BALAS DE PLATA

«A Miguel Hernández»

Desde la cárcel sólo poemas sabías regalar a tu pequeño Manuel. «Ríete, niño, que te tragas la luna cuando es preciso», animabas a tu retoño, alimentado con pan y cebolla. Desde la cárcel bellos poemas nos regalaste a cuantos hoy y desde siempre, adoramos la pureza de tus versos, la fortaleza de tus palabras.
Nos dijiste adiós siendo joven, los malvados te empujaron. Despreciaban la poesía, la tuya, Miguel, también la de los hermanos Machado, también la de Juan Ramón Jiménez, también la de Federico García Lorca. También la de…, tantos y tantos proscritos de la dictadura.
«A sangre y fuego» proclamaba el nuevo orden. «Viva la muerte», «Muera la inteligencia», gritaba hasta desgañitarse Millán-Astray. Tú, poeta, negabas lo ridículo, lo bárbaro. Desde tu redil carcelario también gritabas, eran voces de vida, de esperanza. Tu hijo pasaba hambre, Josefina, tu compañera lo escribió en una carta. La respuesta no tardó:
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
Escarchaba de azúcar,
cebolla y hambre.

De risco en risco trotabas cuidando cabras. ¡Niño que no escape ninguna! —Imperó tu padre— ¡Ésta es tu escuela, ésta es tu vida! Obedeciste, en el fondo te gustaba, era la soledad del pastor, la libertad del poeta. Y bien que aprendiste del despoblado retiro.
Veinte años tenías cuando, con ahorros acumulados y no gastados, estrenaste tu primera máquina de escribir. En Orihuela, cada mañana, con tu hatillo al hombro, tras las cabras o con ellas, ascendías al monte, hasta la Cruz de la Muela. Mientras ellas pastaban y descansaban, tú trabajabas. Con rítmico tecleteo, hasta altas horas del atardecer, ensamblabas palabras de ilusión, de vida, de pasión. Ni una sola cabra se perdió.
Cosa nada fácil, de seguro porque eras el mejor, ganaste un premio literario —el único en vida—. «Canto a Valencia». Tiraba la tierra chica. Publicaron tus primeros poemas, tu primer libro. Para él, bebiste de los versos de Luis de Góngora, valiosa fuente de inspiración. Entusiasmaste a Pablo Neruda, a Vicente Aleixandre, a Juan Ramón Jiménez. Te admitieron en el grupo de los poetas sabios. Lo merecías.
Pasaron los años y, el colorido cielo azul de la ilusión republicana se tornó gris. Amenazaba tormenta.

Tu compromiso literario derivó en contrato militante. Consideraste al PCE tu herramienta apropiada; había otras, pero elegiste ésa. Con el uso de tu pequeña Olivetti, corriendo riesgos fecundabas esperanzas. Nos regalabas a generaciones futuras la mejor de tus ofertas: El rayo que no cesa, Viento del pueblo, Elegía, Nanas de la cebolla, El hombre acecha… Poemas imposibles de entender, menos de sentir por quienes asumieron ser tus enemigos, tus perseguidores. Lo sabían y no les gustaba. Engendrabas balas de plata para los nuevos-viejos vampiros disfrazados de patriotas. No podían permitir semejante desfachatez. Por eso y no por otra cosa, por tus versos, fuiste proclamado proscrito.

Nada resultó fácil. De Madrid huiste a Portugal. A Salazar, el dictador vecino, tampoco gustaban tus poemas —no se puede dar satisfacción a todo el mundo—. También los consideraba balas de plata. De nuevo a España, a la cárcel. En la de Palencia decías no poder llorar, del frio se te helaban las lágrimas. Hasta de eso hacías poesía.

En Madrid compartiste celda con Buero Vallejo —honor recíproco—, aunque para ti advenía tarde. Tras la condena en juicio sumarísimo a ser fusilado, tras la conmutación por treinta años de presidio, tu delicada salud no consiguió sobreponerse a la indolencia de tus carceleros. Bronquitis, tifus, tuberculosis… Ya no había arreglo, y si lo había, quienes podían ponerlo, se desentendieron.

Miguel; Miguel Hernández. A ti, como a Federico y tantos otros…, a ti, con treinta y un años, joven romancero, si los «Viva la muerte», si los «Muera la inteligencia» te lo hubieran permitido, con tu sentimiento, con tu palabra escrita, la interrogante debería ser: ¿Hasta dónde hubieras llegado? De seguro, aún mucho más lejos. De seguro, hoy, tu luminosa estrella, ésa que con tus poemas vemos parpadear en el cielo, sería más, mucho más brillante. También, el repertorio de nuestros actuales trovadores sería más, mucho más infinito.

Vladimir Merino Barrea
Escritor