Las petroleuses, las incendiarias.

Las petroleuses, las incendiarias.

Las petroleuses, las incendiarias

Una experiencia revolucionaria en la que, por primera vez, la mujer actuó en
plano de igualdad con el hombre.

Tras la derrota comunera, haciendo gala de aquella sentencia de que la historia la escriben los vencedores, éstos, los versalleses, la reacción, divulgó una imagen tenebrosa del las mujeres de la Comuna. Unos retratos de los que se imprimieron incluso tarjetas postales, pintándolas de manera horrible, llenas de odio, sanguinarias, feroces, fanáticas dispuestas a quemarlo todo en los últimos días de la Comuna. Una metáfora que hizo mella en los historiadores más perezosos y dóciles, que ayudaron con sus textos a abundar en ella. Sin embargo, en los juicios realizados por las autoridades de Versalles, ninguna mujer comunera fue condenada como incendiaria.

En esa experiencia revolucionaria, por primera vez, la mujer actuó en plano de igualdad con el hombre. Por primera vez interviene activa y masivamente en la vida política y económica, discute de igual a igual en los Comités, las reuniones, participa en el combate, en las barricadas. Es conocido el ejemplo de Louise Michel, pero junto a ella, actuaron otras mujeres, no solas sino organizadas, y, en ese contexto de participación y efervescencia femenina, fueron dos las organizaciones de mujeres que desempeñaron un papel predominante en la Comuna: el Comité de Supervisión de Montmartre, de orientación blanquista, y la Unión de Mujeres para la Defensa de París y Socorro a los Heridos, de orientación marxista. La Unión, cuyos principios reflejaban la perspectiva revolucionaria del ala marxista de la I Internacional, se reveló como la más importante formación femenina, agrupando a más de seis mil mujeres. Se destacó no sólo por su importancia numérica, sino también por su funcionamiento muy riguroso y al mismo tiempo muy democrático. Fue capaz de guiar y organizar el profundo fermento popular entre las mujeres y fue el eslabón entre las mujeres de la ciudad y el gobierno de la Comuna. Ningún otro grupo tuvo una influencia tan extendida en toda la ciudad y tan duradera, desde su fundación hasta la caída de la Comuna en las barricadas.

La comisión ejecutiva de la Unión de Mujeres está compuesta por cuatro obreras (Nathalie Lemel, Blanche Lefèvre, Marie Leloup y Aline Jacquier) y tres mujeres sin profesión (Elisabeth Dmitrieff, Aglaé Jarry, Thérèse Colin). En la práctica, las dos grandes impulsoras de la comisión fueron Nathalie Lemel y Elisabeth Dmitrieff.

Elizaveta Loukinitcha Kouceleva nace el 1 de noviembre de 1851 en una familia noble rusa. Recibe una buena educación y habla varios idiomas. Vive en San Petersburgo, donde milita en los círculos socialistas desde muy joven, soñando con la unión de la emancipación social y de las mujeres. Se casa con el coronel Tumanovski, lo que facilita sus viajes, y en 1868 emigra a Suiza, participando en la fundación de la sección rusa de la Internacional. Delegada rusa en Londres, en 1870, frecuenta la familia de Marx y a sus colaboradores más próximos, como Engels. Marx está empeñado en aprender la lengua rusa, para conocer mejor las experiencias de la comuna rural rusa, y Elizaveta, en sus largas conversaciones, le ayuda. Elizaveta permanece tres meses en Londres, en los que participa en numerosas reuniones de la Internacional.

En marzo de 1871, tras la insurrección, Marx la envía a París para que sea la corresponsal en los acontecimientos de la Comuna, como representante del Consejo General de la Internacional. Es algo más que corresponsal, actuando bajo el seudónimo de Dmitrieff, crea la Unión de Mujeres: forma parte del comité ejecutivo de la Unión y es la ideóloga de un plan de reorganización del trabajo femenino, que solo pudo ser parcialmente desarrollado. Su acción es tan incisiva que una disposición del comité central de la organización femenina le concede la ciudadanía parisina, aguardando que la futura República le reconozca el título de ciudadana de la humanidad.

Tras luchar valientemente con armas en la llamada semana sangrienta, consigue escapar de París, refugiándo-se primero en Ginebra y volviendo luego a Rusia. En París es condenada en rebeldía a la deportación, en una prisión fortificada, por el Consejo de Guerra del 26 de octubre de 1872. En 1880 fue amnistiada. Entre 1900 y 1902 se muda para Moscú y, donde muere en 1918.

Nathalie Duval, 1827, hace sus primeros estudios en Brest, donde sus padres dirigían un café. Desde los 12 años trabaja como obrera encuadernadora. En 1845 se casa con un colega, Jérome Lemel, con quien tiene tres hijos. La familia se traslada a París en busca de nuevas oportunidades de trabajo. En la capital, Nathalie sigue trabajando como encuadernadora y participa de las huelgas que en 1864 agitaron su gremio. Forma parte del comité de huelga que exigía paridad de salarios para las mujeres y hombres; y es fichada por la policía. En 1865 se juntó a la Internacional. En 1868, después de dejar al marido, funda con otras mujeres una asociación que se ocupa de la entrada de alimentos para los más necesitados.

Durante la Comuna funda y dirige la “Unión de Mujeres para la Defensa de París y el Socorro a los Heridos”, con Elisabeth Dmitrieff. Cuando las tropas de Versalles entran en París, ella lucha en las barricadas al frente de un batallón de cerca de cincuenta mujeres, que levantan la barricada de la Place Pigalle izando sobre ella una bandera roja.

Detenida el 21 de junio de 1871, es condenada a la deportación, en una fortaleza, en Nueva Caledonia, en el Consejo de Guerra del 10 de setiembre de 1872. El 24 de agosto de 1873 embarca en el buque Virginie rumbo a su deportación, adonde llega el 14 de setiembre. Durante el trayecto, amenaza con saltar al mar si se mantiene el encierro de hombres y mujeres separados, y consigue que su encierro sea en común. Durante su prisión, su nombre aparece frecuentemente en la lista de prisioneros sujetos a sanciones, demostrando que su espíritu indomable no se doblega nunca. En las nuevas tierras se solidariza con los Kanaki, que en 1878 se revelan contra los colonizadores franceses.

Regresa a París tras la amnistía de 1880, y consigue un empleo en el periódico L’Intransigeant. Los últimos años de su vida los pasó en la pobreza y, quedándose ciega, fue acogida, en 1915, en el asilo de Ivry, donde falleció en 1921.

 

La comuna entre nosotros

La comuna entre nosotros

La comuna entre nosotros.

 ¿Quiénes fueron Wroblewski y Dombrowski? Por: Aitziber Larrañaga.

La Guerra Civil fue seguramente el momento histórico en el que más gentes de nuestro país, gentes del pueblo, no intelectuales, estudiosos, o revolucionarios avezados, tuvo conocimiento de la Comuna de París. Sucede en las revoluciones que el tiempo se comprime, y en poco espacio ocurren muchas cosas, produciéndose una catarsis de sueños, conciencia y determinación que expanden el momento histórico a otro estadio de avance social. Eso ocurrió en nuestra contienda, que fue una guerra y también una revolución. Y por esa aceleración social, las calles, las plazas, los batallones republicanos, adoptaron nombres de insignes revolucionarios, Marx, Lenin, de otros grandes personajes de la lucha que aparecían de pronto en el imaginario popular, Rosa Luxemburgo, Karl Liebneckt, Dombrowski y Wroblewski. Es probable que la mayoría no supiera quiénes eran estas dos últimas personas hasta que vieron a los combatientes internacionales encuadrados en unidades que llevaban su nombre. Si aquella guerra se hubiera ganado, quizá estarían más presentes en nuestra vida, darían su nombre a calles o plazas; como se perdió y la ola revisionista derechista intenta eclipsar nuestra memoria, debemos recordarlos.

El 28 de agosto 1936, el grupo polaco de “los 9”, todos comunistas y obreros en Francia, que había partido voluntariamente para luchar en España, alcanza Irún.Son: Fran Palka, Antoni Walota, Feliks Kosinski, Pawel Iwanowicz, Stanislaw Broszko, Bronislaw Blaszka, León Baum, Roman Wozniak, y Roman Wersual, a los que se unen el también polaco Joseph Epstein, y León Jampolski, de Besarabia. En Paris, antes de partir, el grupo se da el nombre de Wroblewski,.

León Baum cae muerto en combate el 24 de agosto, en el Hospital de Irún, el antiguo Centro Navarro de Fuenterrabía, por herida de arma de fuego en cavidad abdominal, como dirá la certificación facultativa. También muere otro polaco en Irún, Abram Gotinski, que ha llegado por otra vía, desde Bélgica, junto a otros polacos también exiliados allí, junto a su amiga Esther Zylberberg, Estoucha, judía como él, y con quien comparte estudios de medicina. El resto de sus compañeros sobrevivirán a la batalla de Irún, y, tras la derrota, pueden huir a Francia en una lancha motora con la que llegan al puerto de San Juan de Luz. Allí son desarmados por la policía y conducidos a Hendaye, donde son agrupados los republicanos. Se escapan del campo de Hendaye y consiguen entrar de nuevo en España por Cataluña, dirigiéndose a Barcelona. Son cinco los miembros del grupo del llamado grupo de “los 9”, los Wroblewski que se presentan en el Cuartel Carlos Marx de la Ciudadela, donde se juntan con otros compatriotas voluntarios polacos para formar el grupo “de los treinta y seis”, germen de la futuro batallón Dombrowski, y, posteriormente, de la famosa Brigada Internacional Dombrowski. En Polonia, a todos los que vinieron con las Brigadas Internacionales, les llaman los “Dombrosianos”. Ahora, precisamente, se libra una batalla civil en muchas ciudades polacas, donde tienen dedicadas plazas y calles, para defender su nombre, que las autoridades derechistas del país quieren eliminar.
¿Y quiénes fueron realmente Wroblewski y Dombrowski?
Walery Wroblewski nació en Zoludek, en Polonia, en 1836, en el seno de una familia de la aristocracia polaca. Estudió en el liceo de Vilnius, y luego en el Instituto de guardabosques militares, en San Petersburgo, Rusia, cuando Polonia formaba parte del imperio ruso. Encabezó la insurrección polaca de 1863, como jefe de los insurgentes en la provincia de Grodno, que encuadran un ejército de sublevados de 6.000 personas., consiguió notables victorias frente a las tropas zaristas, liberando amplios territorios, y fue nombrado gobernador militar de la región liberada de Lublin. Herido gravemente, tras la derrota insurreccional, en 1864, se exilió en París, donde se agrupa en la Unión de Demócratas Polacos. Trabaja como maquetador de imprenta. Vive en la miseria, no le alcanza para pagar los 20 francos de alquiler de su habitación en la rue Boursault 15. Eran tantos polacos en Paris que, en septiembre de 1870 Wroblewski hace la propuesta de la formación de una legión polaca para defender París del asedio de los prusianos, rechazada por el Gobierno. Para no permanecer pasivo, ingresa en la Guardia Nacional.
Tras la sublevación del 18 de marzo de 1871, el Consejo de la Comuna nombra a Wroblewski comandante de todas las fortificaciones. En el curso de la lucha, es elevado al grado de general, y encargado de la tercera armada federada defendiendo el sur de París. Se distingue por sus cualidades de estratega. Durante la llamada semana sangrienta, con 4.000 personas a su mando, muchos muy jóvenes, poco disciplinados pero intrépidos, rechaza cuatro veces el asalto de los versalleses mucho mejor armados. Cuando cae la defensa, Wroblewski no se rinde, y con un millar de soldados y algunos cañones consigue establecer otro punto de resistencia. Muerto Dombrowski, es propuesto como comandante general de la Comuna, pero lo rechaza, dadas las pocos unidades que quedaban, prefiriendo combatir hasta el final como un soldado más hasta la última posición comunera, el muro de los federados en el cementerio Père Lachaise. Tras la derrota consigue huir, se refugia en Château d’Eau, donde un civil lo esconde en su casa y le camufla. Un mes después escapa a Bélgica y luego a Inglaterra. El 17º Consejo de Guerra del 30 de agosto de 1782, en su ausencia, le condena a muerte. En Londres frecuenta a Marx y Engels. Vive en Islington, 40, Colebrook Row, y abre una pequeña imprenta. Se incorpora al Consejo General de la AIT (Asociación Internacional de los Trabajadores), la I Internacional, siendo su secretario para Polonia. Vive una existencia muy difícil en Londres, y goza de la estima de los Marx, como lo indica Jenny, esposa de Marx, en una carta a Sorge.”Wroblewski…haría hecho mejor si hubiera partido a Turquía hace tiempo, la miseria y sus heridas, le hacen aquí la existencia muy dura. Sería una pena que no encontrara una actividad conveniente. Es una cabeza verdaderamente genial y un bravo muchacho”.

 

Regresó a Francia después de la amnistía de 1880, y en 1895 participa en la creación de la Unión de Socialistas Polacos, Trabaja como impresor, y vive muy modestamente, hasta que, enfermo, en 1900, debe cesar toda actividad. Falleció en Ouarville (Eure-et-Loir) el 5 de agosto de 1908. El 16 de agosto en su funeral, miles de personas, agrupaciones, asociaciones, siguen el convoy con banderolas rojas, desde la estación de Orleans al cementerio Pêre Lachaise, donde es enterrado junto a la 76 división comunera, cerca del muro de los federados.

Jaroslaw Dombrowski nace el 13 de abril de 1836 en Zytomierz, Polonia entonces dentro del imperio zarista. A los nueve años se queda huérfano, y estudia interno en la selecta escuela miliar de Brest-Litovsk, de donde pasa a la escuela de cadetes de San Petersburgo, de donde sale a los 17 años con el grado de aspirante de artillería, un rango por encima de sargento y por debajo de teniente. En 1859 ingresa en la Academia militar, ascendiendo al grado de capitán, siendo enviado a la guarnición de Varsovia, en 1862. Allí contacta con las organizaciones patriotas, y es nombrado jefe militar de la organización clandestina Comité de la Ciudad (Komitet Miejski) que prepara acciones insurreccionales, y que se transforma en Comité Central Nacional, en el que Dombrowski se alinea en la fracción izquierdista, denominada los Rojos., que añaden la abolición de la servidumbre y la reforma agraria a la causa de la independencia de Polonia. Es detenido en agosto de 1862, así que está prisión durante la insurrección de 1863. Es condenado a muerte. Tras dos años de cárcel, le conmutan la pena por la de 15 años de trabajos forzados y le envían a Siberia. Consigue evadirse durante el trayecto, y huye al extranjero a través de Suecia, llegando a París en 1865. En la capital francesa se relaciona con los internacionalistas, con Varlín, Delesclize, y Vermorel, haciendo llegar al seno de la Internacional la causa de los patriotas polacos antizaristas. Es elegido dirigente en la Central de la emigración polaca. Vive en Batignoles, rue Nollet 96, después en rue Ravin 45. Participa en la Guardia Nacional. Tras la insurrección, la Comisión ejecutiva de la Comuna, le nombra comandante en jefe del ejército de la Comuna de París reemplazando a Bergeret. El ministro de la guerra de la Comuna, Rossel, transmite la siguiente estructura bajo su mando: él, Dombrowski, se encargará de las operaciones en la Rive droite del Sena; el general Wroblewski comandará el ala izquierda; y el general La Cécilia el centro, entre el Sena y la Rive gauche. Es herido mortalmente el 23 de mayo en la barricada de la calle Myrha, XVIII arrondisement, y muere en el hospital Lariboisère. Su cadáver fue vestido con el uniforme, cubierto por una bandera roja, y enterrado el día 24 de mayo en una tumba del cementerio Père Lachaise. El 18 de febrero de 1879 el propietario de la tumba hizo trasladar los restos al cementerio de Ivry, y en noviembre de 1884, la fosa donde reposaba el ataúd fue desalojada, y nadie sabe dónde reposan los restos del general jefe de la Comuna.

Descubrir a Leo Frankel

Descubrir a Leo Frankel

Descubrir a Leo Frankel

 “No fue una revolución más, añadida a tantas otras, fue esencialmente una revolución nueva, nueva en el objetivo que pretendía alcanzar, nueva porque era una revolución obrera“.

El desconocido Leo Frankel y sus compañeros de la Internacional, nos muestran una rendija secreta para observar la Comuna, que nos permite entrever no sólo lo que fue, sino también lo que podría haber sido. Sus posiciones, sus acciones, apuestan por las posibilidades del momento revolucionario, por un futuro emancipador. Lejos de una narración que forma parte de la leyenda o de la construcción del mito, sino, al contrario, nos hablan de las posibilidades de la Comuna, de sus potencialidades, y eso nos ayuda a traer esa experiencia al presente, dándole su verdadero interés histórico.

Leo Frankel nace en Budapest, en 1844. Se traslada muy joven a Alemania, donde trabaja de orfebre y colabora en publicaciones socialistas con Ferdinand Lassalle. En 1867 marcha a Francia; donde se integra en la Primera Internacional, de la que funda una sección en Lyon. Su vida entre países le enseña que las injusticias que sufren los trabajadores no están circunscritas por las fronteras nacionales. En 1870 es detenido en París por sus actividades políticas, en el curso de un tercer proceso a la Internacional (la AIT) El 2 de julio de 1870 declara con sarcasmo ante el tribunal: “los capitalistas, con motivo de una huelga desatada por sus ávidas pretensiones, son los primeros en acusar a la Internacional de todos los males, pero yo no veo en eso nada asombroso”. Y concluye. “La Internacional no tiene como fin un aumento del salario, sino la abolición completa del asalariado, que es una esclavitud disfrazada”. Su defensa impresionó a Marx y Engels. Frankel fue condenado a una pena de prisión leve. Apenas estalló la guerra entre Francia y Prusia, la Internacional publicó en París un manifiesto, firmado por Frankel, contra la guerra y a favor de la solidaridad internacionalista. Los socialistas internacionalistas eran conscientes de una ley inviolable: si la barbarie bélica puede a veces hacer nacer revoluciones, a la inversa, la dinámica revolucionaria es siempre sofocada por la guerra.
Tras la insurrección de París, durante las elecciones del 26 de marzo de 1871, Leo Frankel es elegido, a sus 27 años, miembro de la Comuna en el distrito 13 de París. Dos días después, se proclamó la Comuna con su Consejo. La Internacional no es una organización unificada y rígida y, sus representantes sólo constituyen una minoría dentro de la Comuna. La Comuna es, ante todo una reapropiación por parte de las clases trabajadoras del espacio público, de la ciudad. Es el aspecto del “París libre” el que marca la experiencia comunera”. Aunque hay socialistas dentro de la Comuna, ésta no es en sí misma “socialista”, como recordará Lenin. La posición y las acciones de Frankel y algunos de sus amigos, son especialmente esclarecedoras para levantar el velo sobre esta leyenda de la Comuna.

Dentro de la organización de la Comuna, sólo una minoría lucha por medidas abiertamente socialistas, Frankel es uno de ellos. Es nombrado responsable de la Comisión de Trabajo. Lo que equivaldría a ministro de Trabajo en el consejo de gobierno de la Comuna. El único y primer extranjero en formar parte de un gobierno en otro país, haciendo gala de la verdad de la proclama de la Comuna, la de ser la bandera de la República mundial. Con el apoyo de otros “colectivistas” de la Internacional como él, agitó la necesidad de crear talleres cooperativos de trabajadores, la entrega de las fábricas cerradas a las sociedades obreras, luchó por la regulación del trabajo nocturno (como la prohibición declarada del trabajo nocturno de los panderos), la suspensión de la venta de objetos empeñados, y por la igualdad entre hombres y mujeres. El imperativo de la guerra impuesta por la burguesía, por Versalles, la desorganización implícita que eso significaba, junto a la merma de recursos, obstaculiza el impulso internacionalista y de emancipación social, bloquea el intento de construir una nueva organización económica bajo el control de la comunidad. Les faltó tiempo y determinación para tomar el Banco de Francia o decretar la jornada de 8 horas. La Comuna sólo esbozó una tendencia, elementos capaces de “favorecer el paso, ciertamente progresivo, pero ineludible, de una organización capitalista del trabajo a un trabajo socializado“. O, en palabras de Marx, en “La guerra civil en Francia”: “Estas medidas particulares sólo podían indicar la tendencia de un gobierno del pueblo por el pueblo”. Frankel y sus compañeros, como Malon, Nostag, Teisz o Elisabeth Dimitrievf, son conscientes de ello y cuentan con una evolución del Consejo de la Comuna en la dirección de una mayor sensibilidad hacia la cuestión social.

Con la derrota de la Comuna, y su condena a muerte por los versalleses, comenzaron para Leo Frankel los difíciles años del exilio, de la contrarrevolución. Periodos en los que el activismo de la vida organizativa, sus impases y mezquindades, sus desencantos, sustituyeron al ardor de los momentos revolucionarios. Instalado en Londres, Frankel se implicó en la vida de la Internacional, siendo elegido miembro del Consejo General. Mantuvo estrechos vínculos con Engels y Marx. Pero Frankel no trató de “capitalizar” su importante papel en la Comuna para crearse una notoriedad particular, prefirió defender sus ideas sin dejar de ser un militante entre los demás.

En 1876 regresó a su Budapest natal, donde se implicó en la organización del movimiento socialista, fundó el Partido Obrero, desplegando una lucha incansable por la instauración del sufragio universal y trabajando sin descanso por la formación de una nueva Internacional. Este objetivo, ambicioso y nada fácil de alcanzar, mantiene a Leo Frankel en contacto con personalidades del movimiento obrero, desde Pierre Kropotkin a Karl Kautsky, de Wilhelm Liebknecht a James Guillaume, de Engels, Marx, o August Bebel a antiguos camaradas de la Comuna. En 1880, fiel a sus posiciones, publicó en Hungría un texto antimilitarista que le valió una condena de dos años de prisión. Tras salir de la cárcel, Frankel se trasladó a Viena y luego a París, donde, en la última década del siglo XIX, encontró un movimiento socialista dividido en varias capillas al que se negó a adherirse. Una vez más, luchó por la unificación, criticó las luchas de poder personal y buscó el apoyo de Engels. Se concentró en sus actividades como periodista y traductor y en el debate de ideas en clubes y asociaciones. Siguió defendiendo incansablemente tres principios que consideraba esenciales para el movimiento revolucionario: la unidad de base, el antimilitarismo y el internacionalismo. Cuando se formó la Segunda Internacional en 1889, se unió a ella sin llegar a desempeñar un papel destacado, a pesar del respeto que despertaba su figura.

Murió en París el 29 de marzo de 1896, y fue enterrado, como un comunero, en el cementerio parisino de Père Lachaise. Hasta el final, llevó la idea de una Comuna que no llegó a realizarse, pero que él y sus compañeros veían como posible, como una orientación hacia el futuro de la emancipación social. En un texto escrito seis años después de la derrota, Frankel insistió en que la Comuna “no fue una revolución más, añadida a tantas otras, fue esencialmente una revolución nueva, nueva en el objetivo que pretendía alcanzar, nueva porque era una revolución obrera“.

Paul Ferrat

Paul Ferrat

Paul Ferrat

«Comunero de París elegido para la portada de Herri, por la fuerza atemporal de su imagen».

PAUL FERRAT. Es el comunero elegido para la portada de Herri, por la fuerza atemporal de su imagen. Nació en Bastia, Córcega, el 11 de septiembre de 1824, y llegó a Paris con cuatro años. Pertenece a la Internacional, participa en debates en clubes políticos. Miembro de la Guardia Nacional desde el 16 de marzo de 1871, es elegido para su Comité Central, y delegado como alcalde del VI arrondisement (distrito), hasta las elecciones del 26 de marzo, donde obtiene 2062 votos de los 9499 totales. Elegido jefe el 80º batallón afincado en Menilmontant, último baluarte de la Comuna. Detenido, se defiende ante el Consejo de Guerra declarando haberse comportado siempre con honor, sin haber cometido ningún acto violento. Es condenado a la deportación en una fortaleza, y enviado a la isla de Oleron, y luego a Nouamés, en Nueva Caledonia. Amnistiado en enero de 1879, muere en París el 28 de enero de 1881.

¿Cuánto vale el trabajo doméstico?

¿Cuánto vale el trabajo doméstico?

¿Cuánto vale el trabajo doméstico?

“David Fuente. Militante del PCE-EPK y miembro del Seminario de El Capital de la UPV-EHU de Sarriko, Bizkaia.”

Marx vs Federici.

El trabajo doméstico es aquel trabajo vinculado de un modo u otro al hogar, y que las familias y los individuos hacen directamente para satisfacer sus necesidades. Incluye todo lo que la clase obrera necesita hacer para reproducir su fuerza de trabajo: desde ducharse y desplazarse al centro de trabajo, hasta las compras, la crianza o la colada. Muchas de estas tareas recaen predominantemente en las mujeres y determinan la relación de la mujer obrera con el empleo (madres a media jornada, etc.).
El trabajo doméstico realizado para sí lo diferenciamos del empleo en el hogar ajeno o en empresas del sector de los cuidados y la limpieza. Aunque varias tareas concretas desempeñadas en uno y otro contextos sean las mismas, se trata de diferentes relaciones de producción. En el primer caso hay relaciones familiares, en el segundo mercantiles y en el tercero capitalistas.
Todas las tareas del trabajo doméstico son útiles, necesarias, indispensables para la vida de la clase obrera, y por tanto para la reproducción del capital. Sin embargo, este trabajo no produce valor. La incomprensión de este punto es uno de los problemas esenciales del libro de Silvia Federici titulado El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo (2018). Conviene aclarar la cuestión.
El valor es el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía. La mercancía es el producto de trabajo humano destinado al intercambio. Es decir, no cualquier producto del trabajo humano; “solo los productos de trabajos privados autónomos, recíprocamente independientes, se enfrentan entre sí como mercancías”, dice Marx (p. 52, El Capital, libro I, Editorial Siglo XXI, 1975). Se trata de trabajos independientes que no han sido coordinados en la producción, sino que solo pueden comprobar que realmente cumplen un lugar en la división social del trabajo al lograr vender sus productos. El valor es, por tanto, la forma que toma el trabajo necesario para producir los bienes dirigidos al intercambio; bienes que, siendo producidos por trabajos autónomos, se relacionan en el mercado. Allí, estas mercancías se intercambian en proporciones determinadas por su valor.
Para entender con precisión qué es el valor, tenemos los puntos 1 y 2 del primer capítulo de El Capital. Entre otras cosas, ahí dice Marx (y Engels):
Una cosa puede ser valor de uso y no ser valor. Es éste el caso cuando su utilidad para el hombre no ha sido mediada por el trabajo. Ocurre ello con el aire, la tierra virgen, las praderas y bosques naturales, etc. Una cosa puede ser útil, y además producto del trabajo humano, y no ser mercancía. Quien, con su producto, satisface su propia necesidad, indudablemente crea un valor de uso, pero no una mercancía. Para producir una mercancía, no sólo debe producir valor de uso, sino valores de uso para otros, valores de uso sociales. {F. E. — Y no sólo, en rigor, para otros. El campesino medieval producía para el señor feudal el trigo del tributo, y para el cura el del diezmo. Pero ni el trigo del tributo ni el del diezmo se convertían en mercancías por el hecho de ser producidos para otros. Para transformarse en mercancía, el producto ha de transferirse a través del intercambio a quien se sirve de él como valor de uso.} (pp.50-51).
Como se ve, el valor no es una categoría moral. No determina el grado de utilidad de un bien (eso tiene que ver con su valor de uso) ni define lo importante que es para una sociedad. El valor es, simplemente, el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía (la cual, eso sí, debe ser útil, al menos para el sector que va a comprarla). Los diamantes tienen un enorme valor. El agua menos. No depende de su utilidad ni de una valoración moral. Depende de la cantidad de trabajo que demanda su producción para el intercambio. La categoría valor, como todas las categorías de la economía política marxista, nombra una relación económica efectiva.
La familia campesina autónoma o la comunidad primitiva organizan su trabajo para satisfacer sus necesidades. Sus productos del trabajo no son mercancías. No intercambian, no se compra-venden lo que producen, sino que lo crean, distribuyen y consumen según planteamientos familiares o comunitarios. Ocurre lo mismo con la mujer que lava la ropa y cocina para sí o su familia, o el hombre que hace bricolaje en su casa: tampoco producen mercancías ni valor. Esos son trabajos útiles para la familia. Con ellos, la familia satisface directamente algunas de sus necesidades. La forma en que la familia reparte ese trabajo puede oprimir y explotar, pero esto no lo vuelve productor de valor.
En términos de valor, una mujer que es exclusivamente ama de casa consume valor al consumir las mercancías que necesita (las que comparte con su familia y las de su uso individual). Sin embargo, su trabajo no es productor de mercancías y, por tanto, no produce valor. El valor que consume una ama de casa de una familia obrera lo produce su marido obrero en su puesto de trabajo y forma parte del salario (si se trata de una mujer obrera que trabaja fuera de casa las mismas horas que su marido, pero el trabajo doméstico recae en mayor medida sobre ella, este hecho es inadmisible, y cada vez lo dice más alto y claro ella misma; si la mujer es una obrera que trabaja a media jornada, se encuentra en una situación intermedia; si es la mujer de un capitalista, la clase obrera produce el valor apropiado por su marido). Como sabemos, la relación salarial implica que ese obrero también ha producido plusvalor en su puesto de trabajo. Es decir, todo salario implica trabajo no pagado. De modo que: 1) concebirlo como “trabajo remunerado” oculta lo esencial del salario: el trabajo no pagado del obrero y 2) la ama de casa obtiene sus medios de vida del salario producido por su marido.
En términos de valor de uso, el trabajo que realiza una ama de casa de una familia obrera es indispensable para muchísimos aspectos de la reproducción de la fuerza de trabajo y, por tanto, para la reproducción del capital. Realiza un sinfín de tareas necesarias sin las cuales no puede existir este modo de producción.
A pesar de su utilidad y su carácter esencial, el valor de la fuerza de trabajo no lo determina el trabajo doméstico necesario. Dice Marx: “El valor de la fuerza de trabajo está determinado por el valor de los medios de subsistencia que habitualmente necesita el obrero medio” (p.629, El Capital, Libro I). Marx ya aclara que no se trata de las necesidades del obrero individual, sino de la familia obrera (p. 481, El Capital, Libro I).
El tiempo que un obrero emplea en vestirse y llegar a su centro de trabajo es necesario e ineludible, pero tampoco entra en el valor de la fuerza de trabajo. A este respecto solo entran los gastos en ropa y transporte (los socialmente necesarios en una época dada), pero no el tiempo que el obrero está transportándose. Dormir, función indispensable para la reproducción de la fuerza de trabajo, tampoco genera valor…
¿Por qué una serie de trabajos necesarios, los cuales garantizan que el obrero esté diariamente en su puesto de trabajo, no son los que producen el valor de la mercancía fuerza de trabajo? Si la mercancía fuerza de trabajo tiene valor, y además estos trabajos contribuyen a reproducirla, ¿por qué solo las mercancías necesarias para el obrero y su familia son las que determinan ese valor, y no tareas tales como cocinar los alimentos comprados? La clase obrera vende su fuerza de trabajo, no para retribuirse su actividad privada en la cocina, sino para poder comprar comida. Esa es la relación económica efectiva. La clase obrera vende una mercancía, la fuerza de trabajo, para acceder a otras mercancías; mercancías que necesita y que solo puede obtener a través de la compra. Y para la compra precisa dinero; y para obtener dinero, precisa una venta. Y vende su única mercancía: la fuerza de trabajo. Las tareas privadas que desempeña con lo que compra no implican relaciones mercantiles y no producen valor. El valor de la fuerza de trabajo no viene determinado por lo que hace con su trabajo doméstico, sino por las mercancías que necesita; es decir, por el valor que precisa para su reproducción. Si la fuerza de trabajo pudiese vivir sin venderse, con su propio trabajo independiente, no sería una mercancía y no cabría hablar de valor.
Esta es la relación económica real. Viene provocada por la situación que obliga a la clase obrera a vender de su fuerza de trabajo: la carencia de medios de producción y de subsistencia.
Esta relación entre trabajo asalariado y trabajo doméstico (estructura) no viene provocada porque se infravalore (superestructura) el indispensable trabajo doméstico. Ahora bien, en esta relación económica efectiva, cuando en el proceso histórico la mujer ha continuado arrinconada en el trabajo doméstico y ha dependido económicamente de su marido, se ha mantenido la base material para que el trabajo que ella realiza tenga menor relevancia social, y con ello su propia persona. Esto ha constituido históricamente la base material que ha dificultado la organización política de las mujeres obreras, y también la que ha mantenido una desigualdad jurídica entre hombre y mujeres, y una violencia hacia ellas totalmente impune.
Pero la historia no se detiene. Cada vez se han incorporado más y más mujeres al mercado laboral y a la producción social. Este fenómeno lleva tiempo en curso y no ha culminado. En España nunca ha habido tantas mujeres asalariadas como a inicios de 2020. Desde hace décadas las amas de casa siguen descendiendo en número y aumentado en edad, en comparación con las mujeres asalariadas. Con ello, la crianza y los cuidados se convierten cada vez más en un problema de primer orden, porque el trabajo doméstico lastra a un sujeto que se encuentra avanzado en el trabajo social, la mujer obrera, la cual, mientras transforma una parte de sus condiciones de vida, no puede sostener al mismo tiempo las condiciones pasadas: empuja imparablemente, generación tras generación, hacia el reparto equitativo. En este largo proceso en curso, se ha ido sacudiendo la superestructura de los roles envejecidos y ha ido conquistando avances jurídicos. Al mismo tiempo, como obrera por trabajo propio, se enfrenta directamente al capital. Sostenerse con un salario es imposible, la emancipación se retrasa, la maternidad y la paternidad también. Va creciendo la organización política y sindical de las mujeres obreras. En seguida se comprueba que son necesarios salarios más altos, menor jornada laboral y servicios públicos que aseguren cuidados y crianza. Por el camino necesariamente se aclarará que la conciliación solo puede ser parte de la emancipación general; que la vida pende del capital, y que es soltada al vacío con cada crisis recurrente. Se van apretando objetiva y subjetivamente las filas de la clase obrera: hay que superar el modo de producción capitalista. En el proceso deberá también evidenciarse que la herramienta teórica para la emancipación de este sujeto, tanto en su carácter de obrera como en las especificidades propias de ser mujer, es el marxismo-leninismo. El horizonte práctico de emancipación: la construcción del socialismo.
Las posturas de Federici son una manifestación más de las desorientaciones teóricas y prácticas que se desarrollan fuertemente desde finales de los años setenta. El conjunto de análisis que realiza en el libro mencionado, fuera aparte de algunos señalamientos puntuales de interés, tiene errores de principio. Sin alargarnos, es preciso identificarlos en su generalidad. Su libro se presenta como una corrección feminista al marxismo cuando, en realidad, rompe la coherencia interna del mismo.
Federici desarrolla una lectura distorsionada del El Capital y de varios de sus puntos centrales. Con ello, dificulta su aprovechamiento a quienes podrían apoyarse en él para hacer importantes análisis. Es necesario aclarar que El Capital no expone el conjunto de la sociedad burguesa ni todas las formas de trabajo que se dan en ella, sino las leyes del modo de producción capitalista. Por ello, en varios momentos Marx hace abstracción explícita de aspectos que no es posible tratar en una obra que está cuidadosamente ordenada de lo abstracto a lo concreto; aspectos que solo pueden encontrar su lugar de exposición más adelante. Cada vez que Federici habla de “la ceguera de Marx” (p. 59) lo que en el fondo hace es obviar su método dialéctico y las necesidades objetivas de su investigación. Por eso, cuando varias citas de El Capital evidencian que Marx sí consideraba el trabajo doméstico, Federici las ve como “pequeñas notas”, como otro rasgo de “cierta presencia de una conciencia feminista” reducida a “comentarios ocasionales” (p.14). Si Federici ve “ceguera”, notas feministas y paradojas es porque no está considerando el objeto de estudio de El Capital. Si el objeto de estudio es tenido en cuenta, entonces vemos que, cuando Marx avanza sobre él, nos muestra cómo engarza con otros muchos aspectos, ofreciéndonos la base para desarrollar un análisis coherente.

Para sostener esta “ceguera” y la necesidad de una corrección feminista del marxismo, Federici omite cuestiones clave de Marx, Engels y otros marxistas. Tras hablar de la “incapacidad [de Marx] para ver más allá de la fábrica” (p. 16), Federici expone su propuesta de conclusión superadora: “pensar la sociedad y la organización del trabajo como formado por dos cadenas de montaje: una que produce mercancías y otra […] que produce trabajadores” (p. 18). Federici afirma esto y mantiene un ruidoso silencio sobre Engels (y sobre Bebel, Zetkin, etc.). Engels, en el prefacio de 1884 de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, inicia diciendo que existen dos especies de producción: la de los medios de vida y la del ser humano mismo. Y no se reduce a afirmar lo que Federici descubre en 1970 para el modo de producción capitalista, sino que Engels (apoyándose además en notas de Marx) expone la relación entre estas dos especies de producción a lo largo de la historia. La distinción entre esas dos especies está desde el inicio del marxismo, en La ideología alemana, texto de 1845-1846.
Esto son solo dos pequeñas muestras de que no hay aporte esencial en el texto de Federici y sí profunda confusión. Pero los problemas aumentan porque Federici no ejerce una perspectiva dialéctica (no analiza los aspectos contradictorios de los procesos, sino que los enfoca unilateralmente), lo cual le lleva a tergiversar el análisis de Marx. Llama especialmente la atención cómo transforma las conclusiones marxistas sobre el desarrollo de las fuerzas productivas. Según Federici (p. 97) “Marx creía que […] una vez que la industria moderna [capitalista] hubiera reducido al mínimo el trabajo socialmente necesario, daría comienzo una era en la que por fin seríamos dueños de nuestra existencia”. Y concluye: “Nunca explicó cómo se produciría esta ruptura.” En realidad, Marx dijo muy claramente que la ruptura se produciría mediante la organización del proletariado en partido, la toma del poder, la socialización de los medios de producción y la construcción del socialismo. Pero este aspecto político de la teoría de Marx, hay que subrayarlo, no le interesa a Federici, pues no se vincula a la práctica política comunista; única práctica integralmente coherente con el marxismo.
Todo lo anterior, acompañado por el idealismo de Federici (no basa sus propuestas políticas en las condiciones objetivas de los explotados), le conduce a propuestas reformistas inoperantes, no desarrolladas a partir del proceso social real en curso, el cual no es captado por su análisis. El llamado “salario doméstico” fue una de sus quimeras reformistas en los años setenta, el cual no podía tener más resultado que recluir a la mujer en el hogar, y además en el momento preciso en que esta situación mostraba su tendencia a decrecer. Es decir, el modo de producción capitalista era más revolucionario que la teoría de Federici.

En resumen, partiendo de la teoría de Federici no hay posibilidad de comprender el marxismo ni la realidad, ni hay opciones para una práctica revolucionaria. Sí las hay mediante el estudio del marxismo-leninismo y su aplicación concreta: mediante la organización de la clase obrera para la toma del poder y la socialización de los medios de producción; mediante la toma del control sobre nuestro trabajo y los productos de nuestro trabajo, incluida la reorganización de los cuidados. En otro artículo podremos ver que, para esto último, Zetkin nos ayuda más que Federici, y que incluso para luchar por reformas en un momento dado es necesaria una perspectiva revolucionaria integral.
Quien desee revisar el primer libro de El Capital en busca de este tema, precisa leer: los puntos 1 y 2 del primer capítulo, el punto 3 del capítulo IV, los puntos 3.a. y 9 del capítulo XIII, y los capítulos XVII y XXI. Hay que señalar que todo El Capital es una obra indispensable, y que no es fácil leerla a saltos. Pero no es imposible. Sirva esta cita como aliciente:

Como no es posible suprimir totalmente ciertas funciones de la familia, como por ejemplo las de cuidar a los niños, darles de mamar, etc., las madres de familia confiscadas por el capital tienen que contratar a quien las remplacen en mayor o menor medida. Es necesario sustituir por mercancías terminadas los trabajos que exige el consumo familiar, como coser, remendar, etc. El gasto menor de trabajo doméstico se ve acompañado por un mayor gasto de dinero. Crecen, por consiguiente, los costos de producción de la familia obrera y contrapesan el mayor ingreso. A esto se suma, que se vuelven imposibles la economía y el uso adecuado en el consumo y la preparación de los medios de subsistencia. Acerca de estos hechos, encubiertos por la economía política oficial, se encuentra un abundante material en los Reports de los inspectores fabriles… (p. 482).

La carta de Marx a Kugelmann del 11 de julio de 1868, accesible en Internet, también será útil para comprender de manera más precisa la cuestión del valor.

La superación del modo de producción capitalista y la construcción de una sociedad sin explotación ni opresiones pasa por la recuperación, estudio y desarrollo del marxismo-leninismo como guía total para la acción.