, no tenía por qué hacerlo, había votado a las derechas, aun así, parecía tener un pecado; su compañero, músico como ella, pertenecía al PCE.

Así hasta trece. Trece Rosas. Cada una con su historia, con su dolor, con su juvenil ilusión truncada. La mayor, Blanca, la pianista de 29 años. La menor (mejor, las menores) Luisa, Victoria y Virtudes de 18 años, rosas cargadas de utopía, de fragancia, así hasta trece. Vidas truncadas, espejismos de un futuro mejor.

La guerra había terminado, la oficial el uno de abril; la otra, la de verdad, continuaba. Cuatro meses hacía de la proclama de Franco anunciando el fin de lo que él dio en llamar La Contienda. Otra mentira, el 5 de agosto el árido y seco suelo del cementerio del Este (hoy el de La Almudena), se teñía de rojo, también sus muros emulando al paredón. Trece rosas, trece perfumes de bellos ideales, cada una el suyo; todas diferentes, todas humanas, todas reivindicativas. Por eso las mataron, apenas unos meses después de sus detenciones realizadas entre abril y junio del 39.

El día anterior al fusilamiento, en un amañado consejo de guerra las culparon de alta traición, de rebelión a la autoridad y, por supuesto, junto a varias decenas de compañeros, de un mortal atentado contra el comandante Isaac Gabaldón. ¡De nuevo, mentira! El homicidio llevaba fecha del 27 de julio. Insignificante contrariedad para el tribunal.

Trece rosas, junto a ellas, uniendo su roja y encharcada savia ese mismo día, cortaban de raíz (fusilaban) a cuarenta y tres varones. Rosas para ellas, con esa fragancia desde París las inmortalizó Irene Curie al tener noticia de la tragedia. Acaso crisantemos para ellos, entre los chinos es símbolo de sabiduría, en otros lugares, de honestidad. Quién sabe.
Sin ser persona supersticiosa, no puedo menos que reubicar esta misma cifra en la memoria de los fusilados al inicio de la guerra en las campas de Pikoketa. Aquí serían dos rosas y once crisantemos. Ellas, Mercedes y Pilar aún más jóvenes, de dieciséis y diecisiete años. Entre ellos, también casi niños, Bernardo y Ángel cada uno con diecisiete. Así hasta trece, trece. Insignificante casuística para los trovadores del «Muera la inteligencia, viva la muerte».

05 / 08 / 1939

Ana López Gallego
Carmen Barredo Aguado
Julia Conesa Conesa
Dionisia Manzanero Salas
Martina Barroso Garcia
Virtudes González García
Blanca Brisac Vázquez
Joaquina López Lafitte
Luisa Rodriguez de la Fuente
Adelina García Casillas
Elena Gil Olaya
Victoria Muñoz García
Pilar Bueno Ibáñez

Vladimir Merino Barrea
Escritor