En recuerdo de una niña. (Ana Frank).

“Es un orificio al que ni siquiera con el dedo puedes entrar fácilmente. Eso es todo, y pensar que todo esto juega un papel tan importante”.

Esta es la universal historia escrita entre los trece y los quince años por una adolescente judía que, a falta de amigas en las que confiar, ofreció sus reflexiones a Kitty, su libreta de apuntes: «El diario de Ana Frank».

Los Frank, familia de comerciantes judíos alemanes emigrados a Ámsterdam en 1933, tras la ocupación holandesa por los nazis y ante el temor a ser deportados a campos de concentración, optaron por ocultarse en la trasera de las oficinas donde trabajaba Otto Frank. —‘la Casa de atrás’ la llamaban—. Ocho individuos ocuparon este refugio durante más de dos años; junto a Ana, sus padres y Margot la hermana mayor, otras cuatro personas compartieron habitáculo. Dos largos años en los que se cultivó la esperanza pretendiendo evitar la tragedia. Dos largos años en los que, a través del Diario, apreciamos en Ana Frank la evolución de una niña apenas adolescente, de una niña inquieta e inconformista, reconvertida a fuerza de circunstancias, en una joven reflexiva, madura en sus sentimientos y —siendo esto lo más importante—, libre en sus narraciones. Tras la lectura del libro, de inmediato llegas a la conclusión de que Ana Frank, ensamblada en su adolescencia y atrapada —dadas las circunstancias—, en una convivencia difícil, con la escritura del diario encontró un refugio dentro del refugio. De seguro ella así lo sentía cuando en una de sus primeras redacciones, la del 20 de junio de 1942 (siempre fechaba sus diarios), nos confiesa que… «Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No solo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. El papel es más paciente que los hombres. …/… Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.
Tiempo después, apenas unos meses previos al desmoronamiento del refugio, en 16 de marzo de 1944 escribía en su diario… «Me parece que lo mejor de todo, es que lo que pienso y siento, al menos lo puedo apuntar; si no, me asfixiaría completamente».

Pobre Ana; de no ser por lo trágico de los acontecimientos ocurridos con los alemanes en retirada, con el refugio de ‘La casa de atrás’ denunciado por algún delator, quién sabe cuál habría sido su futuro, hasta donde hubiera llegado su pasión narrativa. No pudo ser, la furia de la locura al igual que a millones de personas, a ella y a su familia las arrastró al inframundo del absurdo. El 4 de agosto de 1944 eran detenidos los ocho refugiados. La familia Frank, tras cuatro días en los calabozos eran trasladados en tren al campo de concentración de ‘Westerbork’; de allí, nuevamente en inhumanos vagones de tren a Auschwitz en Polonia, donde Edith la madre moriría de inanición; Ana y Margot serían deportadas a Bergen-Belsen, allí, en marzo de 1945 —apenas a unos meses del final de la guerra— fallecerían de fiebre tifoidea. Solo Otto Frank sobrevivió a la tragedia. Gracias a él y a que dos amigas de la familia encontraron en ‘la casa de atrás’ los manuscritos de Ana, hoy han llegado a nuestras librerías, a nuestras bibliotecas, a nuestros corazones. La primera edición del Diario está fechada en 1947; el padre de Ana dedicó el resto de su vida a la difusión de un libro que en un principio fue publicado con el título de «La casa de atrás». Hoy se superan los 30.000.000 de libros vendidos. Y, sin embargo, nada de esto sería posible de haber sido diferente el final de la guerra. ‘El diario de Ana Frank’ como tantos y tantos tesoros literarios, o bien estarían perdidos para siempre, o bien sobrevivirían bajo el paraguas de la clandestinidad. Afortunadamente no fue el caso; hoy, salvo alguna excepción que ahora comentaré, gracias entre otros, al testimonio de una niña con ganas de escribir, podemos leer en su diario como era la vida de los judíos en aquellos años previos a la guerra. Ana, el sábado 20 de junio de 1942, apenas unos días del inicio del confinamiento, escribía:
«…se nos privó de muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco en coches particulares; los judíos solo pueden hacer la compra desde las tres hasta las cinco de la tarde; solo pueden ir a una peluquería judía …/… no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido».

Esta última frase «Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido», justifica toda una tesis doctoral sobre lo que representa una dictadura sustentada en el terror. Con su reflexión, el pequeño Jacques nos indica el peligroso camino de la sumisión, ese en el que el miedo puede conducir al individuo a su anulación.

En sus escritos refleja sentimientos muchas veces encontrados acerca de las relaciones familiares, envidia de su hermana Margot por ser ya ‘mujer’. Peter Van Daan, un adolescente de más o menos su edad perteneciente a la otra familia con la que comparten refugio, pasa de ser un ‘niño tonto’ a ser alguien de quien se termina ‘gustando’ y siendo ‘gustada’. Deseosa Ana de declarar sus secretos y sensaciones íntimas en su tránsito hacia lo que ella llama ser mujer, demuestra una libertad de pensamiento, un criterio propio de lo que supone ser mujer en un mundo de hombres, que a su manera y ante su fiel diario, no repara en ambigüedades. Así, observándose su propio cuerpo nos decía:
«De frente, cuando estás de pie, no ves más que pelos. Entre las piernas hay una especie de almohadillas, unos elementos blandos, también con pelo, que cuando estás de pie están cerradas, y no se puede ver lo que hay dentro. Cuando te sientas, se separan, y por dentro tienen un aspecto muy rojo y carnoso, nada bonito. En la parte superior, entre los labios mayores, arriba, hay como un pliegue de la piel, que mirado más detenidamente resulta ser una especie de tubo, y que es el clítoris. Luego vienen los labios menores, que también están pegados uno a otro como si fueran un pliegue. Cuando se abren, dentro hay un bultito carnoso, no más grande que la punta de un dedo. La parte superior es porosa: allí hay unos cuantos orificios por donde sale la orina. La parte inferior parece estar compuesta solo por piel, pero sin embargo allí está la vagina. Está casi toda cubierta de pliegues de la piel, y es muy difícil descubrirla. Es tan tremendamente pequeño el orificio que está debajo, que casi no logro imaginarme cómo un hombre puede entrar ahí, y menos cómo puede salir un niño entero. Es un orificio al que ni siquiera con el dedo puedes entrar fácilmente. Eso es todo, y pensar que todo esto juega un papel tan importante».

Es difícil explicar con más naturalidad, con un sentido más objetivo, las observaciones que sobre su propio cuerpo realizaba Ana Frank, lo mismo podía haber descrito sus codos o rodillas, el color de su pelo, la función de las cejas y las pestañas, recrearse en los dedos de la mano izquierda, o en los orificios de la nariz y las orejas. Es evidente que si optó por lo que optó, debió ser como resultado del factor tabú a que la sociedad nos condiciona al hablar de nuestros aparatos reproductores. No hay en ella ni un ápice de morbosidad, tampoco de ingenuidad, en todo momento y con la consideración de su edad, se aprecia un marcado sentido de reivindicación feminista. En otra ocasión, fechado el 18 de marzo de 1944, tras un debate con los mayores, nos describe su punto de vista acerca de algunos ortodoxos principios del matrimonio:

—(…) y es que temen que los hijos supuestamente ya no vean al matrimonio como algo sagrado e inviolable, si se enteran de que aquello de la inviolabilidad son cuentos chinos en la mayoría de los casos. A mi modo de ver, no está nada mal que un hombre llegue al matrimonio con alguna experiencia previa, porque ¿acaso tiene eso algo que ver con el propio matrimonio?
En sus primeras ediciones, Otto Frank, considerando que algunos de los textos excedían los valores de la época, quizás por pudor, quizás por temor al prestigio de su hija, decidió vetarlos. Más tarde y para ediciones posteriores, serían recuperados. Sin ir más lejos, en EE.UU., aludiendo a contenidos sexuales y en el ámbito educativo, el libro fue prohibido en Virginia y Míchigan.

En su diario, Ana Frank nos ofrece materia en la que reflexionar, lo hace acerca del comportamiento de una chica adolescente sometida a un confinamiento extremo; por supuesto, infinitamente más dramático que el padecido por nosotros en el combate contra el Covid 19 y, del que tanto hemos hablado y más de uno denigrado. En alguno de los textos, además nos aporta motivos para la sonrisa, una sonrisa que en su haber, de seguro, no estaba exenta de ironía. Así, en su diario de fecha 9 de mayo de 1944, apenas unos meses antes del doloroso fallecimiento, escribía lo que dio en llamar ‘el último chiste de Peter Van Daan’:
A raíz de la clase de religión y de la historia de Adán y Eva, un niño de trece años le pregunta a su padre:

—Papá, ¿me podrías decir cómo nací?
—Pues… —le contesta el padre—. La cigüeña te cogió de un charco grande, te dejó en la cama de mamá y le dio un picotazo en la pierna que la hizo sangrar, y tuvo que guardar cama una semana.
Para enterarse de más detalles, el niño fue a preguntarle lo mismo a su madre:
—Mamá, ¿me podrías decir cómo naciste tú y cómo nací yo?
La madre le contó exactamente la misma historia, tras lo cual el niño, para saberlo todo con pelos y señales, acudió igualmente al abuelo:
—Abuelo, ¿me podrías decir cómo naciste tú y cómo nació tu hija?
Y por tercera vez consecutiva, oyó la misma historia.
Ana, por la noche, tras transcribir el relato de su amigo Peter, añadió a su diario: «Después de haber recabado informes muy precisos, cabe concluir que en nuestra familia no ha habido relaciones sexuales durante tres generaciones».

Nunca sabrán las amigas de la familia Frank, las que trasteando entre los muebles abandonados de ‘La casa de atrás’ encontraron y protegieron el manuscrito de Ana —nunca sabrán, digo—, el eterno agradecimiento que el mundo literario e histórico les debe. Nada sería igual si, uno cualquiera de los miembros de la Gestapo, con algo más celo hubiera hurgado en los rincones de la casa. Siguiendo instrucciones del ministro nazi Joseph Goebbels, tan bello documento sería ceniza. La inmortal Ana Frank no existiría. Así, con casuísticas y las más de las veces con abruptos giros, se escribe la Historia de la Literatura. Una parte de la Historia.