La vida del Che a cuchillo.

 ““Uno de los cometidos del comic es el de crear los grandes mitos contemporáneos” Hugo Pratt.

Admitiendo como válida esta sentencia del gran dibujante de comics Hugo Pratt, parece que uno de los personajes que mejor encarnan este potencial de creación del mito, es Che Guevara, el hombre, el guerrillero, el idealista. Uno de los iconos principales del siglo XX. Y entre los varias obras en este formato de novela gráfica, donde convergen el icono real con la fábrica de mitos, sobresale uno, el comic realizado en Argentina, en 1967, a escasos meses de la muerte del Che, por Héctor Oesterheld como guionista, junto a Alberto Breccia y su hijo Enrique Breccia, como dibujantes, con el título “Vida del Che”. Su historia ilustra el miedo del gobierno de la dictadura argentina a la capacidad subversiva de esta obra, de la imagen del Che.

Alberto Breccia se encargó de ilustrar la parte más documentada de la historia, la que abarca desde el nacimiento de Ernesto hasta su partida al Congo. Y Enrique Breccia se ocupó de ilustrar “el libro del Che en Bolivia”. En la primera parte, la narración transcurre en tercera persona, mientras que en la parte que dibujó Enrique, “habla” el Che, en primera persona, ya que está basada en su Diario.
Contar con dos dibujantes distintos para una obra única, pudiera parecer un problema, pero no lo fue en absoluto. Al contrario, como había imaginado Héctor Oesterheld, las partes de cada uno, la de Alberto y la de Enrique, irían intercaladas, y era necesario que el estilo de dibujo fuera absolutamente diferente para ayudar al lector a distinguir -también desde lo gráfico-, las distintas etapas por las que pasaba el personaje. Héctor escribió dos guiones de 35 páginas, cada uno por separado, uno para Alberto y otro para Enrique. Eran guiones muy simples donde sólo figuraban los diálogos, pero sin las habituales “descripciones gráficas” de toda historieta, para dejar a los dibujantes entera libertad de creación.

El estilo usado por Alberto fue más tradicional y descriptivo, mientras el de su hijo Enrique más expresionista, para lo cual aprovechó la xilografía, que se distingue por los contrastes violentos hechos en blanco y negro puros, sin la utilización de grises. Ese “estilo” se prestaba más a la violencia del combate y a la creciente oscuridad de la historia a medida que ésta se acercaba a la muerte.
Enrique Breccia comentaba cómo fue de entregado y militante su trabajo:
“No gané ni un mango por mis 35 páginas, porque para lograr el efecto de grabado en madera dibujaba sobre una cartulina enyesada de tres milímetros de espesor. Casi sin usar el lápiz, ponía la tinta china negra con un pincel grueso y luego raspaba con la punta de un cuchillo. Eran cartulinas inglesas que costaban mucho y lo que me pagaban por página era menos de la mitad de lo que me salía cada hoja”.
Y reflejaba así su trabajo para dibujar las horas finales del Che en Bolivia, cuando es herido, capturado y luego asesinado:

“La única documentación que teníamos era un ejemplar del diario cubano Gramma. Fue muy útil para mi viejo que debía dibujar lugares y personajes reales, pero a mí no me sirvió, porque la cara de Guevara es muy sencilla de dibujar, y todo el resto era selva, fuego y furia.

Fueron tres meses de trabajo continuo, de pura adrenalina y discusiones frecuentes. Hector protestaba porque yo hacía demasiado feos a los campesinos bolivianos (embrutecidos era la palabra que usaba) y yo le respondía que no estaba dibujando un western donde todos son lindos. Pero además le dije que lo hacía deliberadamente después de enterarme de que en 10 meses de campaña no se había sumado ni un solo campesino a su columna. “¡Estás volviéndote loco! ¿quién te creés que sos, el reclutador de Guevara?”, contestaba Hector enfurecido. Por supuesto tenía razón. Sin darme cuenta me estaba dejando “ganar” más y más por el personaje a medida que avanzaba el trabajo. No sólo porque tenía 21 años y aquellos eran tiempos de mucha ebullición política, sino porque ideológicamente hablando, me definía como peronista, pero hacía poco que había dejado Tacuara y en el momento de hacer el Che estaba en la Federación Gráfica Bonaerense, el “luche y vuelve” y todo eso: yo era un “guiso” político con patas.

Lo que Hector más admiraba en Guevara era su compromiso y coherencia políticas, y por la pasión que ponía al escribir el guión eso era evidente. Me decía: “quiero que haya poesía en los combates”, y sin duda logró lo que se proponía. Además admiraba al Che como escritor. Afirmaba convencido que el “diario del Che en Bolivia” era una obra maestra.
Ya pasaron 50 años, y sin embargo recuerdo con toda nitidez cada día de trabajo y cada charla, porque a medida que avanzaba me comprometía más con el personaje, las imágenes -sin proponérmelo porque el apuro no dejaba tiempo para reflexiones intelectuales…–, se hacían más y más extremas en términos gráficos, y hoy me parece que no fue casual que usara un cuchillo para dibujarlas.

Por otro lado, la mayor preocupación del editor Carlos Pérez era que la diferencia de estilos hiciera incomprensible la historia, pero nosotros tres terminamos convenciéndolo de lo contrario y luego el éxito de ventas nos dio la razón. Jorge Álvarez, el otro socio editor, le dijo a Héctor que, dadas las circunstancias políticas del país, le parecía más prudente para él que su nombre no apareciera, pero Hector se negó rotundamente. No recuerdo cual fue la posición de mi padre, pero a mí me gustó la postura de Héctor, y dejándome llevar por la desmesura -que mi juventud explica pero no disculpa-, le pedí a Álvarez firmar una por una mis 35 páginas porque estaba orgullosísimo de mi laburo, pero él se negó diciéndome con sensatez que bastaba con nuestros nombres en la tapa. En realidad lo que pasaba era que yo no lo consideraba un simple “trabajo”, tanto es así que luego de eso ninguna otra historieta logró que me sintiera tan profunda y totalmente involucrado en todo sentido, y no hubo otro trabajo que dejara en mí una huella indeleble, que no se atenuó ni un poco en medio siglo.

Apenas la edición apareció en los quioscos, el diario La Nación publicó un editorial titulado “Confusión”, donde advertía sobre los peligros de la captación ideológica. Es curioso que un diario conservador viera con claridad lo que los editores de historietas no veían: el potencial de penetración masiva del género como vehículo de difusión de ideas. La Nación en su editorial advertía directamente sobre “el peligro” de la existencia de una historieta sobre un personaje revolucionario como el Che. Vida del Che salió a la venta en enero de 1968, y apenas unos meses más tarde el ejército allanó la editorial, secuestró todos los originales y nunca supimos qué fue de ellos. Al aparecer los destruyó. Aunque un tiempo después, un alto directivo de la Editorial Atlántida que era amigo de Guillermo Borda, ministro del interior del dictador militar Onganía, me aseguró que ese funcionario tenía enmarcada en su casa una página mía de dos cuadros, en la que el Che le ordena a su verdugo que dispare. ”Sin embargo, a pesar de la destrucción de los militares, el comic pudo resucitar. Enrique Breccia salvó y conservó los originales propios, los del trabajo de los autores. Con la vuelta de la democracia y a 20 años de su lanzamiento, la historieta tuvo una reedición de lujo. Hubo también otras reediciones, y una de las más conocidas fue lanzada en 2008 con el nombre de “Che, vida de Ernesto Che Guevara”.

Héctor fue uno de los miles de desaparecidos por la dictadura argentina; seguramente su labor de guionista del comic sobre el Che, tuvo su importancia, aunque parece que la principal razón de su asesinato fue su militancia en Montoneros.

Hector Oesterheld había pasado a la clandestinidad a finales de 1976, desde donde finalizó el guion de El Eternauta II. El 27 de abril de 1977 fue secuestrado por las fuerzas armadas en La Plata. Ya habían sido secuestradas y asesinadas sus cuatro hijas: Diana de 24 años, Beatriz de 19, Estela de 25 y Marina de 18. Dos de ellas, Marina y Estela, estaban embarazadas. Se convirtió en uno de los miles de desaparecidos durante la dictadura autodenominada Proceso de Reorganización Nacional. También desaparecieron tres de sus yernos. Suele asegurarse que su desaparición se debió al malestar que producía a los militares la crítica social presente en toda su obra, su biografía del Che Guevara, al alto compromiso político de la última parte de El Eternauta, a su militancia en Montoneros o a una combinación de todos estos motivos, pero las causas reales se desconocen, ya que la dictadura militar no celebraba juicios ni guardaba registros de tales operaciones. De su paso por centros clandestinos de detención como el llamado «El Vesubio» entre noviembre de 1977 y enero de 1978 han quedado testimonios:

“Su estado era terrible. Permanecimos juntos mucho tiempo. […] Uno de los recuerdos más inolvidables que conservo de Héctor se refiere a la Nochebuena del 77. Los guardianes nos dieron permiso para sacarnos las capuchas y para fumar un cigarrillo. Y nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos. Entonces Héctor dijo que por ser el más viejo de todos los presos, quería saludar uno por uno a todos los presos que estábamos allí. Nunca olvidaré aquel último apretón de manos. Héctor Oesterheld tenía sesenta años cuando sucedieron estos hechos. Su estado físico era muy, muy penoso”.
Eduardo Arias.

También estuvo detenido en los centros clandestino llamado “El Sheraton”. No se conocen a ciencia cierta las circunstancias ni la fecha precisa de la muerte de Oesterheld, aunque se supone que tuvo lugar en 1978.