Poesia y Verdad, Gabriel Celaya

Publicado en la revista Nuestras Ideas, Paris, 1962.

Hoy día, en España, es casi imposible encontrar los libros más significativos de Miguel Hernández. Aunque han sido publicados en América —recientemente la Editorial Lautaro ha dado a la imprenta sus Obras Completas, y ya antes había editado algunas de sus obras más importantes—, la Censura española, con un criterio absurdo, ha prohibido la distribución de esos libros en mi país. A pesar de eso, como no se pueden poner puertas al mar, creo que Miguel Hernández es actualmente el poeta de la última promoción que más leen y comentan los jóvenes españoles.

¿A qué se debe este interés? ¿Qué significa Miguel Hernández para esos jóvenes? Por de pronto, creo que es el alto ejemplo de un hombre salido del pueblo que, en la misma medida en que nos parece un poeta excepcional, confirma su fe en las potencialidades y virtualidades latentes en ese pueblo, tantas veces asfixiado y traicionado.

Pero no basta hablar del «genio» de Miguel Hernández. Porque hay en su aventura algo más difícil, más oscuro y más sordo en apariencia, pero, si bien se mira, más meritorio.

Me refiero con esto a su lucha contra la opacidad, a su afán de saber, a su voluntad y capacidad de trabajo, y a todas esas virtudes humanas. Sencilla y hermosamente humanas, no genialmente naturales, que hicieron posible su obra, a pesar de que como todo el mundo sabe, Miguel era de niño pastor de cabras, y desde que nació, se encontró con todos los caminos cerrados hasta que la explosión del pueblo español en 1936 se los abrió un momento, un momento de tres años, porque después, el mundo volvió a cerrarse contra él, y Miguel murió en la cárcel.

Pero vengamos a su poesía. ¿Qué significa hoy día? Recuerdo que en una ocasión Vicente Aleixandre, cuando le preguntaron qué pensaba del porvenir de su obra lírica, dijo: «En su tiempo, no quedó del todo al margen de la poesía; había enlazado con un ayer y no había sido materia interruptora para el mañana.» Y traigo a colación estas humildes y nobles palabras, no sólo porque son las de uno de los poetas que Miguel Hernández más admiraba, sino también porque a él le convienen.

En efecto, Miguel Hernández es un poeta-puente: El poeta puente entre los españoles del veintisiete —Lorca, Alberti, Aleixandre, etc.—, y los poetas españoles de la postguerra: El poeta-puente entre lo que Castellet ha llamado «el simbolismo» y «el realismo». Y al decir «puente» no quisiera que se tomara esto por menoscabo, sino al revés.

Porque Miguel Hernández, con una sensibilidad despierta y una rapidez de apropiación ante la que resulta indispensable el calificativo de genial, no sólo hizo suya, carne suya, la aportación de los poetas del veintisiete, como antes, autodidácticamente, se había comido materialmente a los clásicos, sino que sobre esa base, abrió nuevos caminos, y, a pesar de su prematura muerte, dio con soluciones aún vigentes y casi insuperadas, dicho sea con perdón de sus compañeros de promoción, y con mi vergüenza, ya que a esa promoción pertenezco yo.

Hay un momento exaltado en la vida y en la obra de Miguel Hernández. Es como si de pronto, después de muchos rodeos —aun de rodeos tan felices como el libro que tituló “El rayo que no cesa”—, se encontrara a sí mismo. Entonces escribe: «Entiendo que todo teatro, toda poesía, todo arte, han de ser, hoy más que nunca, un arma de guerra.
De guerra a todos los enemigos del cuerpo y del espíritu que nos acosan.” Es entonces cuando escribe también: «No había sido hasta ese día —se refiere al día en que comenzó la Guerra Civil en España—, un poeta revolucionario en toda la extensión de la palabra y su alma. Había escrito dramas y versos de exaltación del trabajo y de condenación del burgués, pero el empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combativa me la dieron los traidores con su traición.»

He hecho estas largas citas, tomadas del prólogo que Miguel Hernández puso a su libro “Teatro en la guerra”, publicado en Valencia, el año 1937, porque Juan Guerrero Zamora, en unas páginas siniestras y plagadas de mentiras, tratando de darnos algo así como una versión «a lo divino» de la vida y la obra de Miguel Hernández, ha insinuado que éste, por aquella época, andaba desorientado. Pero no debía de pensar él así, cuando precisamente entonces, escribe: «Es la de hoy, la hora más apropiada para mí.»

No obstante, preguntémonos: ¿Es ésa, realmente, la hora más apropiada? Para responder a esto, ahí están sus últimos libros: por ejemplo, “Viento del pueblo”. Porque —obsérvese—, cuando muchos poetas, forzados por las circunstancias, escriben versos de ocasión, versos que según estiman, exige el momento, pero que, falsamente pegadizos, quedan, como de hecho han quedado, al margen de su obra realmente importante, Miguel Hernández, totalmente inmerso en la circunstancia, crea sus mejores poemas. ¿Por qué? Entenderlo es justamente entender el por qué de la vigencia actual de Miguel Hernández, ya que ésta no deriva solamente de sus valores estéticos —de aquellos que ya tomaba en cuenta y saludaba Juan Ramón Jiménez cuando Miguel era un novel—, sino de un modo de apropiación de la realidad que revoluciona el concepto de la Poesía que por entonces estaba en curso.

Compárense los poemas que Miguel Hernández escribió durante la Guerra Civil con los que Pemán, de un modo no menos «comprometido» publicó en aquella época con el título “Poema de la bestia y el ángel”. ¿En qué estriba la diferencia? No se trata sólo de que Pemán sea un mal poeta, ni de que su postura nos sea simpática o no, sino de algo más radical; es decir, de un error en la toma de contacto con lo real, que Pemán, y también los que no eran Pemán, confundían con la agitación emocional, y superficial en último extremo, que una poesía, ya desubstanciada por ese planteamiento, podía procurar a los programas o a los partidismos que, ideológicamente, el poeta hacia suyos.

Por eso en Pemán, todo se vuelve alegoría y retórica. Por eso suena a falso. No se trata sólo, insisto, de que para Pemán El Angel fue ¡el Fascismo!, y La Bestia el Gobierno popular y legítimo, sino de que esta mentira —mentira para el propio poeta aunque dijera otra cosa—, se reflejaba en su obra sin remedio como mentira poética.

Lean, en cambio, los poemas de Miguel Hernández: ¡Qué hermosura! ¡Qué verdad! ¡Qué sencillez! Aquí hay un hombre que está en lo suyo. Y por eso, hasta sus poemas fallidos son auténticos. Y por eso, hasta los pequeños logros literarios de Pemán son huecos. Porque, en último extremo, lo que hay que preguntar no es si un poeta es bueno o malo, sino si es verdadero o falso.

Precisamente porque Miguel Hernández fue un poeta que siempre habló «en verdad, en verdad», como dicen los viejos Evangelios, transformó nuestra poesía. Si hoy día su obra gravita tan enormemente sobre los nuevos poetas españoles es porque él supo asumir lo real, lo real de un momento que —paradójicamente para los tontos—, dura más que la poesía intemporal que aún escriben algunos incapaces, volviéndose de espaldas al mundo en que están.

Y si esta perduración, como dirán los defensores de la pureza y de la independencia de la «poesía eterna», se debe a la evidente calidad estética de esa obra, conviene señalar que esa calidad no es objetiva sino consubstancial a su modo de concebir la poesía en la entraña de la realidad.