Los últimos pasos del Poeta

“Josefina Manresa” Cuenta en sus memorias, la llegada a Cox de Miguel tras la derrota republicana, su huida a Portugal y su detención.

En marzo de 1939, cuando la traición del coronel Ca-sado había asestado una puñalada en el corazón de la República, y la derrota aparecía como inexorable, Miguel Hernández seguía en Madrid. Días antes había mostrado su enfado ostensiblemente porque en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas se estuviera celebrando una fiesta en honor de la mujer antifascista, en aquellos tiempos que ya no eran festivos. Su corazón generoso, solidario con la causa del pueblo, estaba desconsolado.
No buscó una salida privilegiada, no huyó despavorido. Se acercó, sí, a la embajada chilena, la de su amigo Pablo Neruda, donde consideraron su asilo, pero desistieron porque estaban seguros de que los franquistas no respetarían ningún estatus de protección y lo detendrían. Miguel, en torno al 9 de marzo, se dirigió a Cox, Alicante, a su casa, para ver a Josefina y a su hijito. Un largo trayecto, a ratos en carros con otros fugitivos, otras a pie.¿Por qué no huyó antes? ¿Por qué no se puso en mejor rumbo? Eran días de desconcierto, deshechos los ideales, en algunos volvía egoísmo en la derrota, el del viejo mundo que creían haber dejado atrás. Cada cual buscaba su camino, su salvación. Y Miguel no quiso darse codazos con nadie. Roto, solo, marchó al encuentro de la única alegría que le quedaba, en el amor.

“Recuerdos de Josefina Manresa, esposa de Miguel”

Cuando terminó la guerra estaba Miguel en Madrid y vino hasta Cox, andando y en algún carro que encontraba en los caminos. En Cox estaban celebrando los vencedores su victoria con volteos de campanas y cohetes sin cesar. Nosotros teníamos conejos en el corral y cuando llegó Miguel me ayudó a matar uno para la comida de aquel día. Estábamos los dos muy nerviosos y yo me hice un gran corte en un dedo. Al día siguiente, fue Miguel a Orihuela a ver a su familia. Días después volvió a ir y por mediación de su hermano le hicieron un salvoconducto y marchó a Sevilla con 200 pesetas que le dio. A los pocos días de marcharse vino de Orihuela, preguntando por él uno que le apodaban el Patagorda, acompañado de un empleado del Ayuntamiento de Cox, llamado Tono. Yo les dije que estaba en Madrid. El Patagorda me pidió la pistola. Yo le dije si él sabía si Miguel tenía dicha arma, a lo que me contestó. «¡Vamos, un comisario político del Campesino, no va a tener pistola!». Y a continuación me registraron la casa. En Sevilla no lo quiso refugiar el amigo en el que Miguel confiaba, diciéndole que iba a ser descubierto por los caseros de aquella finca. Entonces quiso marchar a Portugal. Sufrió mucho por aquellos desiertos encontrándose con animales salvajes. Atravesó el río nadando con una mano, y con la otra llevaba el equipaje, que era una caja de cartón en vez de maleta, con la muda y el traje azul que le regalaron cuando fue a Rusia. En Rosal de la Frontera vendió el traje y el reloj de pulsera, regalo de boda que le hizo D. Vicente Aleixandre.

Allí, un desconocido que vivía solo con su madre, le ofreció su casa. La madre siempre le decía a Miguel: «Cuitadiño, cuitadiño». Yo le pregunté a Miguel que quería decir eso, y me dijo que «desgraciado».
Pronto fue detenido por la policía portuguesa, que lo entregó a la policía española. Miguel dijo que era de Alicante. Allí se encontraba también un tal Salinas, de Callosa de Segura, propietario del cine Salinas y de la «Banca Salinas», de Callosa. Este fascista se había pasado con los nacionales en la guerra y estaba allí al servicio de ellos. Cuando le preguntaron si conocía a Miguel contestó que no lo conocía para nada bueno. Con estos informes le dieron una gran paliza que lo destrozaron. A continuación, durante nueve días seguidos, lo sacaban a las dos de la mañana y le daban una paliza. Querían que confesara que él mató a José Antonio. Yo le pregunté si se vengaría, si pudiera alguna vez, y me dijo que no. También me dijo Miguel que a otros. también le pegaban en los riñones y orinaban sangre.
El 8 de mayo es conducido a la prisión de Huelva; dos días después, a la cárcel de Sevilla, y el día 18, a Madrid, Torrijos, 65, Prisión Celular, 4.a galería, 1.a sala. Se sintió muy solo. El 28 de mayo me escribió, dándome estas indicaciones:
«Mira, nena: ve si Luís Almarcha, Juan Bellod y demás amigos pueden conseguir mi libertad provisional, avalándome y haciendo lo que sea preciso. No he podido comunicar aquí con ningún amigo, y me parece que Cossío debe haberse ido a su pueblo. De modo, que no encuentro a quién recurrir de momento, porque ningún otro amigo de aquí puede hacer mucho».
Por un decreto del Gobierno, que decía que pusieran en libertad a los detenidos indocumentados, salió Miguel a los cuatro meses de la cárcel sin que fuera identificado. Sin pensar más me puso un telegrama diciéndome que venía. A mí me causó mucho disgusto su decisión. Llegó con mucha alegría y gran seguridad. Estaba contento y confiado. Se reía recordando ciertos acontecimientos en la cárcel y cuando entraron a darle la libertad, que le dijeron: «Miguel Hernández, que salga con todo lo que tenga», y el ademán que hacían todos los presos en esta circunstancia. Cantaba con mucha risa la canción con que se distraían y se reían en la cárcel, que la recuerdo así:
«Y a pesar de todo esto no hay ni un gesto ni una cara de aflicción, de aflicción. Las lentejas se hacen viejas haciendo la digestión.»
Fue a Orihuela dos veces a ver a su familia y el día veintinueve de septiembre, día de su Santo, lo detuvieron llevándolo al Seminario, cárcel entonces. Él, que me había dicho desde Madrid, en carta 22 de agosto de ese año.
«Es verdad Josefina, que saldré pronto: para el día de mi Santo es seguro que estoy contigo.»
Y precisamente ese día lo volvieron a encerrar para siempre. Sólo estuvo medio mes libre. Desde allí me escribía cartas clandestinas. Se las daba a su padre por mediación de un conocido suyo que estaba allí al servicio de la cárcel y me tardaban mucho en llegar. Lo mismo ocurría con las que yo le enviaba a él. No quería que fuera a verlo para que no sufriera yo; pero con el deseo de vernos al niño y a mí me dijo que fuera. Fuimos una vez, pero me lo prohibió de nuevo diciéndome que no quería verme así:
«Eso sí: te pido que no vuelvas a aparecer por estas rejas porque cada vez que me acuerdo, y no puedo olvidarme de tu visita, me pongo de mal humor. Parecíamos dos perros ladrándonos el uno al otro, pero sin entendernos ninguno de los dos. Yo te quiero ver de otra manera, y no como si estuviéramos los dos enjaulados. Y además, sin poder besar a mi niño. No vuelvas. Yo iré cuando me harte de verme así, como carne en conserva pudriéndome también de tanto tiempo que llevo sin recibir el aire puro y sin que me coma nadie. Preferiría que me comieran aunque fueran los lobos. A veces quiero quitarme el aburrimiento aprendiendo francés, y me cago en francés y en español en los que tienen la culpa de mi mala suerte. As-tu vu chose plus malade, madame Josephine? L´enfant notre est trés beau que tout le monde. Ah, mon Dieu! Le petit enfant que as-tu amamante! Trés-bon, trés-beau, trés bien! Ah madame Josephine, et quel plaisir aurait moi avec tu! ¿Qué te parece? en cuanto salga, vamos allá a terminar de aprender el idioma este por encima de todo.»

JOSEFINA MANRESA
Esposa de Miguel Hernández

Redacción Herri

Miguel va lentamente a la muerte, pero no lo sabe.
¿Cómo es posible que un poeta como él, identificado como ningún otro con el Partido Comunista, y con la causa de la República, desconozca que los lobos del fascismo van a devorarlo sin compasión?
Es un enigma. Miguel ha sido torturado cuando detenido en Extremadura aún escondía su identidad. ¡Qué no le harán ahora que la saben! El optimismo que muestra a Josefina sólo es comprensible por la infinita bondad de su corazón, porque Miguel es incapaz de entender que a él, un hombre bueno que nunca ha hecho daño a nadie, le vayan a hacer nada. Piensa en su ingenuidad que todo acto contra él se desvanecerá, porque él sólo quiso el bien del pueblo, y tomó el fusil con el deber de un soldado. Sólo ese ímpetu de bondad extrema, una bondad como de otro mundo, permite entender la ingenuidad de Miguel con sus fatales pasos finales.