Descubrir a Leo Frankel

 “No fue una revolución más, añadida a tantas otras, fue esencialmente una revolución nueva, nueva en el objetivo que pretendía alcanzar, nueva porque era una revolución obrera“.

El desconocido Leo Frankel y sus compañeros de la Internacional, nos muestran una rendija secreta para observar la Comuna, que nos permite entrever no sólo lo que fue, sino también lo que podría haber sido. Sus posiciones, sus acciones, apuestan por las posibilidades del momento revolucionario, por un futuro emancipador. Lejos de una narración que forma parte de la leyenda o de la construcción del mito, sino, al contrario, nos hablan de las posibilidades de la Comuna, de sus potencialidades, y eso nos ayuda a traer esa experiencia al presente, dándole su verdadero interés histórico.

Leo Frankel nace en Budapest, en 1844. Se traslada muy joven a Alemania, donde trabaja de orfebre y colabora en publicaciones socialistas con Ferdinand Lassalle. En 1867 marcha a Francia; donde se integra en la Primera Internacional, de la que funda una sección en Lyon. Su vida entre países le enseña que las injusticias que sufren los trabajadores no están circunscritas por las fronteras nacionales. En 1870 es detenido en París por sus actividades políticas, en el curso de un tercer proceso a la Internacional (la AIT) El 2 de julio de 1870 declara con sarcasmo ante el tribunal: “los capitalistas, con motivo de una huelga desatada por sus ávidas pretensiones, son los primeros en acusar a la Internacional de todos los males, pero yo no veo en eso nada asombroso”. Y concluye. “La Internacional no tiene como fin un aumento del salario, sino la abolición completa del asalariado, que es una esclavitud disfrazada”. Su defensa impresionó a Marx y Engels. Frankel fue condenado a una pena de prisión leve. Apenas estalló la guerra entre Francia y Prusia, la Internacional publicó en París un manifiesto, firmado por Frankel, contra la guerra y a favor de la solidaridad internacionalista. Los socialistas internacionalistas eran conscientes de una ley inviolable: si la barbarie bélica puede a veces hacer nacer revoluciones, a la inversa, la dinámica revolucionaria es siempre sofocada por la guerra.
Tras la insurrección de París, durante las elecciones del 26 de marzo de 1871, Leo Frankel es elegido, a sus 27 años, miembro de la Comuna en el distrito 13 de París. Dos días después, se proclamó la Comuna con su Consejo. La Internacional no es una organización unificada y rígida y, sus representantes sólo constituyen una minoría dentro de la Comuna. La Comuna es, ante todo una reapropiación por parte de las clases trabajadoras del espacio público, de la ciudad. Es el aspecto del “París libre” el que marca la experiencia comunera”. Aunque hay socialistas dentro de la Comuna, ésta no es en sí misma “socialista”, como recordará Lenin. La posición y las acciones de Frankel y algunos de sus amigos, son especialmente esclarecedoras para levantar el velo sobre esta leyenda de la Comuna.

Dentro de la organización de la Comuna, sólo una minoría lucha por medidas abiertamente socialistas, Frankel es uno de ellos. Es nombrado responsable de la Comisión de Trabajo. Lo que equivaldría a ministro de Trabajo en el consejo de gobierno de la Comuna. El único y primer extranjero en formar parte de un gobierno en otro país, haciendo gala de la verdad de la proclama de la Comuna, la de ser la bandera de la República mundial. Con el apoyo de otros “colectivistas” de la Internacional como él, agitó la necesidad de crear talleres cooperativos de trabajadores, la entrega de las fábricas cerradas a las sociedades obreras, luchó por la regulación del trabajo nocturno (como la prohibición declarada del trabajo nocturno de los panderos), la suspensión de la venta de objetos empeñados, y por la igualdad entre hombres y mujeres. El imperativo de la guerra impuesta por la burguesía, por Versalles, la desorganización implícita que eso significaba, junto a la merma de recursos, obstaculiza el impulso internacionalista y de emancipación social, bloquea el intento de construir una nueva organización económica bajo el control de la comunidad. Les faltó tiempo y determinación para tomar el Banco de Francia o decretar la jornada de 8 horas. La Comuna sólo esbozó una tendencia, elementos capaces de “favorecer el paso, ciertamente progresivo, pero ineludible, de una organización capitalista del trabajo a un trabajo socializado“. O, en palabras de Marx, en “La guerra civil en Francia”: “Estas medidas particulares sólo podían indicar la tendencia de un gobierno del pueblo por el pueblo”. Frankel y sus compañeros, como Malon, Nostag, Teisz o Elisabeth Dimitrievf, son conscientes de ello y cuentan con una evolución del Consejo de la Comuna en la dirección de una mayor sensibilidad hacia la cuestión social.

Con la derrota de la Comuna, y su condena a muerte por los versalleses, comenzaron para Leo Frankel los difíciles años del exilio, de la contrarrevolución. Periodos en los que el activismo de la vida organizativa, sus impases y mezquindades, sus desencantos, sustituyeron al ardor de los momentos revolucionarios. Instalado en Londres, Frankel se implicó en la vida de la Internacional, siendo elegido miembro del Consejo General. Mantuvo estrechos vínculos con Engels y Marx. Pero Frankel no trató de “capitalizar” su importante papel en la Comuna para crearse una notoriedad particular, prefirió defender sus ideas sin dejar de ser un militante entre los demás.

En 1876 regresó a su Budapest natal, donde se implicó en la organización del movimiento socialista, fundó el Partido Obrero, desplegando una lucha incansable por la instauración del sufragio universal y trabajando sin descanso por la formación de una nueva Internacional. Este objetivo, ambicioso y nada fácil de alcanzar, mantiene a Leo Frankel en contacto con personalidades del movimiento obrero, desde Pierre Kropotkin a Karl Kautsky, de Wilhelm Liebknecht a James Guillaume, de Engels, Marx, o August Bebel a antiguos camaradas de la Comuna. En 1880, fiel a sus posiciones, publicó en Hungría un texto antimilitarista que le valió una condena de dos años de prisión. Tras salir de la cárcel, Frankel se trasladó a Viena y luego a París, donde, en la última década del siglo XIX, encontró un movimiento socialista dividido en varias capillas al que se negó a adherirse. Una vez más, luchó por la unificación, criticó las luchas de poder personal y buscó el apoyo de Engels. Se concentró en sus actividades como periodista y traductor y en el debate de ideas en clubes y asociaciones. Siguió defendiendo incansablemente tres principios que consideraba esenciales para el movimiento revolucionario: la unidad de base, el antimilitarismo y el internacionalismo. Cuando se formó la Segunda Internacional en 1889, se unió a ella sin llegar a desempeñar un papel destacado, a pesar del respeto que despertaba su figura.

Murió en París el 29 de marzo de 1896, y fue enterrado, como un comunero, en el cementerio parisino de Père Lachaise. Hasta el final, llevó la idea de una Comuna que no llegó a realizarse, pero que él y sus compañeros veían como posible, como una orientación hacia el futuro de la emancipación social. En un texto escrito seis años después de la derrota, Frankel insistió en que la Comuna “no fue una revolución más, añadida a tantas otras, fue esencialmente una revolución nueva, nueva en el objetivo que pretendía alcanzar, nueva porque era una revolución obrera“.