En recuerdo de una niña. (Ana Frank)

En recuerdo de una niña. (Ana Frank)

En recuerdo de una niña. (Ana Frank).

“Es un orificio al que ni siquiera con el dedo puedes entrar fácilmente. Eso es todo, y pensar que todo esto juega un papel tan importante”.

Esta es la universal historia escrita entre los trece y los quince años por una adolescente judía que, a falta de amigas en las que confiar, ofreció sus reflexiones a Kitty, su libreta de apuntes: «El diario de Ana Frank».

Los Frank, familia de comerciantes judíos alemanes emigrados a Ámsterdam en 1933, tras la ocupación holandesa por los nazis y ante el temor a ser deportados a campos de concentración, optaron por ocultarse en la trasera de las oficinas donde trabajaba Otto Frank. —‘la Casa de atrás’ la llamaban—. Ocho individuos ocuparon este refugio durante más de dos años; junto a Ana, sus padres y Margot la hermana mayor, otras cuatro personas compartieron habitáculo. Dos largos años en los que se cultivó la esperanza pretendiendo evitar la tragedia. Dos largos años en los que, a través del Diario, apreciamos en Ana Frank la evolución de una niña apenas adolescente, de una niña inquieta e inconformista, reconvertida a fuerza de circunstancias, en una joven reflexiva, madura en sus sentimientos y —siendo esto lo más importante—, libre en sus narraciones. Tras la lectura del libro, de inmediato llegas a la conclusión de que Ana Frank, ensamblada en su adolescencia y atrapada —dadas las circunstancias—, en una convivencia difícil, con la escritura del diario encontró un refugio dentro del refugio. De seguro ella así lo sentía cuando en una de sus primeras redacciones, la del 20 de junio de 1942 (siempre fechaba sus diarios), nos confiesa que… «Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No solo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. El papel es más paciente que los hombres. …/… Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.
Tiempo después, apenas unos meses previos al desmoronamiento del refugio, en 16 de marzo de 1944 escribía en su diario… «Me parece que lo mejor de todo, es que lo que pienso y siento, al menos lo puedo apuntar; si no, me asfixiaría completamente».

Pobre Ana; de no ser por lo trágico de los acontecimientos ocurridos con los alemanes en retirada, con el refugio de ‘La casa de atrás’ denunciado por algún delator, quién sabe cuál habría sido su futuro, hasta donde hubiera llegado su pasión narrativa. No pudo ser, la furia de la locura al igual que a millones de personas, a ella y a su familia las arrastró al inframundo del absurdo. El 4 de agosto de 1944 eran detenidos los ocho refugiados. La familia Frank, tras cuatro días en los calabozos eran trasladados en tren al campo de concentración de ‘Westerbork’; de allí, nuevamente en inhumanos vagones de tren a Auschwitz en Polonia, donde Edith la madre moriría de inanición; Ana y Margot serían deportadas a Bergen-Belsen, allí, en marzo de 1945 —apenas a unos meses del final de la guerra— fallecerían de fiebre tifoidea. Solo Otto Frank sobrevivió a la tragedia. Gracias a él y a que dos amigas de la familia encontraron en ‘la casa de atrás’ los manuscritos de Ana, hoy han llegado a nuestras librerías, a nuestras bibliotecas, a nuestros corazones. La primera edición del Diario está fechada en 1947; el padre de Ana dedicó el resto de su vida a la difusión de un libro que en un principio fue publicado con el título de «La casa de atrás». Hoy se superan los 30.000.000 de libros vendidos. Y, sin embargo, nada de esto sería posible de haber sido diferente el final de la guerra. ‘El diario de Ana Frank’ como tantos y tantos tesoros literarios, o bien estarían perdidos para siempre, o bien sobrevivirían bajo el paraguas de la clandestinidad. Afortunadamente no fue el caso; hoy, salvo alguna excepción que ahora comentaré, gracias entre otros, al testimonio de una niña con ganas de escribir, podemos leer en su diario como era la vida de los judíos en aquellos años previos a la guerra. Ana, el sábado 20 de junio de 1942, apenas unos días del inicio del confinamiento, escribía:
«…se nos privó de muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco en coches particulares; los judíos solo pueden hacer la compra desde las tres hasta las cinco de la tarde; solo pueden ir a una peluquería judía …/… no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido».

Esta última frase «Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido», justifica toda una tesis doctoral sobre lo que representa una dictadura sustentada en el terror. Con su reflexión, el pequeño Jacques nos indica el peligroso camino de la sumisión, ese en el que el miedo puede conducir al individuo a su anulación.

En sus escritos refleja sentimientos muchas veces encontrados acerca de las relaciones familiares, envidia de su hermana Margot por ser ya ‘mujer’. Peter Van Daan, un adolescente de más o menos su edad perteneciente a la otra familia con la que comparten refugio, pasa de ser un ‘niño tonto’ a ser alguien de quien se termina ‘gustando’ y siendo ‘gustada’. Deseosa Ana de declarar sus secretos y sensaciones íntimas en su tránsito hacia lo que ella llama ser mujer, demuestra una libertad de pensamiento, un criterio propio de lo que supone ser mujer en un mundo de hombres, que a su manera y ante su fiel diario, no repara en ambigüedades. Así, observándose su propio cuerpo nos decía:
«De frente, cuando estás de pie, no ves más que pelos. Entre las piernas hay una especie de almohadillas, unos elementos blandos, también con pelo, que cuando estás de pie están cerradas, y no se puede ver lo que hay dentro. Cuando te sientas, se separan, y por dentro tienen un aspecto muy rojo y carnoso, nada bonito. En la parte superior, entre los labios mayores, arriba, hay como un pliegue de la piel, que mirado más detenidamente resulta ser una especie de tubo, y que es el clítoris. Luego vienen los labios menores, que también están pegados uno a otro como si fueran un pliegue. Cuando se abren, dentro hay un bultito carnoso, no más grande que la punta de un dedo. La parte superior es porosa: allí hay unos cuantos orificios por donde sale la orina. La parte inferior parece estar compuesta solo por piel, pero sin embargo allí está la vagina. Está casi toda cubierta de pliegues de la piel, y es muy difícil descubrirla. Es tan tremendamente pequeño el orificio que está debajo, que casi no logro imaginarme cómo un hombre puede entrar ahí, y menos cómo puede salir un niño entero. Es un orificio al que ni siquiera con el dedo puedes entrar fácilmente. Eso es todo, y pensar que todo esto juega un papel tan importante».

Es difícil explicar con más naturalidad, con un sentido más objetivo, las observaciones que sobre su propio cuerpo realizaba Ana Frank, lo mismo podía haber descrito sus codos o rodillas, el color de su pelo, la función de las cejas y las pestañas, recrearse en los dedos de la mano izquierda, o en los orificios de la nariz y las orejas. Es evidente que si optó por lo que optó, debió ser como resultado del factor tabú a que la sociedad nos condiciona al hablar de nuestros aparatos reproductores. No hay en ella ni un ápice de morbosidad, tampoco de ingenuidad, en todo momento y con la consideración de su edad, se aprecia un marcado sentido de reivindicación feminista. En otra ocasión, fechado el 18 de marzo de 1944, tras un debate con los mayores, nos describe su punto de vista acerca de algunos ortodoxos principios del matrimonio:

—(…) y es que temen que los hijos supuestamente ya no vean al matrimonio como algo sagrado e inviolable, si se enteran de que aquello de la inviolabilidad son cuentos chinos en la mayoría de los casos. A mi modo de ver, no está nada mal que un hombre llegue al matrimonio con alguna experiencia previa, porque ¿acaso tiene eso algo que ver con el propio matrimonio?
En sus primeras ediciones, Otto Frank, considerando que algunos de los textos excedían los valores de la época, quizás por pudor, quizás por temor al prestigio de su hija, decidió vetarlos. Más tarde y para ediciones posteriores, serían recuperados. Sin ir más lejos, en EE.UU., aludiendo a contenidos sexuales y en el ámbito educativo, el libro fue prohibido en Virginia y Míchigan.

En su diario, Ana Frank nos ofrece materia en la que reflexionar, lo hace acerca del comportamiento de una chica adolescente sometida a un confinamiento extremo; por supuesto, infinitamente más dramático que el padecido por nosotros en el combate contra el Covid 19 y, del que tanto hemos hablado y más de uno denigrado. En alguno de los textos, además nos aporta motivos para la sonrisa, una sonrisa que en su haber, de seguro, no estaba exenta de ironía. Así, en su diario de fecha 9 de mayo de 1944, apenas unos meses antes del doloroso fallecimiento, escribía lo que dio en llamar ‘el último chiste de Peter Van Daan’:
A raíz de la clase de religión y de la historia de Adán y Eva, un niño de trece años le pregunta a su padre:

—Papá, ¿me podrías decir cómo nací?
—Pues… —le contesta el padre—. La cigüeña te cogió de un charco grande, te dejó en la cama de mamá y le dio un picotazo en la pierna que la hizo sangrar, y tuvo que guardar cama una semana.
Para enterarse de más detalles, el niño fue a preguntarle lo mismo a su madre:
—Mamá, ¿me podrías decir cómo naciste tú y cómo nací yo?
La madre le contó exactamente la misma historia, tras lo cual el niño, para saberlo todo con pelos y señales, acudió igualmente al abuelo:
—Abuelo, ¿me podrías decir cómo naciste tú y cómo nació tu hija?
Y por tercera vez consecutiva, oyó la misma historia.
Ana, por la noche, tras transcribir el relato de su amigo Peter, añadió a su diario: «Después de haber recabado informes muy precisos, cabe concluir que en nuestra familia no ha habido relaciones sexuales durante tres generaciones».

Nunca sabrán las amigas de la familia Frank, las que trasteando entre los muebles abandonados de ‘La casa de atrás’ encontraron y protegieron el manuscrito de Ana —nunca sabrán, digo—, el eterno agradecimiento que el mundo literario e histórico les debe. Nada sería igual si, uno cualquiera de los miembros de la Gestapo, con algo más celo hubiera hurgado en los rincones de la casa. Siguiendo instrucciones del ministro nazi Joseph Goebbels, tan bello documento sería ceniza. La inmortal Ana Frank no existiría. Así, con casuísticas y las más de las veces con abruptos giros, se escribe la Historia de la Literatura. Una parte de la Historia.

 

 

 

 

 

 

‘Matrioskas’ como Alicia Casanova lucharon toda la vida, imprescindibles

‘Matrioskas’ como Alicia Casanova lucharon toda la vida, imprescindibles

‘Matrioskas’ como Alicia Casanova lucharon toda la vida, imprescindibles

La neumóloga comunista de Barakaldo es una de las protagonistas de la nueva película de la navarra Helena Bengoetxea

“Hay mujeres que luchan un día y son buenas. Hay otras que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenas. Pero hay las que luchan toda la vida: esas son los imprescindibles”. La científica comunista de Barakaldo hubiera agradecido estas palabras a su camarada Bertolt Brecht.

Y es que hay mujeres que han vivido el anonimato a pesar de ser eminencias y son ejemplo de superación constante. Un ejemplo claro e impresionante es el de esta nonagenaria nacida el 8 de julio de 1925 en Barakaldo y fallecida en 2017 en Cuba. A día de hoy, la película “Matrioskas, las niñas de la guerra”, de la navarra Helena Bengoetxea visibiliza su persona, como a otras niñas de entonces que fueron exiliadas a la URSS.

Teresa Alonso, Alicia, Araceli o Julia son cuatro mujeres mayores, aparentemente comunes, que esconden vidas extraordinarias marcadas por el desarraigo y el exilio: de Euskadi o España a Rusia y más adelante a Cuba. Son mujeres hechas a sí mismas y heroínas de su propia trayectoria. Sus recuerdos del hambre, el frío y la guerra se entremezclan con la nostalgia por un hogar que las acogió y que ya no existe, con la lejanía de un territorio que apenas conocen y, para algunas, con la vuelta a un Estado que no es el que soñaron. “Son mujeres más adelantadas no ya que nuestras abuelas, sino más que nuestras madres”, pondera Bengoetxea.

Tras años de espantosa Segunda Guerra Mundial, Alicia Casanova acabó erradicando la tuberculosis en los denominados sanatorios de Cuba. Fue la única mujer del equipo que lo logró. La vasca-soviética-cubana era una reputada neumóloga, profesión que la URSS le posibilitó estudiar. “Si tras la guerra, Alicia se hubiera quedado en la Margen Izquierda, qué podría haber llegado a ser. Lo más seguro que con el franquismo nada. A pesar de todo el sufrimiento y sobrevivir a Rusia ella protagonizó la epopeya de erradicar la pandemia de la tuberculosis en Cuba entre 1961 y 1963”, enfatiza Bengoetxea.

Y además lo llevaron a cabo, según explicaba la doctora, de una forma poco usual. Sacaron a todas las personas con tuberculosis de aquellos sanatorios, las enviaron a sus hogares y dieron una medicación a toda la población cubana. La ciudadana tenía que ir unos días concretos a por ella. Y una vez sanados, “los sanatorios los convirtieron en hospitales”.

Casanova fue la única heroína del equipo humano que lo posibilitó. El resto eran cinco hombres. Ella, que había estudiado en la URSS mientras el franquismo acababa con la vida de su padre, ferroviario. La madre de Alicia se quedó en Barakaldo con un hijo aquel triste día en el que la familia enviaba desde Santurtzi a su hija de 12 años a tierra en paz “para cuatro meses”.

Casanova –miembro del partido comunista- pudo aportar sus conocimientos y experiencias de haber estudiado Neumonología -rama de la medicina que se especializa en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades de los pulmones y otras partes del aparato respiratorio- tras la Segunda Guerra Mundial en Moscú. Fue reconocida, además, como superviviente del sitio realizado por los nazis a Leningrado con bombardeos y temperaturas gélidas. “Alicia explicó que llegó a comer serrín, pero también carne de la que no preguntaban su procedencia, sabedores que serían de personas que morían”. Logró lo inhumano: salir viva de allí.

Lo analiza muy bien la directora de cine de Iruña. “En general todas, a pesar del drama del exilio pensando que volverían pronto y tras pasar 40 años, a pesar del drama, han tenido mucha suerte, más cuando toda la importancia se la han llevado los hombres. La dura situación les hacía ser más echadas adelante”.

A su juicio, la educación que les dio la URSS no la tenían la mayoría de mujeres en Euskadi. De hecho, se habían empoderado –un término tan utilizado en la actualidad- sin saberlo, “por las circunstancias” y, además, contaban gracias a sus estudios “una independencia económica y poder”.

Una mujer que conoció bien a Alicia Casanova es Dolores Cabra, secretaria general de Archivo Guerra y Exilio (AGE). Consultada al respecto por este periódico, la madrileña pasa a vestir con palabras la figura de su amiga. “Alicia Casanova, la niña de piel translúcida, ojos firmes y fuertes convicciones. Su frágil figura era un muro de fortaleza que no cambiaría nada de lo acontecido en su vida. Salvando la suya en la travesía del camino de la vida la destinó a ayudar a los demás estudiando medicina en Moscú, investigando la tuberculosis”.
Cuando Cabra llegó a La Habana en 2006, la amiga de Alicia, también niña de la guerra ya hoy fallecida, Isabel Álvarez, organizó una fiesta en su casa. “Había dulces caseros, licores de frutas y café exquisito, y ¡se podía fumar!”, subraya Dolores.

Fue en aquel contexto cuando conoció a la hoy protagonista de Matrioskas. Celebraban que desde AGE habían conseguido que en enero de 2005 el Congreso de los Diputados aprobara “por fin” las pensiones para las niñas y niños de la guerra. “Para los que vivían en Rusia y Cuba significaba un cambio enorme. Allí estaban tres generaciones y el agradecimiento se traducía en un cariño inmenso hacia mí, que recordaré siempre, lo mismo que a Alicia, Teresa, Araceli e Isabel, gentes vacunadas contra la maldad y la molicie. Siempre fraternas y trabajadoras. Su huella quedará siempre”, desea.

Por desgracia, Alicia ha fallecido antes del estreno de la película, en el proceso de que viera la luz. Narraba que su madre, cuando quedó sola en Bizkaia, le solicitó ir a vivir con ella en La Habana, a lo que Casanova accedió. “Sin embargo no le trataba como madre porque Alicia decía que después de 30 años sin verla no conocía ni reconocía a aquella mujer y le llamaba Josefa: decía que no le salía llamarle de otra forma”.

Josefa se hacía cargo de la casa en la ciudad caribeña y de la hija de Alicia, Natacha, fruto surgido del matrimonio entre la neumóloga con el republicano exiliado en la URSS, Ángel Serrano. La pareja se divorció en Cuba. Aquella mujer, a quién con más de 80 años la vecindad aún se acercaba a su casa con radiografías para que las analizara, dejó al mundo una frase: “Todo lo que sale en los libros, lo sufrimos el doble”.

 

 

 

 

 

 

 

Iban Gorriti: Periodista

Sabina de la Cruz,  mujer de ciencia y conciencia

Sabina de la Cruz, mujer de ciencia y conciencia

Sabina de la Cruz,
mujer de ciencia y conciencia.

La edición crítica de la obra de Blas de Otero resume su tarea intelectual
El ayuntamiento de Sestao pone su nombre a la Biblioteca Municipal y le nombra hija predilecta

La obra intelectual y humana de Sabina de la Cruz (1929–2020) se explica y reconoce en su camino vital junto con el poeta Blas de Otero (1916–1979). Haber dedicado la mayor parte de esa labor intelectual e histórica a promover, estudiar, custodiar y publicar la poesía completa del poeta vasco va mucho más allá de una tarea intelectual: es un acto de amor. Pero a esos méritos hay que añadir el tiempo y el fervor dedicado a la Universidad –como profesora en la Universidad Complutense de Madrid– y a esa otra labor cívica y política, militante y digna, que ejerció en el Partido Comunista en el tiempo de la clandestinidad, cuando oponerse al régimen de Franco era jugarse la libertad y en ocasiones la vida.

Pero para conseguir la libertad, gentes como Sabina de la Cruz pusieron al servicio de su tiempo lo mejor de su vida, resumido en el compromiso histórico.
Tras tres décadas de profesión en la Universidad Complutense, Sabina de la Cruz, que descuidó conscien-temente su poesía para dedicarse a la de Blas de Otero, y tras varios libros sobre la obra del hombre que amó, su doctorado, conferencias y estudios, volvió a Bilbao y a las Encartaciones, para inspirar, crear y presidir la Fundación Blas de Otero, institución que nace en 1999, con la tutela del Ayuntamiento de la Villa. Aunque el gran mérito de esta mujer está en haber rematado el estudio y fijación de textos de la Obra completa (1935–1977) de Blas en 2013. Dicha Fundación convoca anualmente un premio de poesía que lleva el nombre del poeta bilbaíno, con lo que proyecta el objetivo de situar en el tiempo la memoria del poeta vasco.

Hombro con hombro

Sabina de la Cruz nace en Sestao en el seno de una familia de comerciantes instalados en dicha villa a finales del siglo XIX. Desde niña siente especial inclinación por la lectura y por las artes plásticas. Desde muy joven participó en diversas asociaciones culturales de Bilbao, como la Asociación Artística Vizcaína, relacionándose, hombro con hombro, con poetas y artistas del momento, como Agustín Ibarrola, Vidal de Nicolás, Alfonso Irigoien, Dionisio Blanco, Javier de Bengoechea, Ángela Figuera Aymerich, Ángel María Ortiz Alfau, Federico Krutwig, (quien introdujo a Otero en el conocimiento de la filosofía oriental), Rafael Morales, Gabriel Aresti, y el propio Blas de Otero, de quien sería su compañera en el trecho más importante de su vida, desde finales de 1961 hasta la muerte de éste, que tuvo lugar en el verano de 1979. Pero ya en la década de 1950 participó en las actividades de la Asociación Artística, dando recitales de poesía y contribuyendo a las actividades musicales y teatrales que promovía esta institución cultural.
Para reconocer su dedicación y amor por los libros, el Ayuntamiento de Sestao decidió en 2020 poner el nombre de Sabina de la Cruz a la Biblioteca Municipal. El ayuntamiento nombró a su vez a Sabina como hija predilecta, en un acuerdo tomado por unanimidad de toda la corporación.
En la Universidad Complutense fue profesora de Literatura, pero tuvo un papel fundamental en la incorporación del euskera a dicha Universidad.

Lo cuenta en unas declaraciones de 2002: “Si hay lengua vasca en la Universidad Complutense de Madrid es porque yo acepté encargarme de ella. Yo había hecho mi tesina sobre la relación del euskera y el castellano, trabajando con Mitxelena.

Sin embargo no sabía hablarlo, así que cuando me ofrecieron la plaza al principio me pareció una locura. Para entonces había bastantes alumnos apuntados a las clases por lo que accedí a darlas con la condición que en cuanto hubiera una persona que dominara la lengua, yo dejaba el puesto. Y así fue.

Durante aquel período hice muchos amigos; conocí gente con la que sigo manteniendo una gran amistad. En cuanto pude solté la asignatura a una de las alumnas, a Pilar Muñoa de San Sebastián, que después fue durante muchos años profesora de lengua vasca. Así mismo he tenido alumnos que después han sido importantes investigadores en lingüística vasca como Maite Etxenike”.

Doctora en Filología Románica, en la referida Universidad Complutense de Madrid impartió clases de Filología Románica, Dialectología Italiana, Lingüística Vasca y Literatura Española Contemporánea.

Colaboró como investigadora en el Seminario de Lexicografía de la Real Academia de la Lengua Española. Especialista en la obra literaria y en la biografía de Blas de Otero, sobre el que ha escrito numerosos trabajos y ofrecido conferencias en España y en el extranjero.
Su obra poética, a la que ha dedicado poca atención, se ha publicado en diversos periódicos y revistas: Papageno, Orejudín, de Zaragoza (dirigida por los hermanos Miguel y José Antonio Labordeta), Norte-Sur, Txistulari, en el periódico Hierro, de Bilbao. Su etapa poética abarca de 1950 a mediados de 1960. A partir de 1970 se dedica a la investigación literaria, publicando desde entonces numerosos trabajos sobre poesía contemporánea.

Al estudio de la obra Otero ha dedicado la mayor parte de su actividad como crítica literaria, haciendo la edición, introducción y fijación de textos de prácticamente todos los libros de Otero. En 1983 finalizó una tesis doctoral sobre dicho poeta que mereció el “Premio Extraordinario 1983”.

Ha sido la principal promotora de la Fundación que lleva el nombre del poeta bilbaíno, auspiciada por el Ayuntamiento de la Villa, y de la que Sabina fue primera presidenta. Ha participado en diversos cursos, conferencias y jornadas sobre Blas de Otero, publicando trabajos de análisis de su obra en libros colectivos.

La edición de las obras completas de Otero, empeñada en la fijación rigurosa de textos, le llevó varios años de trabajo. Entre otros estudios, centrados en la obra de Otero, cabe destacar: “Contribución a una edición crítica de la obra literaria de Blas de Otero” (Universidad Complutense, Madrid, 1983) y “La erotización del espacio en los poemas de amor de Blas de Otero” (Eros literario, Universidad Complutense, 1989), entre otros.

Ha realizado la edición de los siguientes libros de Blas de Otero: “Historias fingidas y verdaderas” (Alianza, Madrid, 1980), “Blas de Otero, mediobiografía” (Turner) [En colaboración con Mario Hernández] y “Poesía escogida de Blas de Otero”, (Vicens Vives, Barcelona, 1995) [En colaboración con Lucía Montejo] y “Los poemas vascos de Blas de Otero” (Ayuntamiento de Bilbao, 2002). Y, como hemos señalado, la edición, tras tres décadas de profesión en la Universidad Complutense, Sabina de la Cruz, que descuidó conscientemente su poesía para dedicarse a la de Blas de Otero, y a esos libros sobre la obra del hombre que amó, su doctorado, conferencias y estudios, volvió a Bilbao y a las Encartaciones, para inspirar, crear y presidir la Fundación Blas de Otero, institución que cuidará por su trascendencia.

Aunque el gran mérito de esta mujer está en haber rematado el estudio y fijación de textos de la Obra completa (1935–1977) de Blas en 2013, una edición que dirige de la Cruz con la colaboración de Mario Hernández, quien es coautor con Sabina de la Introducción a tan completa edición.

Sabina conocía de memoria la obra de Blas de Otero antes de que en 1961 lo conociera en persona. En una entrevista para Euskonews & Media, realizada por Estibalitz Ezkerra en 2002, la profesora reconoce aquel instante en que se lo presentaron: “En septiembre de 1961 (fue en 1961, hay un error en la entrevista, que pone 1971) en mi casa. Lo trajo Agustín Ibarrola y otros amigos pintores que como Blas llegaban de París. Aparece en uno de sus poemas: En septiembre del 61 salí del oui y entré en el bai de mi país. Por aquel entonces yo me sabía la obra de Blas de memoria.

Acababa de publicar “En castellano”, y lo habíamos traído escondido de Francia para pasar la frontera. Cuando me dijo que era Blas de Otero me quedé impresionada. Era un hombre con mucho atractivo. Ha sido una relación realmente de amor. Juntos hemos pasado muchas cosas, las enfermedades –Blas tenía bastante mala salud–, pero todo ha sido llevado con alegría y mucho amor. Murió muy joven, 63 años no es una edad para morir, pero me consuelo pensando que sucedió de repente, sin tiempo para sentir nada”.

La palabra y la paz

Pero nadie como ella ha señalado, por haber sido testigo y cómplice, los momentos y significados de la obra de Otero. En la referida entrevista en Euskonews & Media ofrece este testimonio, sobre cuanto significa en la obra de Blas de Otero tanto la palabra en sí como la palabra Paz: “En todos sus poemas –afirma Sabina– está la dimensión completa del ser humano: la dimensión del ser social, y la dimensión íntima y existencial de quien tiene su propio sufrimiento.

En aquel momento en España hay una situación histórica terrible: la posguerra. Una guerra civil es terrible, porque es una guerra entre hermanos y tras ella hay que seguir conviviendo en la misma casa. Los odios, las cárceles, las muertes… Murieron muchos más después de la guerra que durante ella. Un joven como Blas, que empieza a salir a la vida y se encuentra con una situación en la cual no hay libertad, sino una dictadura donde se prohíbe todo, en primer lugar los libros. Esa situación le lleva a conseguir que salga la palabra que sirva para luchar por la dignidad y la libertad de la gente, de la inmensa mayoría. Esa inmensa mayoría que no lee poesía –eso Blas lo sabía muy bien–, pero que la leerá cuando cambie la situación histórica y social. También hace protagonista del poema a la inmensa mayoría, habla en nombre de todos, en busca de la dignidad y la libertad.

Muchas veces me han preguntado el porqué de la obsesión por la paz en los poemas de Blas, pero era un hombre de guerras: nació en 1916 a los dos años de empezar la Primera Guerra Mundial. A sus diecinueve años estalla la guerra civil, termina ésta e inmediatamente comienza la Segunda Guerra Mundial, después la posguerra española, tan terrible. Yo fui una niña de la posguerra y lo sé muy bien. Una persona que ha vivido siempre en esas situaciones, inevitablemente tiene que desear la paz para todos”.

Y remata Sabina de la Cruz: “Cuando se habla de la paz, no solamente se habla de una paz sin guerra, hay más clases de paz: tener libertad dentro de la propia casa para ser quien realmente eres, para poder expresarte como eres, esa paz también la ansiaba Blas. Todavía hay otro tipo de paz, la de sentirse satisfecho de si mismo. Esa paz íntima también Blas la buscó por algún tiempo. Cuando él dice “yo doy todos mis versos por un hombre en paz”, está hablando de todas estas formas de paz”.

La poesía, en la cocina

Sabina de la Cruz, además de profesora, promotora de cultura, editora de la obra de uno de los más grandes poetas del siglo XX, era mujer. Y era mujer consciente y lo dijo en muchas ocasiones, porque también tenía que ocuparse de la administración y tareas de la casa en la que vivía con el poeta.

En la citada entrevista nos da un testimonio de cómo dejó de escribir poesía porque su tarea y su compromiso como persona e intelectual estaba en cantar la poesía de los demás, aunque su dedicación especial fuera el estudio y difusión de la poesía de Blas de Otero: “Cuando era joven –afirma Sabina de la Cruz– escribía poesía, y ahí sí que influyó en mí el haber conocido a Blas. Conociendo a un poeta tan bueno, ¿quién se atreve a escribir poemas? Sin embargo sí que tenemos una serie de poemitas que aún están sin publicar –porque forman parte de mi intimidad– que nos dejábamos en la cocina entre los apuntes de lo que había que comprar. Yo escribía algún que otro pequeño poema, y al día siguiente me encontraba otro que me había dejado Blas. Después me dediqué siempre a trabajar sobre crítica, comentarios de texto. Mis clases me llevaban mucho tiempo.

Aparte, como toda mujer, tenía que encargarme de la casa. Por otra parte, en mi tesis doctoral pude hacer una edición crítica de su obra porque he hablado tanto con Blas sobre sus textos, sobre las variantes que tienen.

Todo eso es muy importante a la hora de hacer la edición crítica. Saber cómo trabaja un creador, sobre todo un poeta. Un poeta es un creador muy especial, no trabaja como los novelistas día a día; el poeta trabaja como envuelto en una especie de ola rítmica que llega casi sin darse cuenta y lo tiene durante unos días completamente enajenado, y todo lo demás prácticamente no existe. En el caso de Blas es muy curioso porque en estos periodos estaba muy tranquilo. Era como si viviera en paz. Escribía por la noche, dormía unas horas durante el día, oía mucha música. Era silencioso, feliz.

Cuando pasaba ese periodo se dedicaba a pasar a máquina los poemas. Jamás he leído un poema de Blas hasta que me decía “siéntate” y me los leía. Una no se atreve a entrar en lo más íntimo de la otra persona precisamente porque la quieres tanto que no quieres romper su intimidad. Una vez leídos los comentábamos. He aprendido muchísimo de Blas”.

Nada como este testimonio puede resumir el trayecto intelectual de Sabina de la Cruz, como mujer, poeta, profesora, crítica y promotora en el tiempo de la obra de Blas de Otero. Una mujer que se realizó al lado, hombro con hombro, de un hombre “fieramente humano”.

¿Qué mayor vivencia poética puede haber?

El 5 de mayo de 1976, Blas de Otero escribió este poemita de amor correspondido, entre tantos otros que dedicó a Sabina de la Cruz

Sabin, el día es nuestro,
las noches, un poco cuadriculadas,
son tuyas y mías, de los dos.
Porque tú las ganaste hasta tenderse
sobre este niño cuaderno de Orihuela,
como este amor que merecimos
por amor
Solo por amor.

UN POEMA DE SABINA DE LA CRUZ

CAMPESINOS

A bandadas,
a ramos de ardida primavera,
llegan los campesinos
con manos de raíces.
Hombros para la mina,
piel de tierra
para el suavísimo aliento de los ácidos.
Mulas de hierro les quema los ijares,
y a las noches se aduermen
en cielos sin estrellas.
Miradlos.
Robles con pelliza,
se les pierden los ojos
en la luz de neón de las ciudades.
Caminan como en sueños.
Huelen a estiércol,
a balido
y a perfume caliente de las eras.
Sueñan con mares de espigas,
con ganados, y hablan
de la tierra que han perdido
como de una querida arrebatada.

Bilbao, 1962

SABINA DE LA CRUZ

Por Félix Maraña

Ángela Figuera Aymerich, la voz desgarrada e integradora

Ángela Figuera Aymerich, la voz desgarrada e integradora

Ángela Figuera Aymerich, la voz desgarrada e integradora

por Félix Maraña: Escritor y Periodista

En su libro “Examen de ingenios” (2017), donde recoge un centenar de semblanzas de intelectuales, refiere José Manuel Caballero Bonald un suceso del que fue testigo, ciertamente grave. Dámaso Alonso, poeta del grupo del 27, y filólogo de prestigio, convocó en su casa de porte señorial a un grupo de intelectuales, entre los que estaban, a decir de Caballero, “excombatientes franquistas y combatientes antifranquistas”. El motivo era una recepción al poeta Jorge Guillén, que había vuelto del exilio americano y pasaba por Madrid.

En el transcurso de aquella velada, en la que había pasión, tensión y alcohol en exceso, surgió una discusión sobre el comportamiento de los intelectuales ante el franquismo. En la contienda verbal, Ángela Figuera Aymerich (1902–1984) se permitió calificar a Dámaso Alonso, el anfitrión, como “ejemplo de intelectual domesticado”. Alonso se abalanzó sobre Ángela y propinó a la mujer un puñetazo en la mandíbula, derribándola y cayendo desplomada al suelo. No sabemos si Guillén vio resumido en aquella brutal escena la representación de las dos Españas, o de la tercera, como ahora se empeñan en decir algunos.

En aquel puñetazo se resumía algo más que el carácter violento de Alonso, exacerbado en cuanto rozaba con el alcohol, en aquella agresión se contenía la frustración de un poeta que, efectivamente, había sido domesticado. Ángela, en cambio, formaba parte de la resistencia, hecha día a día con el silencio, con la poesía y con la conciencia de que en modo alguno los vencidos debían parecerse a los vencedores, rechazando de plano que aquella resistencia tuviera cualquier connotación o acción violenta. Pero en aquel puñetazo estaba también el intento de acallar las voces críticas, que molestaban a algunos intelectuales como Alonso, que se habían quedado en el llamado exilio interior, pero acomodado. Dámaso administró mucho poder y lavó en cierto modo aquella acomodación al nuevo sistema político al publicar en 1944 su libro de poemas “Hijos de la ira”. Podíamos decir que Alonso –que presidió la RAE durante catorce años– no fue una víctima de la guerra civil. Figuera, sí. Figuera había nacido en 1902, cuatro años después de quien le propinó aquel vergonzoso puñetazo. El puñetazo era la prueba de que no todos los intelectuales del exilio interior se comportaron de igual manera.

Y debido a ese comportamiento, unos medraron y otros y otras, como Figuera, construyeron vida y obra en el silencio, “a duras penas y a duras alegrías”. A Figuera, como a su marido, Julio Figuera, se les aplicó la ley de responsabilidades políticas, apartándola de su cargo de profesora de enseñanzas medias. Pasados muchos años logró un puesto de asistente en una biblioteca ambulante que recorría los barrios de Madrid. Alonso, presidía la Real Academia de la Lengua y vestía de chaqué. Y cuando, en 1969, Max Aub vino por vez primera a España, Dámaso Alonso, que actuó como anfitrión, no convocó a Ángela Figuera para encontrarse con Aub, sino a otro poeta vizcaíno, Mario Ángel Marrodán. Aub se llevó de España y de los escritores españoles una pésima impresión. Lo cuenta en su libro “La gallina ciega” (1971). Quiero decir que Alonso siguió teniendo mucho poder, y que enseñó de la realidad española del momento no lo más valioso, sino lo que le servía para salir del paso.

Afortunadamente, la violenta agresión de la que fue objeto Figuera no hizo mella en la escritora, sino que fue acicate para seguir su camino. Cuando se habla de que Figuera no está considerada en la historia cultural del siglo XX como una escritora de la más alta significación tanto literaria como cívica, no sólo es por ser mujer, que también, sino por su conciencia crítica. Y que sus colegas varones no alentaran su conocimiento con una mejor difusión, en el escaso panorama que el régimen político concedía a quienes no se acomodaron, creo que tiene otras causas. La primera, es una cierta envidia, sana e insana –al menos, cierto celo o recelo–, por el hecho de que León Felipe, nada menos que León Felipe, la conciencia de la dignidad intelectual del exilio republicano, eligiera a la escritora vasca como embajadora o mediadora de un mensaje de los “españoles del éxodo y el llanto”, a sus colegas escritores del exilio interior.

En 1958, Ángela Figuera ganó con su libro “Belleza cruel” el premio León Felipe de poesía que otorgaban los exiliados españoles en México. El premio tenía mucho valor, por cuanto, como cierto día me dijo el poeta Francisco Giner de los Ríos (1917–1995), los intelectuales del exilio, sobre todo en México, donde se concentró la mayoría, por desprecio al sistema político derivado de la guerra, llegaron a pensar, de modo equivocado, que todo lo que se escribiera dentro del país no podía ser bueno. “Belleza cruel” les hizo cambiar de opinión. León Felipe, que presidía el jurado que premió a Figuera, hace del prólogo a su libro un altavoz de hermanamiento con los poetas del interior, nombrando a Otero, Celaya, Figuera, incluso a Dámaso Alonso, devolviendo aquella canción que se llevó al partir al exilio, para que el “hermano voraz y vengativo”, Franco, no pudiera recoger la mies. Es un prólogo de entraña, hermanamiento y restauración histórica. Y los poetas del interior, casi todos, como un día me reconoció José Hierro –no quiere decir que él lo sintiera–, sintieron cierto celo de que Figuera hubiera sido la elegida para el envío de una misiva de tanta significación. Figuera, además, era reconocida como gran poeta, era poeta, lo decía nada menos que León Felipe. Y era mujer. Era 1958.

Un año antes, en el París de 1957, Figuera se encontró con Pablo Neruda. Ángela le informó a Neruda, interesado por el discurrir de la vida intelectual y política de España de todo cuanto ella conocía, porque lo había vivido y padecido. Neruda tenía también para con los intelectuales que habían quedado en el interior cierto recelo. De hecho, no quería volver a España, primero también porque tal vez no se lo permitiera el régimen, pero también porque él había roto la relación con los poetas del interior. La escritora vasca, que allí residió algún tiempo en casa del escultor Lobo, otro exiliado, convenció a Neruda para que escribiera una carta a los poetas españoles del interior. Ángela enseñó la carta a alguno de estos poetas en privado y no la podrá publicar hasta que muere Neruda en 1972. Se publica en la revista Triunfo. Figuera nos había enviado dicha carta para su publicación en la revista Kurpil, que publicábamos en San Sebastián, pero la repentina muerte del poeta chileno, y la lenta periodicidad de nuestra revista, aconsejó la publicación en una revista de máxima difusión. La poeta vasca, tanto en 1957, como en 1958, hizo de puente, mediación y acercamiento fraternal entre los poetas de ambos lados de una frontera invisible pero cierta. Sin esa humanidad, ese entendimiento, esa manera de comportarse cívicamente de nuestra escritora, aquellos lazos no se hubieran anudado, enlazado, unido.

Gabriel Aresti consideraba que la poesía de Figuera podía enlazar y convocar a todos los poetas de los años sesenta del siglo pasado en una empresa de renovación cívica. Cuenta Aresti en un poema que dedica a los jóvenes poetas Kepa Enbeita y Joxe Azurmendi, que viven en el convento de Arantzazu, que, como no viera en estos un espíritu decidido, les encomendó la poesía de Figuera.

La poeta vasca era considerada como una voz que enlazaba mundos, en aquel momento el mundo euskaldún y el de los poetas de expresión castellana, como era la poesía de Figuera. A Gabriel Aresti le llega “Belleza cruel” en una fotocopia que le regala Ortiz Alfau. No sabemos en qué modo influye, aunque influye, en su obra poética, pero este libro de Figuera hace que Aresti lo tome como una insignia de lo que está buscando. Así, se lo recomienda a todos, especialmente a los jóvenes poetas de Arantzazu.

En el poema a los dos jóvenes de Arantzazu, publicado en su libro “Euskal harria”, Aresti nos dice: “Cuando conocí el joven Kepa Enbeita, no le encontré mucho parecido con su abuelo. Por ello, le dejé el libro de Ángela Figuera”. Es decir, como Aresti cree que Kepa no se parece a su abuelo bertsolari, le entrega el libro “Belleza cruel”, para que se parezca a su abuelo. Tal era la importancia que la obra de Figuera tenía para Aresti. La invocación de Aresti a Figuera es constante en su obra, así, en el poema “Q”, el más extenso de su libro “Harri eta herri”, poema que dedica a Jorge Oteiza, Aresti se refiere a Ángela como alguien a traer hacia su espíritu, aunque lo que entendía Aresti entonces por espíritu era la militancia política, el deseo de que entre todos conformaran una militancia desde la cultura como resistencia al poder.

Por su parte, Joxe Azurmendi, en un testimonio que recogí de su boca en 1985, nos dice: “La poesía de Ángela –que él tradujo al euskera para leer en Radio San Sebastián– me causó una honda impresión. De algún modo comprendí que su historia personal, su simbología poética, iba paralela a la mía. Mi padre, minero, había muerto joven. Sus imágenes sobre el trigo, los campos, eran para mí la traducción de los frutos sociales del trabajo, y así entendía aquella Figuera poética tan estimable”.

A raíz de ese encuentro con su poesía, Azurmendi sostuvo una relación epistolar con Figuera, así como con Blas de Otero, quien por entonces, asegura Azurmendi, “sólo bebía sidra, alegando que el vino no era bebida de los vascos”. Pero, por encima y al mismo tiempo que este sistema de relaciones, de su papel de mediadora y relatora entre los poetas vascos con Figuera y de Figuera con los poetas del mundo hispano, se aparece la voz de su poesía, retrato de humanidad sintiente y doliente, que se perpetúa.

La voz poética de la bilbaína Ángela Figuera Aymerich (1902-1984) está atravesada por una herida: haber sabido advertir que la belleza es cruel en ocasiones, sobre todo cuando desde la belleza no se advierte el mal del mundo, o se utiliza para esconderlo cobardemente. Ángela Figuera se aplicó a todo lo contrario: decir al mundo que la belleza es cruel si nos distrae o entretiene del camino de la dignidad e, incluso, para advertirle también, desde la poesía, que la belleza desaparece en el momento en que no sentimos la injusticia elemental. Y también nos dijo que la humanidad es esa contradicción de belleza y deterioro, que nos atrapa y nos vigila. Pero Ángela no fue una predicadora o una poeta que se sumó a moda alguna para reclamar la atención: aunque fue vencida por el ángel, en realidad, nunca derrotada, y la rebeldía de su verbo fue bien reconocida por aquella voz de la dignidad en el tiempo de la poesía, León Felipe.

Ángel Figuera Aymerich, poeta de Bilbao, fue puente, mensajera, mediadora y mujer de conciencia. Una suerte de mujer solidaria, que no piensa en su obra sino en la obra de los demás, en los demás, en poner en relación a los demás, como ejercicio de civilidad. Toda su obra es una suerte de puñetazo a la violencia, a la injusticia, al dolor del mundo. Basta con acercarse al volumen de sus Obras completas ( con prólogo de Roberta A. Quance, Hiperión, 1986), para darse de frente con una poesía armónica, crítica, de bello lenguaje, de incisión punzante en el dolor del mundo y sus pobladores, de visión, revisión y estampa de toda la belleza cruel que la vida imprime.

Toda la poesía de Ángela Figuera es una bofetada a la oscuridad de los días, a las heridas del tiempo. Así, en “Belleza cruel”:

Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el miedo al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.
… … …
Que me perdonen todo este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.

 

Cambiamos el año con ellas. con las poetas revolucionarias.

Cambiamos el año con ellas. con las poetas revolucionarias.

Cambiamos el año con ellas.
con las poetas revolucionarias.

Finaliza el año 2021 y nuestra revista se prepara para dar comienzo a un nuevo año de publicaciones con la misma ilusión que cuando empezamos pero con energías renovadas tras comprobar cómo el proyecto Herri se ha consolidado –no sin dificultades- en el panorama de los quioscos de Euskadi y Navarra. Con el respaldo también de contar con un número de suscripciones en aumento que nos animan a seguir con la tarea y los objetivos que desde la redacción nos marcamos cuando empezamos allá por el mes de Junio del año 2019, con aquel monográfico entorno a la figura del histórico dirigente Comunista Vasco Jesús Larrañaga.

Es por eso, por lo que queremos utilizar esta editorial para agradecer a nuestros lectores y lectoras que estén ahí, detrás de la barricada de la lectura comprometida con la transformación revolucionaria de la realidad. Desde la curiosidad por conocer la historia del movimiento comunista y con la convicción de que conocer nuestro pasado es fundamental para nuestra lucha en el Siglo XXI. Agradecerles que estén ahí desde la inquietud de conocer el pensamiento actual de quienes nos organizamos en torno al Partido Comunista y desde la necesidad de concebir la cultura como una herramienta de transformación, tal y como describiera a su propia poesía el camarada Gabriel Celaya, a quién ya dedicamos también un número monográfico en su momento.

Cambiamos de año con un número en torno precisamente a una de las más importantes expresiones culturales a través de la cual se han transmitido las ideas de las y los comunistas vasco -navarros, la poesía. En este caso centrándonos en ellas, en las autoras, mujeres que tanto han aportado y que sin embargo casi siempre han estado relegadas a un segundo plano sin escapar a las consecuencias de una sociedad patriarcal de la que no estamos inmunizados en la tradición comunista y que por supuesto nos afecta a las organizaciones de izquierda y Partidos Comunistas.

El papel y aportación de las poetas sobre las que recorre su trayecto este número de Herri es rico y de un gran valor, tanto en términos estrictamente literarios, como en términos de aportación de ideas de transformación social a través de la cultura. Es un papel que no podíamos dejar pasar mucho más tiempo sin plasmar en las páginas de nuestra revista después de haber publicado aquel número sobre Gabriel Celaya. Por eso hemos decidido que el número dedicado a las poetas sea este, un número importante para la redacción por ser el del cambio de año, tal y como hace un año hiciéramos con un monográfico dedicado en aquella ocasión al propio Lenin.

Con este número además cerramos el año del centenario de nuestro partido, el PCE. Un año en el que se han realizado importantes actos con motivo de ese centenario de un Partido que, sin embargo, ha estado mucho más volcado en la lucha en un momento complejo para el futuro del país -y no nos referimos a la pandemia- que en su propio centenario. Porque el Partido, como la cultura, como las ideas o como el conocimiento de la historia, es y debe ser una herramienta revolucionaria de la clase trabajadora para transformar la sociedad.

Este número de Herri, como siempre, espera ser también una humilde herramienta de transformación social a través de la difusión de las ideas. En ese sentido esperamos que conocer, o reconocer el papel y las aportaciones de las poetas comunistas y su obra precisamente como herramienta de transformación revolucionaria, sea no solo interesante para las y los lectores, sino también de utilidad para el compromiso de ellas y ellos con la transformación de la realidad.