En Memoria de Miguel Hernández

El nombre de Miguel Hernández era popular a pesar del silencio en que el franquismo quería sumirlo.

En 1952 Gabriel Celaya encabezó en Donostia, una cuestación para obtener dinero con el que evitar que los restos de Miguel Hernández desaparecieran sin identidad en una fosa común, tarea comprometida y muy peligrosa en esa época. Y gracias al dinero obtenido se salvó. Por su interés, reproducimos aquí las palabras de Celaya contando cómo fue aquel movimiento.

Gabriel Celaya:

“ El año 1952, los poetas alicantinos del Grupo Ifach me escribieron para recordarme que, como iban a cumplirse los diez años de la muerte de Miguel Hernández, los restos de éste serían arrojados a la fosa común si no comprábamos un nicho. Aportar una ayuda económica personal me pareció muy poca cosa, y justamente porque en aquella época estaba casi prohibido recordar el nombre de nuestro poeta, publiqué esto: “

 

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Publicado en el diario vespertino Unidad, de San Sebastián, en 1952. Gabriel Celaya

Aunque tengo fama de disconforme y «Cuarto a Espadas» invita a la noble y siempre saludable esgrima de la polémica, hoy vengo a esta sección humildemente, casi sin voz personal, para hacer un llamamiento en favor de un poeta, al que, según creo, nadie negará un póstumo reconocimiento.

Todos los que conocimos a Miguel Hernández y leímos sus primeros versos cuando publicaba en Murcia su revista Gallo y cuando allá, por 1935, hizo su irrupción triunfal en las tertulias literarias de Madrid, recordamos la impresión que nos produjo. Había en sus versos una fuerza condensada, un enraizado sabor a tierra española y un sustancioso buen hablar, en el que se confundía lo mejor de nuestro Barroco con el decir liso y llano de un auténtico campesino, que, al margen de todos los modos y modas literarias, se imponía con la fuerza de una evidencia ancestral.

Pero, aunque todos reconocimos a Miguel por entonces, quizá no nos dimos aún cuenta del peso real de su breve e importante obra. Sólo ahora, cuando hace ya diez años que fue enterrado, advertimos, al releer sus poemas, cómo éstos, lejos de desdorarse con el paso de los años, han ido ganando significación. Ni García Lorca, ni Aleixandre, ni Guillén, ni ninguno de los grandes de la generación inmediatamente anterior gravitan hoy en la conciencia de los jóvenes poetas españoles como Miguel Hernández.

«El tiempo —que según decía nuestro clásico—, es fácil y desapasionado censor de todas las cosas» se ha pronunciado en su favor. Y he aquí por qué espero que el llamamiento que ahora hago, con una mezcla de respeto y piedad, no caerá en el vacío. No debería caer, al menos, si es verdad, como se ha dicho en las columnas de esta sección, que existe entre nosotros una conciencia de fraternidad artística.

Los poetas alicantinos del Grupo Ifach, dando por bueno que existe entre nosotros esta conciencia, se han dirigido a mí, y a través de mí se dirigen a todos los poetas y amigos de la poesía de Guipúzcoa, pidiendo que les ayudemos a evitar que los restos mortales de Miguel Hernández vayan a parar a la fosa común. Pues a ella irán dentro de pocas semanas si sus amigos y admiradores no aportamos las tristes pesetas necesarias para reservarle el nicho que aún ocupa. Algún amigo se ha sorprendido de que yo, que he hablado en mis libros de la disolución en el anónimo como un descanso, me alarme, y casi me escandalice, ante la idea de que los últimos restos de Miguel Hernández caigan en la fosa común.

Pero uno es débil. Más débil ante sus amigos muertos que ante sí mismo. Y hay un golpe de corazón, loco, irrazonable, que se rebela contra la idea de la extinción total. A falta de otra cosa, uno quisiera conservar los despojos de las personas queridas, separados, distintos, como un símbolo de lo que esas personas tuvieron de único e insustituible. Y cuantos alguna vez hayan vivido con Miguel, en Miguel, por obra y gracia de sus versos, sentirán, como yo siento, que sus restos deben conservarse.

Así lo espero, al menos. Todos los días laborables, de doce a una de la mañana, recibiremos en Norte, Ediciones de Poesía, Juan de Bilbao, 4, 3.°, San Sebastián, los donativos que quieran hacernos los amigos de Miguel Hernández, de Norte y de la Poesía. Nuestra iniciativa es limpia y desinteresada. Nuestro propósito noble y claro.

Queremos rendir un tributo de piedad a un gran poeta. Queremos hacer nuestro a Miguel Hernández, como hicimos nuestros a Antonio Machado y a Federico García Lorca, porque él, más que nadie, supo de nuestro «dolorido sentir».

Espero que todos los poetas y poetisas, recitadores y recitadoras, dilettantes y articulistas que pululan en nuestra ciudad, sonarán a auténtico al dar contra esta piedra de choque modestamente económica que les propongo. Pues si no fuera así, habría que dudar de sus alharacas artísticas. Y quizá, quizá, llamarle a cada uno por su nombre, por su feo nombre.

El resultado de esta suscripción popular me sorprendió, y no tanto por la cantidad que reunimos, pequeña, aunque suficiente para lo que se pretendía, sino porque esos pocos miles de pesetas se consiguieron a base de aportaciones que a veces no pasaban de las cincuenta a las cien pesetas. No nos habíamos equivocado. El nombre de Miguel Hernández era popular a pesar del silencio en que el franquismo quería sumirlo.

Claro que mi llamamiento tuvo otra consecuencia: el dirctor general de Prensa, al que nuestra intención política no le había pasado desapercibida, ordenó al periódico que no volviera a publicar nada mío.

Como en aquel momento me parecía necesario airear el nombre de Miguel Hernández, y la Bibliografía sobre él era casi nula, no tardé mucho en firmar un contrato con la Librería Clan para publicar un libro sobre su vida y su obra. Pero no llegué a terminarlo porque los proyectos editoriales de Luis Llardén fracasaron.

Pese a todo, no hace falta decir que Miguel Hernández era uno de los poetas que los «sociales» teníamos más presentes, y que lo celebramos tanto como a Antonio Machado.