Gaudí y Rosa Luxemburgo
¿Quién es Rosa Luxemburgo? —Tú, ahora debes saber quién era Gaudí.
La casa era una esplendorosa villa del selecto barrio de Tres Torres, en la zona alta, muy cerca del prestigioso paseo de la Bonanova. Rodeando la casa permanecía un jardín que, ése sí, evidenciaba los malos tiempos, y malvivía de sus recuerdos.
El edificio era una construcción de dos pisos, más un tercero que se dibujaba dentro de las pendientes de la cubierta y, en él, entre las cosas que más nos habían llamado la atención, estaba el pequeño ascensor interior, un verdadero lujo, algo que para mí era cosmopolita. Sí, esa era la palabra que había elegido para describir al ascensor, me parecía como de otro lugar, de la urbe más moderna, como del futuro.
La casa estaba dividida en dos partes y nosotros, bueno, mi familia, compartía su parte con otra familia, una familia conocida y amiga ya desde nuestro pueblo de origen. Porque nosotros, mejor dicho, los míos, habían llegado allí escapando de Franco. Cruzaron el Bidasoa en el último momento, y desde Hendaya, por Francia, viajaron hasta Barcelona, que era una zona leal a la República, porque los míos no querían abandonar a su país.
Así que llegaron como tantos vascos, y eran, por tanto, unos refugiados. Pero fueron de los primeros y tuvieron más suerte que otros; tanta, que ahora vivían, vivíamos, en esta casa de la calle Vergós, que antes fue el hogar de una familia acaudalada que se había pasado a la zona nacional, tras la revolución, huyendo de la revolución, justo al revés que nosotros.
Otros vascos, otros refugiados, no tuvieron tanta suerte, y su alojamiento en Barcelona fue el estadio Olímpico de Montjuich. El flamante estadio en el que tuvieron que haber acontecido las Olimpiadas populares, las Olimpiadas alternativas a las de Hitler y que, prestas a inaugurarse el diecinueve de julio, se suspendieron al producirse la sublevación franquista. Ese estadio, el espacio comprendido entre la pared exterior, la fachada, y las gradas, ese interior, estaba dividido, tabicado en multitud de celdas y pasillos donde se hacinaban los refugiados.
Mi familia, los que vivían, los que viven de prestado en la villa de Vergós, son: mi hermana, mi hermano el pequeño, y mis padres. El otro hermano, el que me seguía a mí, no pudo llegar hasta Barcelona, y fue uno de los primeros caídos en la defensa de Irún. Así que el ambiente en mi casa es bastante triste. Pese a ello, pese al dolor personal, están muy fundidos con la causa que se está librando, y ese impulso colectivo levanta ciertamente el ánimo.
Mi padre, por ejemplo, ferroviario de oficio, mecánico, trabaja en los talleres del metro de Barcelona, y yo, siempre que los visito, hablo con él de este asunto tan importante.
—Pero, ¿cómo trabajáis con tan pocos alicientes, cómo puede trabajar la gente sin rendirse? —le pregunto, indagando sobre la vida en la retaguardia, sobre la moral en la escasez, con tan poca retribución.
—Trabajamos todos a fondo porque todo es nuestro, porque todo es para nosotros —es siempre su escueta y precisa respuesta.
Mi hermana Rosa, a punto de los dieciocho, trabaja en el Ministerio de la Guerra, en labores administrativas, y como mi padre, no descansa en su entrega. Sobre mi madre descansa toda la estructura cotidiana, la invención de la vida cotidiana. El comer, el orden, la limpieza, una retaguardia de la más dura. Y preparar el tabaco de mi padre. Éste, fumador impenitente, no tiene suficiente con la ración posible, y hace que mi madre recoja los restos de colillas en los andenes y pasillos del metro, ella, porque a él le da vergüenza. Luego en casa las mezcla, las hierve en agua, y así mi padre dispone de más tabaco.
Para el pequeño, de diez años, Barcelona es distinta, ve a los milicianos como algo exótico, aprende sus himnos, juega con la guerra, aunque lloró como ninguno la pérdida de su hermano, y no hubo forma de convencerlo de que iba a volver, de que solamente se había marchado por un tiempo.
Y yo, que a veces estoy en Barcelona y puedo ver a mi familia, estar con ellos, conocer esto que cuento. Pronto me marcharé a otra zona, a otra geografía, a otro lugar de combate. Ahora estoy con mi batería de cañones antiaéreos en el parque Güell, dentro mismo del parque modernista, en medio de su arquitectura, que nosotros utilizamos para el camuflaje: en los porches de la plaza principal, entre las columnas inclinadas y pintorescas de Gaudí, tenemos instalados los cañones, asomando sus tubos hacia el cielo.
—Vamos a mi batería, vamos a ver los cañones al parque Güell —le invito al pequeño, porque sé que le gusta acompañarme.
—¿Quién es Rosa Luxemburgo? —me pregunta de sopetón mi hermanito, que es un chaval despierto, que no se pierde un detalle de las tertulias familiares, que vive la ebullición de la calle en guerra, que escucha nombres nuevos.
—Tú, ahora debes saber quién era Gaudí. ¿Sabes quién era Gaudi? —le pregunto, y lo arrastro de la mano.
—Era el arquitecto del parque donde tenemos los cañones, donde has estado conmigo, donde vamos ahora, un gran arquitecto —le cuento al pequeño ante su silencio.
Gaudí, la casa de la calle Vergós, el estadio Olímpico, así era la arquitectura de Barcelona, cambiada, invadida, como la propia vida.
Relato revisado y corregido, del contenido en el libro de cuentos: “Marcelo, el hombre imposible”, Ediciones Irreverentes, con el título “La vivienda de la calle Vergós”
Miguel Usabiaga
Arquitecto – Escritor, Director de Herri