El Poeta toma partido.

“Se acostó, cerró los ojos, y es lo que hizo, pensar en Simón, en todo lo que le estarían haciendo, en las torturas más salvajes, pero Simón no hablaría”.

Jorge Semprún y Gabriel Celaya se conocieron en Donostia, en junio de 1953, en un rincón de la Parte Vieja, en el tercer piso del número 4 de la calle Juan de Bilbao, donde Amparitxu Gastón y el poeta tenían la oficina de la editorial Norte, que ambos habían fundado con el propósito de publicar una ambiciosa colección de poesía. Semprún lo visitó allí en una de sus numerosos viajes clandestinos desde Paris al interior. Celaya le cayó bien a Semprún. Quizá encontró en él una disposición favorable, simpática, ancestral, hacia lo vasco, un país que él recordaba de los veranos familiares pasados en su infancia en Lekeitio, donde le halló el golpe militar de Franco y desde donde marchó toda la familia al exilio, a Holanda. Se tejió de inmediato la red para una buena amistad. Fue fácil: ambos amaban la poesía, la literatura, ambos deseaban acabar con la tiranía franquista, y ambos eran comunistas.

Cuando Semprún hilvanaba sus delicados hilos en Madrid, buscando pisos seguros donde poder dormir, lugares donde esconderse, espacios para reunirse, para refugiar a algún camarada, no dudó en pedir a Celaya su apoyo. Y el poeta puso su piso de la calle Nieremberg 23, en el barrio de Prosperidad, a disposición de Semprún, del partido. Y en ese domicilio se escondió provisionalmente Simón. Simón Sánchez Montero, alias “Ángel” en la vida clandestina, junto a Semprún, y a Francisco Romero Marín, alias “Aurelio”, eran los tres miembros de la dirección clandestina del Partido Comunista en Madrid, y los tres eran miembros del buró político, la más alta instancia de dirección del partido. Tres personas que llevaban una vida secreta, dedicada por entero a la subversión, a encontrar las fuerzas, las alianzas, para socavar al régimen. Era tal la entrega de la organización para la lucha, en su esfuerzo para derribar a Franco, que no dudaba en exponer a sus dirigentes a los mayores riesgos. Como fue el caso anterior de Larrañaga, o el posterior de Julián Grimau, ambos fusilados. Simón vivía desde hacía varias semanas con Amparitxu y Celaya en el piso de Nieremberg. A veces, y eso desobedecía las normas de seguridad para la vida clandestina, se acercaba Semprún al piso de Celaya y tomaban un aperitivo, una cerveza, comían, o cenaban. La vida dura, secreta, durante años, donde apenas se tenía más contacto que con algunos camaradas seleccionados, unía mucho. Y en ese clima se desarrollaba un fino instinto para percibir el peligro, o la fraternidad.

En la víspera de la HNP, la hachenepe, la Huelga Nacional Pacifica prevista para el 18 de junio de 1959, Semprún tenía una cita con Simón. Tenía que encontrarse con él en la calle, en un punto de la ciudad, para, mientras caminaban, pulsar los preparativos de la HNP, saber los contactos que cada uno había hecho, para estimar las fuerzas con las que contaban, e imaginar las acciones previsibles. Era una fecha muy especial, se jugaban mucho, pues era la piedra angular de toda la táctica del partido en el último ciclo para derribar a Franco. Pero Simón no apareció. Mala señal. Las normas indicaban en esos casos que había que irse y volver a pasar al cabo de media hora por el mismo sitio, pero observando y vigilando la escena del lugar desde lejos, con sumo cuidado, por si había polis. Es lo que hizo Semprún, pero Simón tampoco apareció. Le habían detenido, ya estaba seguro. Semprún se puso nervioso, pero, dominando el pánico, no alteró el plan previsto y acudió al encuentro con Aurelio, la siguiente cita para pulsar las perspectivas huelguistas del día siguiente. Le confesó a Aurelio sus temores por la detención de Simón. No tenían duda de que había caído. Simón había desaparecido entre las cinco de la tarde, cuando se había visto con Aurelio, y las nueve de la noche, hora de la cita fallida con Semprún. Aurelio le recomendó irse a otro piso, porque el suyo ya estaba quemado. Si habían detenido a Simón, y Simón conocía su domicilio, era muy imprudente seguir allí, debía irse cuanto antes, no volverlo a pisar más.

Semprún llamó a casa de Celaya, como última oportu-nidad, por si acaso estuviera allí Simón. Amparitxu le dijo que le estaban esperando, pero que aún no había llegado. Semprún le preguntó a Amparitxu si podía pasar por casa. Ella le contestó que por supuesto, que sí, que le recibirían con sumo agrado, como siempre. Y tomarían unos vinos, mientras esperaban juntos a Simón para cenar –añadió Amparitxu–. Semprún se acercó. Quería prevenirlos, de eso se trataba. Porque también podía caer aquel piso, y resultar todos detenidos, ella y Celaya. Tomaron unos vasos de vino tinto, pero Simón no apareció. ¿Qué hacer? –le preguntó Amparitxu–. Semprún les recomendó que se fueran a dormir a otra casa. Era lo conveniente, lo que había que hacer. Aunque Simón no hablaría –añadió–. Que él no pensaba moverse de su casa. Lo dijo sin haberlo pensado antes, le salió espontáneamente, lo sintió como un destello. Simón no hablaría –zanjó–. Abrazó a Amparitxu, a Gabriel y se fue.

De pronto sintió una fuerza interior descomunal, y supo que, aunque Simón hubiera sido detenido, aunque le torturaran, y lo harían de la peor manera, Simón no hablaría. Jamás. Simón no. Y en lugar de buscar un piso seguro, otro piso que no conocieran Simón, ni Celaya, ni Amparitxu, decidió hacer lo que acababa de decirle a Amparitxu, ir a dormir a su domicilio. Desatendiendo las más elementales normas de la clandestinidad. Pensó que de esa manera le daría fuerza a Simón, para resistir las torturas. Que si él no huía, Simón aguantaba. Que si se metía en la misma cama de cada noche, Simón no se sentiría solo en manos de la policía. Se acostó, cerró los ojos, y es lo que hizo, pensar en Simón, en todo lo que le estarían haciendo, en las torturas más salvajes, pero Simón no hablaría. Simón no.

Eso fue lo que ocurrió. Semprún acostado en su cama, en el piso donde había estado Simón muchas veces, veló sin dormir la resistencia de su camarada, y no ocurrió nada. Tampoco les pasó nada a Celaya y Amparitxu, porque como el pensamiento mágico de Semprún había imaginado, Simón no habló. Y el piso de Nieremberg 23, donde vivía Celaya en Madrid, siguió siendo un piso a salvo, un oasis seguro, un piso libre. Años después, Celaya escribió su famoso poema:
“Maldigo la poesía de quien no toma partido/ partido hasta mancharse”.
Y en su caso no se trataba sólo de bellas e imaginadas palabras, sino que nacían de su propia experiencia, de su vida terrenal, de carne y hueso.

Miguel Usabiaga: Arquitecto – Escritor
Director de Herri