Liebknecht y Luxemburgo en Euskadi
Comandantes invisibles de dos batallones que los comunistas vascos organizaron para enfrentarse a las tropas franquistas.
Cuando Milton Wolff, el legendario Coman-dante de la Brigada Lincoln en la Guerra Civil, volvió a España, tras la desaparición de la dictadura franquista, fue invitado a varios homenajes, organizados para celebrar su visita por las asociaciones republicanas. En todos ellos, los republicanos españoles repetían las mismas palabras, agradecían solemnemente a Milton, y en su nombre a todos aquellos norteamericanos de la Lincoln, que vinieran a combatir aquí por la libertad. Milton, para sorpresa de la mayoría, les reprobaba el gesto, y contestaba: “No, no sois vosotros quienes nos lo tenéis que agradecer, al contrario, somos nosotros los que tenemos que agradeceros, al pueblo español, que nos permitierais luchar a vuestro lado contra el fascismo”.
Recordando esto, imaginamos a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht como Comandantes invisibles de dos batallones que los comunistas vascos organizaron para enfrentarse a las tropas franquistas. Eran los primeros albores de la guerra, aunque ya se tenía el amargo sabor de la derrota en Irún, Donostia, en Gipuzkoa, y en el repliegue hacia Bizkaia, aquellos milicianos de las MAOC guipuzcoanas, de la Compañía Roja de Alza, de la Bala Roja, de los combatientes de Eibar; de la pionera columna de Larrañaga; más los comunistas de Bizkaia; y los de las merindades burgalesas y la Rioja, que escapaban del ejército sublevado, se organizaron en batallones; bautizando a dos de ellos con el nombre de la pareja mártir de comunistas alemanes: el batallón Rosa Luxemburgo, y el batallón Karl Liebknecht. Los imaginamos llenos de orgullo capitaneando en la sombra las dos formaciones, continuando la batalla que abandonaron en Berlín. Bajo sus banderas, unos ochocientos milicianos por cada batallón, marcharon al frente, en Villareal de Alava, en Markina, en Sollube, en Peña Lemona, en la defensa de Bilbao, en Cantabria. Dejando cientos de bajas y muertos. Fueron batallones ejemplares, cohesionados por la fuerza de los ideales que a buen seguro sus Comandantes invisibles, Karl Rosa, les insuflaban.
Aquella fue una guerra en la que el componente ideológico era decisivo. En la aplastada revolución alemana, Karl y Rosa, también Leviné, subrayaron la importancia de la necesaria madurez y preparación revolucionaria en el proletariado para alcanzar la victoria, sin ella se perdería. Aunque los comunistas librarían la batalla con honor, incluso sabedores de su derrota. Sabían que era un eslabón encadenado a las luchas precedentes y futuras, que enseñarían el camino. Y de esa enseñanza de Berlín, de las derrotas, tomó nota la República, y la principal fuerza que la defendió, los comunistas. Por eso se instauraron los Comisarios políticos en los batallones, no con un fin punitivo, represor, como el revisionismo histórico, al que nada le interesa la verdad, y la derecha, tantas veces dicen; sino con el fin primordial de llevar la conciencia al último hombre de cada batallón de porqué se luchaba, para hacerle ver que luchaba por sus intereses de clase, que la joven República, con su potencial de transformación social, era la suya, era suya. Y así imaginamos a Karl y a Rosa también como Comisarios políticos de sus dos batallones, transmitiéndoles sin descanso la idea de que participaban en una batalla decisiva, que se jugaban acabar con la explotación capitalista; insistiendo hasta la saciedad, en cada hombre y mujer, que sólo contando con sus propias fuerzas podrían obtener la victoria, que la clase obrera sólo puede conseguir la liberación por sí misma, haciendo ella la historia, con su movimiento. Lo comprendieron con un precio muy alto, el de sus vidas, pero quedó su ejemplo de claridad, de fidelidad a la clase trabajadora frente a los traidores. En España, en Euskadi, se trataba de conseguir que cada combatiente diera lo mejor de sí, por él, para él, por su propia causa, y que sintiera ese combate como tal, como suyo, por eso y para eso nacieron los Comisarios. Así lo entendía Leviné; pocos meses después del asesinato de Rosa y de Karl, así comprendía la fuerza de la clase obrera consciente, revolucionaria, y el papel de sus líderes.
“Los trabajadores pelearán cualquiera que sea nuestra instrucción. Un revolucionario no está menos dispuesto a dar su vida para defender el honor de su causa que el patriota que lucha hasta la última zanja y prefiere la muerte antes que rendirse. Los trabajadores solo despreciarían a un líder que cayera por debajo de sus propias normas de honor revolucionario, habiendo predicado, sin embargo, de antemano, el sacrificio de armas. Puede parecer irracional, pero no se lograron grandes logros sin este espíritu”.
Era lo que habían aprendido en Berlín. Y aquí, en Euskadi, os decimos, Rosa y Karl, lo mismo que nos dijo Milton Wolff: “Gracias por habernos contado las enseñanzas de la revolución, gracias por permitirnos usar vuestra bandera, y gracias por el honor de dejarnos pelear con vosotros como Jefes, como Comisarios, como Comandantes”.
Y a buen seguro ellos nos habrían contestado con un escueto y preciso grito:
¡Abajo las fronteras!