Como tú Rosa Luxemburgo

Cien años han transcurrido desde tu fallecimiento, nadie puede predecir el futuro, aun así, tras otros cien, de seguro tu nombre será recordado.

Rosa, flor de pétalos, flor de espinas.
Naciste en la Polonia del imperio ruso, en la Polonia de los zares, corría el año 1871. Al igual que tantos, desde niña aprendiste a sobrevivir a sus mezquindades, a sus usuras. Años después, la gran Alemania sería tu destino. Con Gustav Lübeck firmaste en matrimonio, lo era de conveniencia, nada más, conseguiste la nacionalidad, era el objetivo mutuo, pactado. Tu amor, el amor pasional lo tenías reservado a Leo Jogiches; en la vida, en la lucha, caminasteis juntos durante años, hasta los últimos días. La socialdemocracia, representando en ella el ala más radical, fue tu primera militancia en el nuevo país. Tu obsesión: oposición tajante a las guerras nacionalistas. Nunca aceptaste la patria como trampa, como reparto impositivo e injusto del bien común, ese que pretende unificar a los de «arriba» y a los de «abajo». A lo sumo, ante la guerra, internacionalismo como seña de identidad —decías.

De cerca conociste la Revolución Soviética, visitaste a Lenin, fraguasteis amistad, también discrepancias. Felicidad por el revolcón al imperio zarista y, acierto en la resistencia a las crueles guerras imperialistas. Desencuentro en la interpretación de la llamada Dictadura del Proletariado, del papel del Partido y del pueblo en la andadura hacia futuros más gloriosos. Defendiste que, la libertad en exclusiva para los que apoyan al Gobierno y al Partido, no es tal. Defendiste que la libertad lo es, siempre que la pueda disfrutar quien piensa de manera diferente.

Corta vida tuviste —qué pena—. Si la barbarie, la brutalidad de los adversarios no hubiera llamado a tu puerta, a pesar de tu quisquillosa salud, con arrugas en el rostro, con voz anciana, con visión de futuro enriquecida del pasado, mucho después, acaso con cien años, explicarías con sabiduría el porqué de tanta incongruencia. Qué pena.

Amaste a los desprotegidos. Hasta el final, hasta la hora última, cuando el soldado Otto Runge, en el Berlín agitado, en el Hotel Edén, a culatazos pretendió romper tu cráneo. Como siempre habías hecho en vida, a eso, aunque por poco tiempo, también resististe —eras dura de pelar—. El malvado Otto no acertó a consumar el designio. Otro militar, el teniente Kurt Vogel (siempre militares), habría de ser quién completara el encargo. Un tiro a la cabeza y… ¿Misión cumplida? ¡No! Aún faltaba el primero de los estribillos de la ignominia. Cerca del Puente Cornelio, en uno de los canales del río Spree, amarrada tu hechura a un saco de piedras, tú, Rosa Luxemburgo, en el fondo embarrado asentabas tu sufrido cuerpo. 15 de enero de 1919, cuarenta y siete años. Y, a continuación… ¿Misión cumplida? ¡Tampoco! Aún faltaba el segundo de los estribillos: «Linchamiento de las masas» rezaba en el informe oficial. Qué pena.

Del compañero de partido, Karl Liebknecht, parlamentario y, al igual que tú, opuesto a la financiación alemana para participar en la Primera Guerra Mundial, se informó a la población de la inevitable aplicación de «ley de fugas». Horas antes, ese mismo 15 de enero, también en el Hotel Edén, el amigo Karl, tras el culatazo de rigor, en vehículo fue traslado al parque Tiergarten. Allí, a sangre fría sería rematado de un disparo en la cabeza. El cuerpo, abandonado sobre la tierra fría y húmeda, se deshacía del interés para los malvados.

El tuyo, Rosa, flotando en el canal, aparecería dos semanas después. Ambos, asesinados por soldados prusianos. Leo Jogiches, el lituano, el amante fiel de Rosa, quiso investigar, llegar hasta el final, denunciar los delitos. No se lo permitieron, fue arrestado y, escasamente dos meses después, el diez de marzo, ejecutado. Alemania había perdido la Gran Guerra, era tiempo de responsabilidades, tiempo de revolución ante la cicatería del Kaiser. La nueva Alemania, a trompicones, sin mayores miramientos, renacía del pasado. Luego, el futuro cercano, fue lo que fue.

Cien años han transcurrido desde tu fallecimiento, nadie puede predecir el futuro, aun así, tras otros cien, de seguro tu nombre será recordado.

Rosa, nombre bello, insignia de libertad, también de resistencia. Trece tuvimos aquí, en nuestra guerra, hermosas y valientes. Como tú, víctimas de la sin razón, fusiladas en Madrid, la más joven dieciocho años, la más veterana veintinueve. «Trece Rosas»

Como tú, heroicas.
Como tú, delicados pétalos, combativas espinas.
Como tú, Rosa.

Vladimir Merino, Escritor