La jarra de leche.

“La puerta de la calle siempre quedaba abierta. Por si
llegaba algún militante en fuga, con sueño y con hambre”.

Soy de los que dan mucha importancia a la trayec-toria, a la coherencia en la vida de una persona. Me importa la fidelidad a los principios. Destaco al que se mueve por lealtad a sus ideas, sacrificándose por ellas sin pedir nada a cambio. Sé que ése no es un camino fácil, que a lo largo de la vida, las dificultades, el cansancio, el trabajo tenaz de los adversarios, los cantos seductores de las sirenas, esos seres mitológicos y siempre falsos, fantásticos, nos incitan pera alejarnos de nuestra elección, para dejar de caminar, para sentarnos, detenernos, abandonar. Por eso me interesa conocer esa intrahistoria de las dificultades, la que forja el carácter, en la que las grandes personas, las grandes de verdad, salen fortalecidas, convirtiéndose en un ejemplo. Y esas pruebas del camino igualan al militante y al líder, a quien es merecedor de tal honor en nuestro movimiento, los someten con el mismo rigor.

Por eso me gusta mirar a Lenin bajo ese prisma, como lo hice con Gramsci, otro superviviente, intacto a pesar de cárceles, exilio, y penalidades, igual que lo podemos hacer con tantos y tantas camaradas que se dejaron la juventud en la lucha, por la República, en nuestra Guerra Civil, en las prisiones, camaradas anónimos que superaron todos los exámenes y las pruebas de lealtad, de coherencia, y que, con toda seguridad, murieron en paz, sin nada, pero con la satisfacción del deber cumplido para aportar su granito de arena en construcción del socialismo, esa sociedad nueva, más libre, más igualitaria. Y aquellos bolcheviques, con Lenin a la cabeza, mostraron un espíritu de sacrificio que probablemente no haya sido igualado por ningún grupo de hombres y mujeres nunca, en ningún lugar. Pasaron calamidades inimaginables, largos destierros en Siberia, exilios durante décadas, cárceles, ejecuciones, y todo eso, lejos de amilanarlos, los forjó. Nunca dejaron de estudiar, de escribir, de organizarse, a pesar de estar separados por miles de kilómetros. Y la consecuencia de la constancia de aquellos revolucionarios rusos, fueron una inteligencia y un valor desconocidos, únicos, de los que todavía tenemos mucho que aprender. Por eso me parece interesante ilustrar alguno de esos pasajes de la vida, de la vida terrenal, difícil, sencilla, la de cada día, de Lenin y de sus camaradas, donde se muestra esa capacidad para superar las adversidades, los riesgos.
Tras la derrotada revolución rusa, en diciembre de 1905, una intensa y cruel represión se cernió sobre todo el imperio zarista. Muchos revolucionarios fueron detenidos, otros desterrados a Siberia, y otra parte huyó al extranjero. Lenin escapó a Finlandia, y se instaló en una vieja casa de campo, llamada Vasa, en Kuokkala, cerca de Petersburgo, propiedad de otros bolcheviques, los Leiteizen. En aquel momento la policía no se entrometía mucho en Finlandia, no quería meter la nariz allí, para no molestar el frágil equilibrio que se tenía con los fineses, porque entonces el Gran Ducado de Finlandia formaba parte del imperio ruso. Esa casa, la Vasa, incómoda, descuidada, servía desde hacía tiempo como refugio para los revolucionarios, aprovechándose de la laxitud de la policía. Lenin fue alojado en un cuarto de la planta baja donde montó de inmediato su oficina política. Allí escribía sus artículos para la prensa, y allí se entrevistaba con otros miembros del Comité Central, y con los diputados bolcheviques en la II Duma, que llegaban para cambiar impresiones, para recibir sus consejos. Porque desde Kuokkala Lenin dirigía la actividad de los bolcheviques, de los que aún operaban en la legalidad, escribiendo en los periódicos permitidos, y de los que lo hacían en la clandestinidad. Con Lenin se instaló su compañera, Nadezhda Krupskaia, y poco después su hermana María Ilichna y la madre de Nadezhda. Más tarde llegaron los Bogdanov, que se acomodaron en el piso superior, e Innokenti.

Cada día llegaba de Petersburgo un compañero que traía a Lenin periódicos, libros, cartas, que éste analizaba con fruición, a veces con alegría porque comprobaba su buen rumbo, otras con exasperación pues veía cómo se perdían en minucias y se alejaban de lo necesario. Lenin daba mucha importancia a este aspecto, el de la prensa, el de ser capaces de llegar a la gente con las ideas, para conquistar su deseo, su corazón, para la causa de la emancipación obrera. Y después de ese rápido examen de lo recibido, Lenin le entregaba a ese compañero su artículo, para que lo llevara a Petersburgo. Para el periódico legal “Dielo”, o para el ilegal “Proletario”, que editaban en el suburbio petersburguense de Viborg, desde donde era distribuido clandestinamente por los barrios obreros. Por la noche regresaba a la Vasa Nadezhda, que se pasaba el día en Piter, como popularmente llamaban a Petersburgo, también en labores militantes. Se reunía con los contactos en el comedor del Instituto Tecnológico, para pasar inadvertidos entre la multitud de comensales. De regreso, por la noche en la Vasa, llevaba a Lenin noticias varias de sus encuentros, además de sus percepciones sobre lo que había visto y oído en la ciudad, y algunos encargos. Muchas noches lo encontraba preocupado por el curso de los acontecimientos, agobiado por estar alejado del foco. Porque Lenin, a pesar del estrecho contacto que tenía con los compañeros en Kuokkala, ardía en deseos de ir a Petersburgo, y con frecuencia caía en un estado de ánimo cercano al abatimiento. En esos momentos necesitaba una distracción. Lo mismo les pasaba a sus compañeros de casa, Bogdanov, Leiteizen, Nadezhda; en esos momentos se ponían a jugar a las cartas con pasión, donde descargaban su impotencia. Cuando en esas ocasiones se presentaba algún compañero de Petersburgo para entregar o recibir algún encargo, se sentía confundido y perplejo al ver allí a destacados miembros del Comité Central, entregados con pasión al juego de los naipes.

En Kuokkala, en la Vasa, llevaban una vida austera, una vida de trabajo, de estudio. La casa, la Vasa, era un verdadero hogar de acogida. Cualquier proscrito, cualquier militante bolchevique que se viera impelido a huir de Piter, de Viborg, de esa zona de la Rusia del norte, perseguido por la policía, escapaba hacia Finlandia, y sabía que allí tenía su casa. Cada día, después de estudiar, de escribir, de cenar, Lenin y Nadhezha ponían sobre la mesa del comedor una jarra de leche, pan, y con unas sábanas preparaban una cama sobre el sofá. Y la puerta de la calle siempre quedaba abierta. Por si llegaba algún militante en fuga, con sueño y con hambre. Muy a menudo, cuando Lenin se levantaba por la mañana se encontraba en el comedor a compañeros que habían llegado por la noche.

Poco a poco, la represión, tras el reflujo revolucionario, fue acentuándose, la policía zarista buscaba incesantemente a Lenin, y Kuokkala, tan cerca de Piter, dejó de ser un lugar seguro. Así que se alejó de allí, marchando primero a la también finlandesa Stirsuden, donde con menos presión política, Lenin y Nadezha disfrutaron durante una temporada de largos paseos por el bosque, junto al mar, incluso de paseos en bicicleta, que gustaban mucho a Lenin. Pero el cerco sobre Lenin se estrechaba, y tampoco Stirsuden era un lugar seguro; así que los compañeros mandaron a Lenin, esta vez en soledad, a la Finlandia más alejada de Rusia, a una aldea llamada Ogliú, cerca de Helsinki, refugiándole en casa de dos hermanas. Buscado por la policía por todos los sitios, pensaron que allí seguía sin estar a salvo y que debía escapar fuera del imperio, a Suecia. Como la vigilancia en su búsqueda era extrema, la salida no podía realizarse por la vía habitual, tomando un barco de vapor hasta el país vecino. Lenin debía ir caminando hasta una isla, ya fuera de Finlandia y del alcance de la policía rusa, donde tomar el vapor a Estocolmo. Hasta la isla había que recorrer más de tres kilómetros a pie por un lago helado, que, aunque era diciembre, no ofrecía plenas garantías para caminar sobre él. Nadie quería acompañar a Lenin. Finalmente dos campesinos fineses, que habían bebido más de la cuenta, se atrevieron y lo acompañaron. La travesía estuvo al borde de acabar en tragedia, con la muerte de Lenin y de sus dos compañeros. Mientras caminaban, el hielo comenzó a resquebrajarse y ceder bajo sus pies. El azar salvó a Lenin ese día, que, viéndose ante la fatalidad exclamó:

“¡Qué modo tan estúpido de morir!”

herri15

Miguel Usabiaga

Arquitecto – Escritor
Director de Herri