La mujer del cuadro.

La mujer del cuadro.

La mujer del cuadro

 “Sola y desarmada, arengaba a la gente en las plazas de los pueblos, palabras que me salían del alma”.

ANTE UN LIENZO DE PARRAGA

(Blas de Otero)

Las manos de la mujer amortiguan el rostro desolado, abatido.
El dios de la victoria se cierne sobre sus cabellos aleando tras la
garganta
y una blusa blanca recorre sus brazos pesarosos.
Perdimos Ia guerra, el tiempo, los alfileres, la puerta grande de la
casa.
Mirad la carta, el sobre asombrado, el pliego escrito a firmes trazos.
Todo es inútil, la muchacha corrió de provincia a provincia
huyendo de la victoria.
No hay atardecer, no hay fiesta, no hay pan ni lágrimas que valgan.

Estoy junto a Párraga en una callejuela del barrio latino de París,
pinta despacio, habla despacio, nuestro Velázquez encendido.
Al fondo de la puerta, una cortina cae como la desesperación
sobre la espalda de un ciego.
Una ligera, acaso brillante luz se ahoga en sí misma, la muchacha mira absortamente,
se presiente el techo sobre sus parpados.

Perdure Ia mano lenta de Párraga, empuñando el pincel que cincela el aire,
La ladera de Santa Marina vertida en agua verde,
puertos de Bermeo, caseríos entre mar y veredas,
Mundaca, rincón de Orozco, todo se perdió en la niebla,
las manos de la mujer apoyan el rostro desolado, abatido,
dorado de juventud y esperanza.

Blas de Otero, era amigo del pintor Ciriaco Párraga, y sentía una gran admiración por su obra, que manifiesta en ese poema. Un poema dedicado al cuadro “Perdimos la guerra”, en el que se retrata a una mujer melancólica. Pero, ¿quién es esa mujer? Ella y su amigo Párraga, tienen una interesante historia que contar.
La mujer es Palmira Julia Tello Landeta, y fue una imagen icónica de la participación de las mujeres de la República en la vida pública. El 31 octubre de 1936, el popular semanario “Estampa”, llevaba a su portada la imagen de una joven de pelo corto que habla con nervio, gesticulando con sus manos. Hacía apenas cuatro meses que había comenzado la Guerra Civil en España tras el alzamiento contra la II República y la revista dedicaba un número a la figura de una mujer arengando a la población. “¡Todos los hombres y mujeres en servicios de guerra y retaguardia!”, es la voz que ha sonado por barrios, mercados y fábricas de Madrid”, recogía el semanario en su primera página. Palmira Julia Tello Landeta, era un miliciana comunista de 16 años que recorrió los pueblos movilizando a la población para defender la República, que guió a las Brigadas Internacionales, que logró escapar de una muerte más que probable del Madrid de la posguerra, que pasó los casi 40 años de dictadura escondida tras un nombre que no era el suyo y luchando contra un régimen que arrinconó a las mujeres al interior de sus casas, y que ya en la democracia jamás dejó de pelear por la igualdad y la justicia. Palmira Julia se afilió a la Juventud Comunista apenas cumplió 14 años. Y pasó a la nueva organización de la JSU, Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), cuando en ella se unificaron los jóvenes socialistas y comunistas. En la JSU pasó toda la guerra, formando parte del aparato de afiliación y propaganda. “Sola y desarmada, arengaba a la gente en las plazas de los pueblos, palabras que me salían del alma. Las madres me oían pedir que dejaran a sus hijos alistarse para el frente. Podían lanzarse contra mí, iba indefensa. Y nunca, en ninguno de los pueblos por los que pasé me hicieron nada. ¡Cuando yo, a lo que iba, era a llevarme a sus hijos a la batalla!”, contaba ella.

Sus camaradas la empezaron a conocer por “Tellito” y la joven hacía de todo, lo mismo enseñaba a manejar un fusil, que se dedicaba a movilizar a la población, o guiaba a la Brigada internacional Thaelmann –formada por austríacos y alemanes–, hasta la batalla de Guadalajara. “Ella no sabía alemán pero debía haberse aprendido alguna palabra y cuando pidieron voluntarios para guiar a los internacionales, levantó la mano”.
Se casó con Ernesto Niño, un miliciano que apenas diez días después cayó en el frente de Guadalajara. Su hermano, Paco, también había muerto en 1936, nada más comenzar la guerra. Cuando la contienda parecía ya perdida para el bando republicano, “Tellito” huyó a Alicante para tratar de alcanzar alguno de los barcos que salían de España, pero se quedó a las puertas.

En abril de 1939, apenas terminada la guerra, pudo volver a Madrid, y empezó a trabajar de “sastra”. No se resignaba en la derrota, y contactó con otros compañeros para tejer redes de lucha, hasta que un día, cuando regresaba del trabajo, en la calle, una amiga le dijo que huyera. Le contó que la habían detenido y preguntado mucho por ella en comisaría, que estaba segura de que la estaban buscando. La habían soltado esa misma mañana, pero estaba segura de que la vigilaban, para usarla de anzuelo. Le urgió a que huyera de inmediato.
Quince horas después la policía se presentó en su casa y al no encontrarla se llevaron detenidas a sus dos tías, Margarita y Carmen. Su madre, Julia, llevaba varios meses presa en la madrileña cárcel de Ventas. Corría el mes de junio y la policía llevaba tiempo deteniendo a todas las mujeres que formaban parte o habían participado en la JSU. El 5 de agosto fusilaron a 13 de ellas –las conocidas como “13 Rosas”–, muchas, menores de 21 años, junto a 43 hombres.
Tellito, haciendo caso del consejo de su amiga, había escapado a Zaragoza, donde se presentó con un nombre nuevo, vasco: Amaya, en homenaje a su abuelo Lázaro Landeta, natural de un caserío de Buia, y a la hija de Dolores Ibárruri, de la que se consideraba “hija política y moral”. Como Amaya, en Zaragoza, conoció al pintor Ciriaco Párraga, comunista también, que se convirtió en su compañero el resto de su vida. Ella es la modelo del cuadro “Perdimos la guerra”, que pintó un año después de terminada la contienda.

Párraga, también tiene una historia ejemplar. Nacido en Torrelavega, emigró a Bilbao, a la que sintió siempre como su ciudad. Allí desarrolla la mayor parte de su obra artística. También fue en Bilbao donde se afilió al Partido Comunista, deslumbrado por los logros iniciales de la revolución rusa, y tras una crisis artística que le había hecho abandonar la pintura. En 1934 participa directamente en la Revolución de Octubre y es detenido por primera vez. Durante la guerra civil, pone su arte al servicio de la defensa de la república, realizando numerosos carteles políticos que poblarán las paredes y publicaciones de Bilbao hasta que la ciudad caiga en manos de los militares franquistas.

Tras la derrota republicana, es encerrado en los penales de Santoña y Castellón y al salir en libertad, Párraga se traslada a Zaragoza, donde conocerá a Tellito. Lo hace para buscar trabajo, porque un alférez al que ha retratado en la cárcel de Castellón le da una carta de presentación para Ángel García Jalón, fotógrafo oficial de Franco. Al fotógrafo le gustan mucho los dibujos y óleos de Párraga y le cede un hueco en su estudio para que le ayude a retocar e iluminar retratos. En semejante entorno, Párraga recibe un encargo estrambótico de la Academia Militar: retratar al exdirector de la misma, a Franco, al Caudillo.

Párraga, aturdido por la propuesta, no sabe qué hacer. Y lo pone en conocimiento de su mujer, Tellito, y del Partido. Ambos coinciden en que debe aceptarlo. La negativa sería motivo de sospecha y de indagaciones sobre su pasado y el de su compañera. Pero Párraga no se ve pintando al dictador durante semanas sin abalanzarse sobre él para retorcerle el cuello. Es García Jalón, con el que ha hecho amistad pese a sus diferencias ideológicas, quien le da la solución. No es necesario que le retrate en vivo, mediante tediosas y odiosas sesiones de posado. Él elegirá las fotografías en las que debe basarse para pintar al “Caudillo de verde y fajín”. Párraga pintó cuatro óleos distintos y dos carbones de Franco, dos de los cuales se mantuvieron expuestos, incluso después de la aprobación de la Constitución democrática, en la sala de banderas y el despacho del director de la Academia Militar.

En 1942 Amaya y Párraga se trasladan a Bilbao, que el pintor añoraba mucho, y donde siguió con su obra pictórica. Allí conoce a Blas de Otero, del que se hace gran amigo, con quien comparte tertulias, y al que le une, además de sus intereses artísticos, su militancia comunista. En 1958 Párraga fue encarcelado de nuevo, durante un año y medio. En la década de 1960, en su casa del barrio de Begoña bilbaíno, se celebraban reuniones clandestinas del Partido Comunista de Euskadi y se imprimían “Mundo Obrero” y “Euskadi Roja”, que se camuflaban tras los bártulos y caballetes del artista.

Redacción de Herri.

Tremenda Amparitxu

Tremenda Amparitxu

Tremenda Amparitxu

Flores amarillas porque ardían con la ternura de su novio y enemigo, su bronca y su compañero: el caballerito del que destiló al mejor poeta de la solidaridad.

Cuando compres flores amarillas en la Prospe, acuérdate de Amparitxu Gastón.
Cincuenta años resistió en el barrio: en la calle contra la dictadura del franquismo y en su casa contra el olvido de los que después se desprendieron del poeta y mucho más de la viuda. Con flores amarillas celebrábamos el cariño y el respeto de los amigos de Casa Emilio y del Balboa, buscando por los buenos bares de la vecindad el oleaje de San Sebastián que tanto necesitaban.

Flores amarillas porque ardían con la ternura de su novio y enemigo, su bronca y su compañero: el caballerito del que destiló al mejor poeta de la solidaridad.
Se tiraban las flores a la cabeza y se tiraban de cabeza a las flores cargadas de futuro.

No es fácil ser la pelea de un combatiente. No se puede olvidar que lo que se quiere no siempre se disfruta.
Es mejor que en la foto sólo la veamos a ella aunque siempre estén juntos. Es mejor porque hasta en su última hospitalización sólo se emocionó cuando el médico de guardia le dijo que compartían al poeta. Y no es justo que la recuerdes por ser su viuda cuando en realidad Gabriel es un poeta cargado de Amparitxu.

Al poeta lo enturbiaron por escribir tan humanamente: escribiría un poema perfecto si no fuera indecente hacerlo en estos tiempos. A ella por vivir con él para que él pudiera vivir de esa manera. Habría vivido con un poeta perfecto si no hubiera sido indecente hacerlo en aquellos tiempos. Por dentro no todo eran flores.
Por fuera pocas flores les regalaban. No es fácil vivir entre todos siendo imperfectos. Pero vale la pena si anunciamos algo nuevo.
Con todo me identifico/ y respiro por la herida/
y digo que mis poemas/ son un vivir otras vidas/
y un recrecerme en lo vasco/ de Amparitxu y su delicia./
Cuando lean estos versos/ no piensen en quién los firma/
sino en mi Euzkadi y mi Amparo.
Abierta y complicada, vasca y madrileña, enorme y encogida, con tantas vueltas y avenidas, Amparo Gastón Echeverría fue con su hermano a la cárcel, con el poeta a la gloria y a la envidia, en la vida como pudo y al final entre muy pocos.
Me cuesta mucho escribir lo que me duele y lo estoy haciendo a tropezones para que no se les olvide a los que lo saben, no lo oculten los que quieren ignorarlo y puedan saberlo los que tendrán pocas oportunidades de volver a oir hablar de ella. Muy cerca de dónde se empezó a escribir este periódico hay una placa popular dedicada a un poeta que en su boina lleva como en un velero a la mujer que le empujó a atreverse cuando se tropezaron sobre el peligroso escaparate de una librería. Al pasar por delante de su portal, fijate si tienen flores amarillas: es la señal de que puedes contar con ellos para no resignarte y vivir humanamente, de que puedes cantar como le gusta a Amparitxu para que en la Prospe sepan todos que, cuando buscaban a la viuda de un gran poeta, encontraron a una mujer de tremenda encarnadura.

Celaya le regaló a Gastón un poema titulado Las flores amarillas. Que lo lean como castigo los canallas sin amor. Ahora Gabriel sigue escribiendo para los dos:

“mientras en mis ojos azules de mar muerto
pasa como en un témpano lentísimo el silencio.”

José Manuel Martín Medem, Director de Mundo Obrero

Gabriel Celaya y el manifiesto de los 33

Gabriel Celaya y el manifiesto de los 33

Gabriel Celaya y el manifiesto de los 33

Intelectuales y artistas vascos contra ETA

El 27 de mayo de 1980 Gabriel Celaya publicó, junto a otros miembros destacados de la cultura vasca, un histórico manifiesto contra la violencia. En aquel año ETA mató a 93 personas y el terrorismo ‘tardo franquista’ (BVE, GAE…) causó otras 20 víctimas.

Según la prensa de la época, los firmantes pertenecían a diversas ideologías (PNV, PCE-EPK, ESEI, DCV, independientes). Consta la militancia comunista del propio Celaya (candidato por Gipuzkoa en las elecciones de 1977) y del escultor Agustín Ibarrola.
En el grupo se encontraron personajes singulares, miembros de Euskaltzaindia, Koldo Mitxelena y Juan San Martin; antropólogos, Barandiaran y Caro Baroja; escultores, Chillida y Basterretxea; cantautores, escritores, Xabier Lete y Martin Ugalde (posteriormente primer presidente de Egunkaria).

Eugenio Ibarzabal (revista Muga), e Idoia Estornes (editorial Auñamendi), han destacado el tremendo clima en el que intentaron recabar firmas. Bastantes rehusaron la invitación, “se escurrieron, y no por falta de ganas; el miedo era general” (¿Cómo pudo pasarnos esto?, Idoia Estornes). Por su lado, Ibarzabal ha recordado recientemente el temor de Xabier Lete por la campaña de pasquines contra él con la que reaccionó HB.

Ayuda a imaginar el ambiente de la época leer las descalificaciones que a los pocos días el dramaturgo Alfonso Sastre (paradójicamente 28 años después expulsado con su interesantísima editorial Hiru de la Feria del libro y disco vasco de Durango, por “no ser vasca”), lanzó contra ellos desde el diario Egin: “documento indigno”, “escrito en la repugnante estraza del oportunismo”, “punto de vista mentiroso y ridículo”.

Se constata que los firmantes fueron lúcidamente pre-visores, cuando apuntaban la importancia de la proclama “pese a los peligros y a la posibilidad de ser vilipendiados de forma sistemática”.

Denunciaron en el escrito la pretensión de ETA de imponer la violencia contra los “deseos de su propio pueblo”. Así conviene recordar que en 1977 se había aprobado la Ley de Amnistía general, en 1979 el Estatuto de Autonomía de Gernika, y que en las primeras elecciones al Parlamento vasco, un par de meses anteriores al manifiesto, HB sólo había contado con el apoyo del 16,55% del voto (9,75% del censo electoral total).

Retumban hoy las apelaciones a evitar “el juego de la ambigüedad, tan cómodo personalmente como funesto para la colectividad” y declaraciones como la de que “la violencia que ante todo nos preocupa es la que nace y anida entre nosotros, porque es la única que puede convertirnos, de verdad, en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles”. “Aún estamos a tiempo”, redondeaban con optimismo.

En fin, un valioso documento para cultivar la memoria democrática vasca y la del PCE-EPK. Un partido con una ejemplar trayectoria de lucha tanto contra la dictadura franquista, como contra la persecución mediante el terrorismo de ETA. Se ha calificado este texto como el primer manifiesto vasco contra la banda (1980). Pues bien, fue este Partido quien convocó la primera manifestación contra ETA (Portugalete, 1978). Pero ésa ya es otra historia.

Sabin Zubiri
Afiliado de Ezker Anitza – IU
Militante en el movimiento pacifista vasco.

AÚN ESTAMOS A TIEMPO. GARAIZ GABILTZ (Manifiesto de los 33 contra ETA, 27/05/1980)

Los abajo firmantes, que no poseen otra cualificación que la de su inquietud por la suerte de este pueblo vasco del que se consideran miembros, se sienten obligados a levantar su voz ante propios y extraños, llenos de alarma ante los peligros que de forma cada vez más amenazadora se ciernen sobre la suerte colectiva de nuestro país. No creemos, sin embargo, que estas líneas encierren ninguna novedad— pues somos conscientes de que no expresamos sino algo que, por ser más claro que la luz, constituye en la actualidad motivo de angustia para la inmensa mayoría de nuestro pueblo.

Para no entrar una vez más en el juego de la ambi-güedad, tan cómodo personalmente como funesto para la colectividad, empezaremos por decir que el objeto primero de nuestra inquietud es la violencia de todo género que ha echado raíces entre nosotros, como la más penosa consecuencia de una guerra civil que destruyó las instituciones legítimas y se prolongó en 40 años de dictadura; raíces que siguen extendiéndose sin medida y amenazan toda vida que no sea la suya de parásito que se alimenta de la ruina de los demás. Sabemos muy bien -porque no hemos dejado de padecerla- que ha habido y hay una violencia dirigida desde fuera contra la comunidad vasca, así como una incomprensión que raya en ocasiones en la demencia.

Pero no tenemos el menor reparo en afirmar que la violencia que ante todo nos preocupa es la que nace y anida entre nosotros, porque es la única que puede convertirnos, de verdad, en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles.
Al mismo tiempo, no podemos olvidar que, muy al contrario de la consideración que parece merecer a sus promotores, esta violencia, relanzada al amparo de las facilidades que ofrece un frágil Estado de derecho, no tendría otra consecuencia final que la de servir de elemento provocador de enemigos que volverían gustosos a aplastarnos durante decenios.
Observamos con asombro que hechos que preocuparon a criminalistas, sociólogos y penalistas de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, se dan ahora en nuestro país, en 1980, de modo tan semejante como bárbaro: asociaciones más o menos secretas, muertes crueles y brutal encarnizamiento en atentados contra personas, todo ello protegido por la ley del silencio y la complacencia. Exacciones, amenazas utilizando símbolos primitivos y castigos corporales, como el innoble tiro a la pierna, procedimiento del que no se sabe qué destacar más: el hecho físico o la insufrible pedantería que lo reivindica. Lo que para algunos puede parecer novedoso, resulta no ser más que un vulgar anacronismo.

No debemos, pues, engañarnos. Con el final de nuestro siglo hemos visto esfumarse muchas de las ilusiones que, hace 100 años, podrían tener un sentido teórico. No podemos creer hoy en “los amaneceres que cantan”, ya que es preciso decir, bien alto y claro, que cualquier paso regresivo en el actual camino hacia la libertad y la democracia generaría una indiscriminada represión contra nuestro pueblo. Y, por lo que sabemos en la actualidad acerca de modernas técnicas de represión, esta situación no sería el comienzo de una hipotética espiral “acción-represión”, sino el inicio de un nuevo y largo proceso político que pondría en serio peligro de extinción la cultura, lengua e identidad vascas.
Pero hay algo más. No se trata únicamente de meditar sobre las consecuencias de una posible involución política, sino que nuestra angustia nace principalmente del convencimiento de que nuestra única salida radica en la participación, creciente y consciente, de los más amplios sectores de la sociedad vasca; participación a la que el voluntarismo, el atentado individual y el mesianismo impuesto por salvadores profesionales, constituye un freno tal vez insalvable y definitivo.

Hemos de expresar sin ambages a los que están en el poder, así como a los representantes de los partidos políticos, de que nos hallamos ante verdaderos casos de patología social, a los que hay que buscar remedio, no sólo por vía política o gubernamental, sino también en el dominio de la medicina y el de la sanidad pública. Hay gentes que de continuo están demostrando insensibilidad moral y perversión, unidas a necedad, características todas ellas que nos hacen sospechar puedan haberse convertido en víctimas de ciertas plagas psico-sociales. De todo ello se deduce que deben realizarse campañas eficaces, no sólo contra drogas de mayor o menor efecto, sino una mayor contra el alcoholismo, que produce individuos violentos y desequilibrados, anula el espíritu crítico y favorece la adopción de automatismos gregarios e irracionales. Asimismo, creemos oportuno efectuar una firme campaña contra la ola de insensateces, multiplicada merced a la incidencia de los modernos medios de comunicación, que se oyen de boca en boca y donde menos podría sospecharse. No sólo en calles y plazuelas, sino incluso en Ayuntamientos y Parlamentos.

Parece como si el derecho a expresar libremente una opinión estuviera supeditado a que ésta sea lo más amorfa y bestial posible, y no se piensa jamás en la posibilidad de una réplica libre, legítima e inteligente. Se alaba y celebra como gracia la zafiedad de ciertos slogans macabros, así como la insultante verborrea desplegada con ocasión de actos colectivos. La réplica no surge como debiera, ya sea por abulia o debilidad, cuando no, y esto es lo más grave, por miedo.

Es hora pues de proclamar que, pese a los peligros y a la posibilidad de ser vilipendiados de forma sistemática, debemos estar dispuestos a defendernos de la ruina y el aniquilamiento a los que nos van llevando, de modo rápido, gentes que dicen amar al País como nadie, pero que sin duda confunden el amor con la muerte. Porque seamos claros. El tiempo ha corrido igual para todos, y no vemos que los partidarios de la violencia como alternativa “eficaz” contra la pretendida esterilidad de las vías pacíficas hayan conseguido hasta el día de hoy otro logro que no sea el incremento de la represión policial y parapolicial.
El rechazo de la violencia no debe limitarse por tanto a invocaciones platónicas. Significa, en la práctica, negarse a afirmar o asumir cualquier texto o acto en el que se justifique o se haga apología de hechos en los que la utilización de la violencia física sea preferida a cualquier otro método, racional y pacífico, de búsqueda de soluciones a los problemas. En este sentido, nos rebelamos a aceptar que los procesos históricos necesiten, forzosamente, ser acelerados o enderezados por métodos cruentos. En consecuencia, es preciso decir que la amnistía es una medida bella y deseable, pero que amnistía significa ante todo reciprocidad; es decir, poner final definitivo a la escalada de muertes. De lo contrario, hablar de amnistía no sería sino algo más que una broma macabra.

Por último, es necesario indicar que nuestro pueblo, en cuatro ocasiones y libremente, ha optado por las vías pacíficas para la solución de sus problemas. Aquellos que pretendan imponer sus propias y violentas maneras no se oponen, muy a pesar de sus afirmaciones, a ninguna violencia institucional, sino lisa y llanamente a lo que no son sino los deseos de su propio pueblo. Nadie tiene derecho a erigirse, al igual que los antiguos sindicatos verticales y el extinguido Movimiento, en representantes de un pueblo que ya tiene sus organizaciones políticas y sindicales, a las que sostiene con su afiliación, militancia y votos.

Aunque resulte paradójico, no podemos menos de afirmar que, a la hora de encaminarnos por las sendas de la libertad y la democracia, los vascos nos encontramos en la necesidad de denunciar una situación de la que no saldremos si no nos protegemos de nuestros “salvadores” y no logramos salvarnos de nuestros “protectores”. Aún estamos a tiempo.

Firmantes:
José Miguel Barandiarán, Koldo Mitxelena, Julio Caro Baroja, Eduardo Chillida, José Antonio Ayestarán, Idoia Estornés, Pío Montoya, Juan Churruca, Juan San Martín, Xabier Lete, Edorta Kortadi, Eugenio Ibarzábal, José Ramón Scheifler, Gregorio Monreal, Julián Ajuriaguerra, José Ramón Recalde, Jesús Altuna, Ignacio Tellechea Idígoras, Gabriel Celaya, Agustín Ibarrola, Juan Mari Lecuona, Amelia Baldeón, Mikel Atxaga, Manuel Lecuona, José María Satrústegui, Martín Ugalde, Néstor Basterretxea, Iñaki Barriola, Antton Artamendi, Miguel Castells Adriassens, José María Ibarrondo Aguirregaviria, José María Lacarra y Bernardo Estornés Lasa.

El Poeta toma partido.

El Poeta toma partido.

El Poeta toma partido.

“Se acostó, cerró los ojos, y es lo que hizo, pensar en Simón, en todo lo que le estarían haciendo, en las torturas más salvajes, pero Simón no hablaría”.

Jorge Semprún y Gabriel Celaya se conocieron en Donostia, en junio de 1953, en un rincón de la Parte Vieja, en el tercer piso del número 4 de la calle Juan de Bilbao, donde Amparitxu Gastón y el poeta tenían la oficina de la editorial Norte, que ambos habían fundado con el propósito de publicar una ambiciosa colección de poesía. Semprún lo visitó allí en una de sus numerosos viajes clandestinos desde Paris al interior. Celaya le cayó bien a Semprún. Quizá encontró en él una disposición favorable, simpática, ancestral, hacia lo vasco, un país que él recordaba de los veranos familiares pasados en su infancia en Lekeitio, donde le halló el golpe militar de Franco y desde donde marchó toda la familia al exilio, a Holanda. Se tejió de inmediato la red para una buena amistad. Fue fácil: ambos amaban la poesía, la literatura, ambos deseaban acabar con la tiranía franquista, y ambos eran comunistas.

Cuando Semprún hilvanaba sus delicados hilos en Madrid, buscando pisos seguros donde poder dormir, lugares donde esconderse, espacios para reunirse, para refugiar a algún camarada, no dudó en pedir a Celaya su apoyo. Y el poeta puso su piso de la calle Nieremberg 23, en el barrio de Prosperidad, a disposición de Semprún, del partido. Y en ese domicilio se escondió provisionalmente Simón. Simón Sánchez Montero, alias “Ángel” en la vida clandestina, junto a Semprún, y a Francisco Romero Marín, alias “Aurelio”, eran los tres miembros de la dirección clandestina del Partido Comunista en Madrid, y los tres eran miembros del buró político, la más alta instancia de dirección del partido. Tres personas que llevaban una vida secreta, dedicada por entero a la subversión, a encontrar las fuerzas, las alianzas, para socavar al régimen. Era tal la entrega de la organización para la lucha, en su esfuerzo para derribar a Franco, que no dudaba en exponer a sus dirigentes a los mayores riesgos. Como fue el caso anterior de Larrañaga, o el posterior de Julián Grimau, ambos fusilados. Simón vivía desde hacía varias semanas con Amparitxu y Celaya en el piso de Nieremberg. A veces, y eso desobedecía las normas de seguridad para la vida clandestina, se acercaba Semprún al piso de Celaya y tomaban un aperitivo, una cerveza, comían, o cenaban. La vida dura, secreta, durante años, donde apenas se tenía más contacto que con algunos camaradas seleccionados, unía mucho. Y en ese clima se desarrollaba un fino instinto para percibir el peligro, o la fraternidad.

En la víspera de la HNP, la hachenepe, la Huelga Nacional Pacifica prevista para el 18 de junio de 1959, Semprún tenía una cita con Simón. Tenía que encontrarse con él en la calle, en un punto de la ciudad, para, mientras caminaban, pulsar los preparativos de la HNP, saber los contactos que cada uno había hecho, para estimar las fuerzas con las que contaban, e imaginar las acciones previsibles. Era una fecha muy especial, se jugaban mucho, pues era la piedra angular de toda la táctica del partido en el último ciclo para derribar a Franco. Pero Simón no apareció. Mala señal. Las normas indicaban en esos casos que había que irse y volver a pasar al cabo de media hora por el mismo sitio, pero observando y vigilando la escena del lugar desde lejos, con sumo cuidado, por si había polis. Es lo que hizo Semprún, pero Simón tampoco apareció. Le habían detenido, ya estaba seguro. Semprún se puso nervioso, pero, dominando el pánico, no alteró el plan previsto y acudió al encuentro con Aurelio, la siguiente cita para pulsar las perspectivas huelguistas del día siguiente. Le confesó a Aurelio sus temores por la detención de Simón. No tenían duda de que había caído. Simón había desaparecido entre las cinco de la tarde, cuando se había visto con Aurelio, y las nueve de la noche, hora de la cita fallida con Semprún. Aurelio le recomendó irse a otro piso, porque el suyo ya estaba quemado. Si habían detenido a Simón, y Simón conocía su domicilio, era muy imprudente seguir allí, debía irse cuanto antes, no volverlo a pisar más.

Semprún llamó a casa de Celaya, como última oportu-nidad, por si acaso estuviera allí Simón. Amparitxu le dijo que le estaban esperando, pero que aún no había llegado. Semprún le preguntó a Amparitxu si podía pasar por casa. Ella le contestó que por supuesto, que sí, que le recibirían con sumo agrado, como siempre. Y tomarían unos vinos, mientras esperaban juntos a Simón para cenar –añadió Amparitxu–. Semprún se acercó. Quería prevenirlos, de eso se trataba. Porque también podía caer aquel piso, y resultar todos detenidos, ella y Celaya. Tomaron unos vasos de vino tinto, pero Simón no apareció. ¿Qué hacer? –le preguntó Amparitxu–. Semprún les recomendó que se fueran a dormir a otra casa. Era lo conveniente, lo que había que hacer. Aunque Simón no hablaría –añadió–. Que él no pensaba moverse de su casa. Lo dijo sin haberlo pensado antes, le salió espontáneamente, lo sintió como un destello. Simón no hablaría –zanjó–. Abrazó a Amparitxu, a Gabriel y se fue.

De pronto sintió una fuerza interior descomunal, y supo que, aunque Simón hubiera sido detenido, aunque le torturaran, y lo harían de la peor manera, Simón no hablaría. Jamás. Simón no. Y en lugar de buscar un piso seguro, otro piso que no conocieran Simón, ni Celaya, ni Amparitxu, decidió hacer lo que acababa de decirle a Amparitxu, ir a dormir a su domicilio. Desatendiendo las más elementales normas de la clandestinidad. Pensó que de esa manera le daría fuerza a Simón, para resistir las torturas. Que si él no huía, Simón aguantaba. Que si se metía en la misma cama de cada noche, Simón no se sentiría solo en manos de la policía. Se acostó, cerró los ojos, y es lo que hizo, pensar en Simón, en todo lo que le estarían haciendo, en las torturas más salvajes, pero Simón no hablaría. Simón no.

Eso fue lo que ocurrió. Semprún acostado en su cama, en el piso donde había estado Simón muchas veces, veló sin dormir la resistencia de su camarada, y no ocurrió nada. Tampoco les pasó nada a Celaya y Amparitxu, porque como el pensamiento mágico de Semprún había imaginado, Simón no habló. Y el piso de Nieremberg 23, donde vivía Celaya en Madrid, siguió siendo un piso a salvo, un oasis seguro, un piso libre. Años después, Celaya escribió su famoso poema:
“Maldigo la poesía de quien no toma partido/ partido hasta mancharse”.
Y en su caso no se trataba sólo de bellas e imaginadas palabras, sino que nacían de su propia experiencia, de su vida terrenal, de carne y hueso.

Miguel Usabiaga: Arquitecto – Escritor
Director de Herri

Entre Blas de Otero y Maiakovski

Entre Blas de Otero y Maiakovski

Entre Blas de Otero y Maiakovski

“Ambos tienen un don especial: parece que ven con la voz, que miran con las palabras.”.

Cuando leo a Blas de Otero no puedo evitar que sus palabras me trasladen a Vladimir Maiakovski. Conozco numerosos análisis sobre las influencias en Blas de Otero de unos y de otros, de Juan de la Cruz, de Machado, de Neruda, de Hikmet, de Vallejo, pero ninguno sobre la del gran poeta soviético. Se trata de una conexión profunda, emocional, que no viene a mí tras el rigor comparativo y estructural de un lingüista, sino con la claridad de su eco poético, de su alcance en mi alma. Una correspondencia que se guía por dos patrones:
Ambos tienen un don especial: parece que ven con la voz, que miran con las palabras. Y con ellas nos acercan los paisajes, la geografía, los lugares. Maiakovski, en su autobiografía “Yo”, hace una expresa declaración de intenciones:
“Yo soy poeta. Es lo que me interesa. De eso escribo. Si amo, o si soy jugador, o también cuando amo las bellezas del Cáucaso… sólo cando todo eso es un depósito de palabras”
Así le interesan a Blas de Otero los lugares, por las palabras que guardan, por la vida que condensan. Y sabe encontrar esas palabras para hacernos ver, y viajar a su mundo. Como en tantos poemas, donde habitan sus paisajes, Bilbao, Orozco, la lluvia, China, URSS, Cuba, descritos con palabras vibrantes de colores, o de claroscuros, o de grises, que nos acercan y nos permiten observar esos sitios con la fuerza de su voz, porque, como Maiakovski, sabe sacar las palabras que esos lugares contienen.

En segundo lugar, la correspondencia con Maiakovski se refiere al contenido de su obra poética, más evidente cuando Blas de Otero se convierte en un poeta social (1950). Es la sonoridad de una voz poética épica, de combate, muy cercana a la de Maiakovski en sus famosos poemas en escalera, sus poemas en marcha.

150 MILLONES (Vladimir Maiakovski)

Y la única idea es
brillar para el alba que se acerca
Ese mismo año,
ese mismo día y esa misma hora,
bajo la tierra
Sobre ella,
en el cielo
más arriba incluso
Aparecieron estos
carteles
pasquines
octavillas:
A TODOS
A TODOS
A TODOS
A todos
los que no pueden aguantar más
Juntos,
salid
y caminad

Venimos cruzando capitales
A través de la tundra hicimos camino
En el barro y la ciénaga hemos andado
Venimos a millones
Millones de trabajadores
Millones de obreros y empleados
Venimos de los alojamientos,
Nos hemos escapado de los almacenes
De pasajes iluminados por incendios
Venimos a millones
Millones de objetos
quebrados
rotos
arruinados.

Un tono agitador, de soflama, que reconoce la acción de los que hasta el momento han estado oprimidos y se rebelan para ser los protagonistas, una poesía que incita a sumarse a ese movimiento; y que es similar a la del Blas de Otero más social, como en su poema “En castellano”.

Aquí tenéis mi voz
alzada contra el cielo de los dioses absurdos
mi voz apedreando las puertas de la muerte
con cantos que son duras verdades como puños.

Él ha muerto hace tiempo, antes de ayer. Ya hiede.
Aquí tenéis mi voz zarpando hacia el futuro
Adelantando el paso a través de las ruinas,
hermosa como un viaje alrededor del mundo.

Mucho he sufrido: en este tiempo, todos
hemos sufrido mucho.
Yo levanto una copa de alegría en las manos,
en pie contra el crepúsculo.

Borradlo. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros.
Aquí os dejo mi voz escrita en castellano.
España, no te olvides que hemos sufrido juntos.

Una voz poética que hace suya el sentir profundo de las masas, el sentir de la mayoría, de los que mueven la rueda de la Historia, que se convierte en su voz.

En la casa donde vivió Maiakovski, en Moscú, hay una placa sobre la fachada que dice:

“Toda mi fuerza sonora de poeta
yo te la doy a ti,
clase, a las armas”

Tan cercanas de aquello que expresará Blas de Otero al impregnase a fondo, sus palabras, su lenguaje , en el compromiso:

“Pero yo no he venido a ver el cielo,
te advierto. Lo esencial
es la existencia, la conciencia
de estar
en esta clase o en la otra”

Cartilla (poética) 1963

Lide Arrillaga