Chivato.

A los verdugos se les reconoce siempre.Tienen cara de miedo. —Sartre—

Se han llevado a Nicasio Sacristán a la plaza de toros.
—Mecagüendios.
El Árcangel San Miguel recibe el exabrupto con indolencia, sus ojos de madera ni siquiera esbozan un reproche. Es de noche y ambos se encuentran en la capilla del Patronato, iglesia que con los años será lugar de reunión de asambleas clandestinas de la HOAC (que con el tiempo germinarán en la creación de CCOO). Pero estamos a martes 6 de mayo de 1947 y esa noche la capilla sestaoarra no ofrece otro amparo que el más evidente: ser un escondite.
—Mira —José Luis El Maño le extiende a su compañero un papel de prensa de fecha 3 de mayo—. Lee lo que han escrito sobre nosotros estos fascistas.
Roberto Díaz coge la hoja de El Correo Español – El Pueblo Vasco que se le ofrece. Aunque tiene veintitrés años y los ojos de soldador empiezan a flaquear, Roberto acierta a leer en la semioscuridad: «¡Víctimas siempre de la falta de conciencia de los agitadores profesionales que no dan la cara, atentos a eludir su responsabilidad criminal!». Pero ¿qué acusaciones eran esas? ¿Agitadores profesionales? ¿Criminales ellos? Una rabia intestina cruza el estómago de Roberto. Es verdad que ambos habían secundado la huelga general convocada el 1 de mayo por UGT, ELA-STV y CNT, ¿pero acaso eso les convertía en criminales? ¡Ellos eran trabajadores de la Babcock Wilcox! ¡Caldereros metalúrgicos, carajo!
—Cuentan que Bilbao está tomada por el ejército —añade El Maño con deje cansado—. Y que son tantos los detenidos que han empezado a meterlos en la plaza de toros. Como a Nicasio.
—Hijosdeputa —susurra Roberto.
—También se cuenta que ayer Altos Hornos fue ocupado por la Policía Armada.
La situación, sopesa Roberto, es ciertamente desesperada. Llevan huyendo desde que un par de días antes, el 3 de mayo, desobedecieran la orden de libertad vigilada del Gobernador Civil de Vizcaya, Genaro Riestra. Eso les convertía en fugitivos, en víctimas propiciatorias para las patrullas de falangistas que recorrían la margen izquierda. Es más, a todos los efectos ambos podían considerarse entre los 14.000 despedidos con que se saldó la primera jornada de huelga, edicto franquista mediante. No tenían trabajo, no tenían apoyos y los enemigos se multiplicaban.
—¿Qué podemos hacer? —pregunta Roberto, pero más parece una pregunta retórica.
Roberto se fija en las manos de su amigo, grandes como palas, bruñidas como el metal. Manos de fundición, ardientes, trabajadas. Manos igual que las suyas. Ellos sólo están luchando por unas condiciones de vida más dignas, por enfrentar el hambre, ¿cuándo y cómo se han convertido en delincuentes? Era cuestión de tiempo que fueran apresados, torturados quizá, y ambos lo sabían.
—¿Qué vamos a hacer? Te voy a decir lo que vamos a hacer —en el rictus de El Maño se dibuja una mueca cruel—, así sea lo último que hagamos en vida. Vamos a ir a por El Comadreja.

II.
Roberto y José Luis aprovechan el amanecer para salir del Patronato y subir por Queipo de Llano (calle que la gente sigue llamando Los Baños). Los amaneceres en Sestao son siempre grises —gris metal, gris del cielo, de las nubes amenazando con fría lluvia gris—, y esa mañana de miércoles 7 de mayo de 1947 no es una excepción. El gris no es un color, es la ausencia del mismo, pondera Roberto. Perpetuo gris Sestao.
Así las cosas, lloviznando, la pareja asciende la cuesta que lleva hasta la Gran Vía de Carlos VII. Observan y se sienten observados, vigilantes de que una patrulla de falangistas no aparezca al final de la calle. Eso sería el fin. Pero ahora comparten un objetivo y caminan hacia él con determinación. El Comadreja, de nombre Jesús Carrasco, es el delegado falangista que dio sus nombres cuando empezó la huelga. El chivato. El maldito chivato. Le darán la paliza de su vida.
—Chist, ¡calla! —Roberto le hace un gesto a su compañero—. Rápido, escondámonos.
Veloces como flechas se esconden bajo el balcón de La Galana, al amparo de una sombra, justo a tiempo de ver pasar una patrulla. Sus camisas azules les delatan, falangistas con patente de corso. Un transeúnte se cruza con ellos y los falangistas le gritan «¡Viva Rusia!». Se trata de una provocación, claro; así que el transeúnte agacha la mirada y continúa acobardado su camino, en silencio. Ha hecho bien. Si hubiese respondido al viva, o incluso si hubiera contestado cualquier cosa, le habrían apaleado sin compasión. Pasar inadvertido es el único método de defensa propia en estos días de 1947.
—Malditos sean —musita bajo su barba José Luis El Maño—. ¡Cómo odio a estos sembradores de miedo!
—Guarda tu rabia para El Comadreja —le tranquiliza Roberto con la ligereza de su juventud—. Él pagará por todos.
Dejan transcurrir cinco minutos hasta que abandonan su refugio oscuro del balcón. Cualquier precaución es poca. Aspiran una bocanada de angustia y reparan en que el aire hoy no huele a humo, señal inequívoca del éxito de la huelga. Aunque ésta flaquee, han conseguido detener las perennes fumaradas.
Sin más contratiempos, hisopados bajo el sirimiri, consiguen alcanzar el caserío Landa y de ahí a la pequeña casa de El Maño donde confían no les hayan ido a buscar. De todas formas no van a perder más de diez minutos, otro curso de acción sería insensato. Comer algo de pan, hacerse con cuchillos de cocina y salir de nuevo. Ese es el plan. Pero están a puntos de abandonar la casa cuando llaman a la puerta.
—¡Silencio! —ordena Roberto—. Puede ser la Guardia Civil. O los falangistas.
Una calma tensa, como si la realidad se filtrara a través de una gasa, flota en ese momento. Les resulta sencillo imaginar su futuro cercano, siendo detenidos, arrastrados, golpeados hasta la extenuación. Un futuro cercano de dolor y sangre. ¡Pom, pom!, alguien vuelve a golpear la puerta. Los aldabazos son el sonido del terror.
—¿José Luis? —al otro lado de la puerta alguien pronuncia su nombre—. Soy yo, Ernesto. Tu primo.
Ambos respiran aliviados, soltando todo el aire de su pecho. Ernesto es un amigo y compañero, trabajador de La Naval. Le hacían detenido desde el principio de la huelga, no obstante ahí está. Abren la puerta con sigilo y le hacen pasar.
—Ernesto, mecagonlaleche —le dice José Luis—, ¡qué miedo nos has hecho pasar!
—No es para menos, ¿no os habéis enterado? —informa Ernesto—. En Bergara han asesinado a un sindicalista. Un tal Unzurrunzaga, apodado Xabale. Un suicidio, han dicho. Ya sabéis, un suicidio de los que estos son expertos.
—Asesinos —define Roberto.
—Hijosdeputa.—concreta El Maño.
—Por lo demás —prosigue Ernesto—, la Papelera de Arrigorriaga se ha sumado a la huelga. También los panaderos. Pero cuanta más gente se suma, tanto más aumenta la represión. Dicen que hay más de 5.000 trabajadores retenidos en la plaza de toros.
—Ayer detuvieron a Nicasio y lo llevaron allá —interviene Roberto—. Pronto no será suficientemente grande para contener a todos.
—Cuando eso ocurra, no tengas dudas de que comenzarán a tirar gente a la ría —apostilla José Luis—. Esta gente no tiene madre.
Un silencio pesado cae sobre los tres. No tienen duda de que así ocurrirá si llega el caso.
—¿Y vosotros qué hacéis aquí? —inquiere Ernesto—. No es lugar seguro.
Roberto y José Luis se escrutan, dudando si hacer partícipe a Ernesto de su plan. No es un tema de desconfianza, sino de precaución. Ernesto luchó en la guerra civil y acabó confinado en el campo de concentración de Buchenwald, donde le marcaron con un triángulo rojo invertido, identificativo de comunista. Sobrevivió de milagro. No, absolutamente ninguna suspicacia hacia el camarada Ernesto. Pero cuanto menos sepa, mejor para él.
—Hemos venido a recoger algunas cosas —explica Roberto de forma inespecífica —. Nos íbamos ya.
Ernesto mira el rostro desencajado de sus amigos, la gravedad de su gesto. Y entiende. A menudo hay silencios más elocuentes que las palabras.
—Tened cuidado —es capaz de decir.
Se despiden con un abrazo y salen de la casa; Ernesto por un lado y Roberto y José Luis por otro, hacia el Valle de Trápaga, donde habita El Comadreja. Con la determinación de los homicidas, caminan. Como estantiguas justicieras descienden por los terrenos de Galindo, sosteniendo sus armas mientras atraviesan la rivera pantanosa, los barrizales de óxido. Sus dientes son de caimán.

III.
Cerca del Palacio Olaso. Es la madrugada del 7 de mayo de 1947 y sobre el Valle de Trápaga cae una pátina oscura, desdibujando los edificios, confiriendo al conjunto alma de daguerrotipo. Roberto y El Maño se han escondido en las huertas lixiviadas de Elguero, esperando la noche, y la humedad se les ha metido en los huesos. Tienen frío y están hambrientos. Por la mente de Roberto cruza un recuerdo de su padre, que formó parte de las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) y falleció en la guerra. José Luis El Maño tiene cuarenta y tres años y también piensa en la guerra, pero en primera persona: él estuvo en la batalla de Belchite y no le gusta hablar de ello
Son poco antes de las dos de la madrugada cuando escuchan el tintineo de una bicicleta, su soniquete metálico rompiendo la paz de esa hora. Jesús Carrasco, El Comadreja, no tiene otro vicio conocido que las dos ruedas. Las dos ruedas y la delación. Al final aparece por la esquina.
—Se creerá Gino Bartali, el mamón —escupe Roberto.
El Comadreja desciende de la bicicleta y saca las llaves de su casa. A pesar de la escasez de luz, el azul de su camisa brilla con el color de la vileza. Azul falangista, azul sangre. El azul abismo de la maldad.
—Como grites, te clavo esto en el pulmón —José Luis El Maño ha salido sigiloso de su escondrijo y apoya un punzón sobre la espalda del chivato—. Como hay puto Dios que te lo clavo.
—Vamos, adentro —ordena Roberto.
Las gigantescas manos de José Luis sostienen el punzón con fuerza, atravesando la ropa de El Comadreja, que obedece y calla. El rostro del chivato se muestra lívido, ajeno a cualquier otra expresión que no sea el terror. Es curioso, reflexiona Roberto, seguramente ha pasado el día repartiendo el mismo miedo, disfrutando del poder que le da atacar en grupo. Pero en soledad sólo es un cobarde más. Un mierda cobarde más.
Con el arma entibada tras su hígado, acceden a la vivienda del chivato. La casa de El Comadreja, observan, no es mucho mejor que la suya, no muestra la prosperidad que cabría esperar de una alimaña delatora. Las paredes muestran desconchados como una piel que se despellejase. Por todas partes hay repartida suciedad, mugre en tal cantidad que la estancia posee un efecto emético, esto es, da verdadero asco. El Comadreja es un animal, concluyen, y vive como tal.
—Esperad… esperad… —espesos churretones de sudor caen desde el pelo aceitado del del chivato—. Antes de hacer nada, escuchadme. Os puedo ofrecer un trato. Un buen trato. Hablemos.
—¿Hablar? —con severidad la voz de José Luis rompe la noche—. Con los fascistas no se puede hablar, hay que combatiros a hostias.
Pero El Comadreja no escucha y les tiende un papel. Se trata de un papel manoseado con membrete oficial del Régimen.
—Leed, leed lo que pone—les insta el chivato—. Se ha hablado con el subsecretario de industria y antiguo director de AHV, Eduardo Mellero. Tiene la orden de no negociar con huelguistas. Franco no negocia.
Roberto y El Maño leen la orden ministerial y en su cara se dibuja algo parecido al desánimo. El Comadreja continúa:
—Además, internacionalmente no tenéis apoyos. Me consta de buenas fuentes que José Antonio Aguirre va a desconvocar oficialmente la huelga en un par de días. El PNV ordena la rendición desde el exilio, aparecerá en el Euzko Deya. Se acabó.
Si eso era cierto, el cinturón industrial de la Ría del Nervión estaba perdido y la huelga habría sido un fracaso. Sin embargo, a la mente de ambos viene entonces el momento de la asamblea del 30 de Abril, en la Babcock Wilcox. José Luis El Maño había estado entre las voces cantantes y en un momento dado la juventud entusiasta de Roberto había levantado el brazo de su amigo y proclamado: «¡Abriremos la cabeza de los esquiroles!». Eso les puso en la picota. El Comadreja no necesitó más para señalarles como instigadores. Al día siguiente fueron despedidos.
—La huelga quizá habrá sido un fracaso —Roberto arruga con rabia el papel ministerial—, pero tú pagarás por todos.
—Pero, ¿no entendéis? —El Comadreja junta las manos en señal suplicante, agrandando sus ojos de topo—. Ahora mismo soy vuestra mejor opción. Puedo conseguir que os readmitan en la fábrica. ¡Que os readmitan a los dos! Y prometo no contar nada de esta noche.
Durante una fracción de segundo, ambos sopesan la oferta del chivato. Pero, ¿acaso alguien se puede fiar de un delator? ¿De un falangista? ¿De una rata? Sin mediar palabra, la mano gigante de El Maño impacta contra el estómago del chivato. Un golpe seco, demoledor, del mismo mineral de hierro que esa mano trabaja a diario.
— ¡Chivato! —y escupe al suelo.
Jesús Carrasco, El Comadreja, cae al entarimado. Sus brazos se retraen y parecen los de un tullido. Se dobla de dolor y gimotea lastimeramente.
—Mira, se ha meado —señala Roberto.
Es cierto, un olor amoniacal invade la estancia y un surco oscuro se dibuja en la pernera del chivato. Pero algo resulta anormal en sus movimientos: El Comadreja ha comenzado a convulsionarse. Se golpea la cabeza contra el suelo a la vez que violentos espasmos le recorren el cuerpo.
—Hostia, le está dando un ataque. ¡Qué fuerte le has pegado!
— Sólo ha sido un puñetazo —se excusa El Maño.
Pero el organismo del chivato no escucha y sigue con su baile enérgico, las cuencas de sus ojos blanqueándose, su lengua retrocediendo hasta la tráquea, bloqueando el aire que debería entrar por su garganta. Todo sucede muy rápido, en segundos el rostro de El Comadreja torna de un color rojo cereza, sus facciones desencajadas, su nariz rezumando una mucosidad gelatinosa. Roberto y José Luis contemplan la escena sin atreverse a intervenir; además, si piden ayuda, ¿cómo explicar qué hacían a esa hora en casa del delegado falangista?
La agonía se prolonga un par de minutos hasta que en un momento dado el cuerpo del chivato se detiene. Deja de moverse. Del todo. Un hilo de saliva fluye de esa boca antes delatora. Su pelo lardoso cae ahora exangüe.
—¿Está muerto? —pregunta Roberto, sus ojos dejando entrever el terror por lo observado.
—Sí —El Maño se ha agachado y toma el pulso en el cuello—. Mecagondios, si casi no lo he tocado.
Roberto se echa a llorar. Sus veintitrés años fantasean con acusaciones de asesinato y el garrote vil. Su juventud nunca ha visto tan cerca la muerte.
—Nosotros sólo queríamos asustarlo, darle una lección, ¿verdad, José Luis?
—Se ha muerto de miedo, no le des más vueltas —su amigo se inclina hacia él y lo arrastra hacia el exterior—. Vamos, Roberto, salgamos. Es mejor que marchemos de este lugar cuanto antes.
La noche cerrada de Trápaga les recibe como una placenta acogedora. La oscuridad es su amiga, oh, brillante calígine que les ampara y les oculta mientras huyen, corriendo entre huertas, dejando atrás el cadáver del chivato.
—Nosotros no somos asesinos, ¿verdad, José Luis? —Roberto no se cansa de preguntar—. No lo somos, ¿verdad, maño?

IV.
La arena se mezcla con la desesperanza sobre el coso bilbaíno. Se estima que, a falta de un lugar mejor donde retenerlos, son más de 6.000 los huelguistas confinados en la plaza de toros de Vista Alegre. Roberto y El Maño llevan en ella desde ayer, 9 de mayo, cuando se entregaron a las autoridades. Han dormido al raso, sobre el hormigón, y están exhaustos.
—¡Roberto! ¡Maño! —a mediodía alguien les saluda entre la marea humana.
Delante de ellos aparece Nicasio Sacristán, sonriente, sus brazos fraternalmente abiertos. José Luis le abraza con efusividad; Roberto le da la mano, pero esta cuelga blanda. Roberto muestra un semblante triste, lleva varios días sin dormir.
—Esto ha terminado, amigos míos —les informa Nicasio—. En Radio Euskadi no dejan de emitir el comunicado de José Antonio Aguirre. En nombre del Consejo de la Resistencia y de las tres organizaciones sindicales, el Gobierno Vasco pide que nos reincorporemos al trabajo.
—¿Reincorporarnos al trabajo? —pregunta El Maño—. ¿Cómo?
—Se habla de solicitudes individuales de readmisión —comenta Nicasio—. Cada trabajador ha de solicitar su incorporación y será la empresa quien decida. Pero se da por hecho que perderemos la antigüedad. Es su manera de hacernos saber que hemos sido derrotados.
Definitivamente, la huelga había sido un fracaso. Ningún objetivo había sido conseguido, más allá de cierta repercusión internacional. Pero a efectos prácticos, los trabajadores del metal estaban peor que antes de empezarla.
— De lo malo —sonríe Nicasio—, también se rumorea que a ese compañero falangista vuestro, Carrasco, lo han encontrado muerto en su casa.
— ¿Muerto? ¿Cómo que muerto? —le interpela Roberto sin intentar ocultar su nerviosismo.
— Un cólico miserere, que sé yo —se burla Nicasio—. Le debió pegar un ataque. Lo mismo da, un fascista menos.
Roberto agacha la mirada y densas lágrimas de drupa, incontinentes como calamocos, se descuelgan desde sus ojos. La tensión acumulada en los últimos días ha sido brutal. El miedo. La incansable culpa.
—Tranquilo —El Maño cruza una mano por el hombro de su amigo, intentando tranquilizarle—. No pasa nada, tranquilo.
Una idea fugaz cruza la mente de José Luis: quizá dentro de décadas la huelga será recordada como un acto de resistencia y dignidad, pero esa mañana de 10 de mayo de 1947 la huelga es lo más parecido a un naufragio. Por lo que a él respecta, lo único bueno que sacaba de ella era la muerte de El Comadreja. Joder, qué coño, sólo por ver la lengua fuera del chivato, sus ojos de pescado muerto, ya había valido la pena.
Sin mucho más de que hablar, se despiden de Nicasio y aguardan sobre el tendido. Al igual que ellos, los miles de huelguistas conforman una tropa desmoralizada. Trabajadores de Altos Hornos, de Euskalduna, de La Naval, de Aurrera, de Basconia, todos vencidos. Nadie se ha preocupado en días de darles de comer, así que están cansados y famélicos. Sobre el graderío se suceden los cuerpos tumbados, exánimes. José Luis El Maño dedica las horas a mirar con aburrimiento un punto en el infinito. Por su parte, Roberto entrelaza sus manos en contracciones repetitivas, sistemáticas, definitivamente histéricas, los músculos de su cuello tensos como cadenas de Vicinay.
— Voy a mear —anuncia Roberto en un momento dado.
Pero cuando vuelve, no regresa solo. José Luis, estupefacto, le ve llegar acompañado de dos guardiaciviles que le escoltan. Roberto gimotea como un niño, de una forma patética e inconsolable, pero aun con los ojos anegados, levanta el brazo y señala a El Maño en presencia de los verdes. Es un gesto sencillo realizado con el dedo, pero cargado de un significado macabro. José Luis comprende, al igual que comprenden todos los que presencian lo que acontece. ¿Quieres hacer daño a un hombre? Es sencillo, clávale un puñal y consigue que la empuñadura la sostenga su mejor amigo.
— ¡Chivato! —grita alguien a espaldas los guardiaciviles.

No hay nada que hacer. Sin oponer resistencia, los dos guardiaciviles levantan a El Maño y lo conducen a través del patio de arrastre. José Luis intenta cruzar la mirada con Roberto, mirarle a los ojos, escrutar algún gesto de vergüenza en su semblante traicionero, pero este humilla la cabeza avergonzado. Al contemplar la escena, resulta inevitable no pensar en El Maño como en un toro camino al desolladero.
Los guardiaciviles se van y Roberto queda en el centro de la plaza. Rodeado de gente y sin embargo solo. El desprecio que experimenta, autodesprecio en gran medida, no le abandonará nunca.
A José Luis El Maño nadie le volverá a ver. Jamás. Ni vivo ni muerto.

V.
La margen izquierda regresa a su cansancio ferruginoso, a su vivir atabacado. Las chimeneas de Sestao, Baracaldo, Ortuella, Bilbao, pertinaz, indestructiblemente, vuelven a respirar triste ceniza cris. La contaminación recupera su aliento. 12 de mayo de 1947 y los mandos franquistas hacen público el siguiente texto:
“Ante la inexactitud de las informaciones esparcidas por las radios extranjeras a propósito de los conflictos de Bilbao y de Guipúzcoa, la Dirección General de Seguridad comunica que, tanto en Bilbao corno en Guipúzcoa, todos los obreros han reanudado el trabajo sin el menor incidente. La situación en todo el País es absolutamente normal.”
La situación en todo el país es absolutamente normal, aseguran; y no mienten. Nada ha cambiado. Las fábricas vuelven a humear, los trabajadores a trabajar y los falangistas a su siniestra y metódica labor. Obediente, el dinero continúa al lado del dictador —situación, que perdurará décadas, incluso muerto el caudillo—, y la sensación compartida es que la huelga general no ha servido para nada.
El mundo gira y sobre el mundo hay un nuevo chivato.
Absolutamente normal.