La Protesta de los lunes
El escenario electoral, la derrota de Trump, el asalto al Capitolio, la esperanza en Biden, ha situado a los EEUU en el foco de la actualidad. Vladimir Merino nos recuerda la otra historia de ese país lleno de contradicciones. Una historia de racismo que está aún presente cada día en sus calles.
Recordará el lector que en el número 11 de ERRI, escribía sobre trece hermosas flores; rosas para más seña. Flores que sin ser de invernadero, superaron con creces la muralla del tiempo, el cerco del olvido. Y así debe ser.
En este número, sin duda porque lo merece, una nueva flor, también, y qué coincidencia, rosa al igual que las anteriores, ocupa mi atención. Un 1 de diciembre marcaría el origen de un cambio histórico allí donde Rosa (ahora con mayúscula) vivía, o mejor, sobrevivía.
Pero no adelantemos acontecimientos, situemos primero el contexto y hagámoslo en primera persona:
—Me llamo Rosa Louise McMCauley Parks, para los amigos dejémoslo en Rosa Parks —más corto, más sencillo—. Mi lugar de nacimiento, Alabama, EE.UU., un 4 de febrero de 1913, y claro, no será difícil imaginar que mi fallecimiento también tiene fecha establecida. Con el corazón ya cansado, me retiré de este mundo nada menos que con noventa y dos años, un 24 de octubre de este nuevo siglo, en el año 2005, en la ciudad de Detroit. Como veis, no hace tanto.
Yo trabajaba de costurera en unos grandes almacenes de Montgomery. Para salvar la distancia con mi domicilio de varios kilómetros, el autobús de línea era mi medio de desplazamiento, también el de muchos y muchas trabajadoras como yo. Todos los días, para ir y para regresar, todos los días el autobús amarillo. Éste, no era un medio de transporte cualquiera, no al menos en cuanto a las reglas de uso marcadas por la compañía. Por una razón que enseguida referiré, por la puerta delantera, junto al chofer, ascendía, abonaba mi billete y, de inmediato, estaba obligada a descender e incorporarme al autobús por la puerta trasera. Además, esta operación era de necesidad realizarla con premura, de lo contrario —y en alguna ocasión me ocurrió—, por las prisas o porque el conductor era un mal nacido, en el tránsito, el vehículo arrancaba dejándome en tierra. No fui yo por entonces la única víctima de semejante desaforo.
En el interior, los asientos… ¡Ay, los asientos!, que tampoco eran cualquier cosa. Las primeras filas para los blancos, las últimas para el resto, que además éramos aproximadamente el 75% de usuarios (negros, mestizos, amarillos, colorados…). En medio, una amplia fila indeterminada para uso aleatorio, eso claro, siempre que un «blanquito» dispusiera de asiento. En caso contrario, la persona de color —o sea yo—, por ley, estaba obligada a cederlo realizando el trayecto de pie o cuando menos…, a la trasera del autobús amarillo. Esto, en mis desplazamientos diarios, ocurría a menudo. Ocurría hasta que un buen día, un uno de diciembre de 1955 me dije para mí ¡Hasta aquí hemos llegado! Y se armó el lío, el alboroto.
Sucedía que ese día todos los asientos estaban ocupados. En una parada intermedia vi ascender a un joven blanco. Junto a mí, de pie, sujeto a la barra superior y en silencio, se limitaba a mirar por las ventanillas del autobús amarillo. Yo, también mirando hacia el exterior pero con el rabillo del ojo a la espera de acontecimientos, observaba al joven. El muchacho, indiferente a las reglas al uso, probablemente ensimismado en sus quehaceres, nada reivindicaba, nada exigía. Todo silencio, total tranquilidad hasta que…, todos los presentes, a través del espejo retrovisor pudimos observar cómo se retorcía el colmillo del chofer. Tiempo le faltó al muy legalista y autoritario empleado de la Compañía para, en el primer arcén detener el autobús exigiendo de inmediato que cediera mi asiento. Las piernas me temblaban, aún así…
¡Señor, señor! ¿Quién me iba a decir la que se organizó por tan poca cosa? ¿Dónde estaba escrito que mi negativa a ceder el asiento a un joven que ni siquiera lo había reclamado, sería el trampolín hacia una nueva y esperanzadora etapa para ese 75% de usuarios del autobús amarillo? Y sin embargo, así ocurrió. Naturalmente, fui arrestada, juzgada y condenada por transgredir la ordenanza municipal. Pero…, la que se armó.
Yo pertenecía a una asociación en favor de los derechos civiles de los afroamericanos. Mis compañeros comenzaron una protesta por mi arresto.
«En protesta por el arresto y el juicio, estamos pidiendo a todos los negros que no suban a los autobuses el lunes. Puedes faltar a clase un día. Si trabajas, coge un taxi o camina. Pero por favor: que ni los niños ni los mayores cojan ningún autobús los lunes».
La protesta de los lunes duró 381 días y la ley cambió. El Tribunal supremo de EE.UU. declaraba inconstitucional la segregación racial en los autobuses.
¡Señor, señor! Quien me lo iba a decir. No tenía ni idea de lo que mi acción podría provocar. Es quizás la demostración de que, cualquier acción por pequeña que sea en defensa de los Derechos Humanos, siempre suma; siempre ayuda a cambiar las leyes injustas.
En Montgomery, encabezando la protesta de los autobuses públicos, allí estaba un joven de veintiséis años, el apenas conocido Martin Luther King. Trece años después, qué dolor, qué gran desolación me produjo su asesinato. Ya lo he mencionado, yo fallecí en la cama con noventa y dos años; el pobre, con treinta y nueve, lo hizo de varios disparos al pecho. Se había desplazado a Memphis en apoyo de una huelga de basureros de color. Cobraban un dólar y setenta centavos por hora, sólo si las condiciones climatológicas permitían la labor. A los trabajadores blancos no se les aplicaba semejante restricción.
Lo dicho: Cualquier acción en defensa de los Derechos Humanos, por pequeña que sea, siempre suma. Más en mi país y en los tiempos actuales. Tiempos en que desde mi retiro observo con tristeza que no se ha avanzado tanto como sería de esperar. Que sólo las leyes, aunque necesarias, no son suficientes para cambiar la mentalidad de tantos energúmenos. Los desfavorecidos, allí en el lugar donde estemos, debemos seguir defendiendo nuestro derecho a la igualdad. A no ceder a la arrogancia y abuso de los supremacistas de todo y variado tipo.
En homenaje a Rosa Parks, rosa de un color muy especial.
Vladimir Merino Barrera