Los otros juegos olímpicos de Barcelona.

“Eduardo Vivancos” Artículo escrito originalmente en catalán en el año 1992 y aparecido en la revista “Flama”, órgano del Casal Català de Toronto.

Los Juegos de la XXV Olimpiada han hecho de Barcelona el punto de mira de millones de personas alrededor del mundo. Parece como si Barcelona hubiera sido redescubierta. Todo el mundo habla de ella. La prensa y la televisión nos han traído imágenes que parecen venir de un país de maravillas. Imágenes de la ciudad entera, de sus monumentos distintivos, del Barrio Gótico, de la Villa Olímpica, del flamante Palau Sant Jordi, de las numerosas instalaciones deportivas y del Estadio Olímpico de Montjuïc.

Estadio de Montjuïc, para algunos de mi generación lleno de recuerdos y de cierta nostalgia. Mentalmente veo este estadio como era hace 56 años. Grupos de jovencitos entusiasmados y llenos de ilusiones íbamos allí diariamente para entrenarse, con el propósito de poderse clasificar y poder participar en la Olimpiada de Barcelona. Sí, digo bien, en la Olimpiada de Barcelona, que había de tener lugar hace exactamente 56 años, a pesar de que ahora no se hable mucho de aquel acontecimiento. Pero antes de continuar la historia de aquella olimpiada, desgraciadamente frustrada por trágicas circunstancias, giremos las hojas del libro del tiempo y repasemos brevemente la historia de los Juegos Olímpicos modernos.

Su iniciador fue el francés Pierre de Coubertin, un humanista que creía que la participación de hombres de todo el mundo en competiciones deportivas aportaría un espíritu de amistad, de hermandad y de comprensión entre los participantes fuera cual fuera su origen étnico, sus creencias y su posición social. Digamos de paso que los objetivos idealistas de Pierre de Coubertin no se han realizado completamente y los Juegos han quedado muy a menudo desvirtuados por manipulaciones políticas, racismo, intolerancia, comercialismo y la ambición de querer ganar a toda costa, utilizando para conseguirlo, medios muy poco éticos, en contraste con el deseo expresado para Coubertin cuando dijo: “Lo más importante en los Juegos Olímpicos no es ganar, sino participar; lo más importante en la vida no es el triunfo, sino el esfuerzo por conseguirlo”.

El ideal que Pierre de Coubertin propone a los participantes no se identifica sólo con la victoria, sino con el espíritu caballeroso del deporte, su práctica desinteresada, la aceptación cortés de la suerte, favorable o adversa, la colaboración amistosa entre las naciones, las razas y los hombres en general, objetivos que constituyen elementos morales de un valor elevado y que el público sabe igualmente apreciar.

La primera Olimpiada moderna tuvo lugar en Atenas en el año 1896 y desde entonces, excepto los años de las dos guerras mundiales, se celebra cada cuatro años en una ciudad diferente. Ya desde el principio del movimiento olímpico, los barceloneses han demostrado un interés muy grande por los Juegos. Cuando se construyó el estadio de Montjuïc en el año 1929, fue con la intención de poseer las instalaciones requeridas para poder organizarlos. En efecto, Barcelona presentó, a su debido tiempo, la candidatura para celebrar los Juegos de la XI Olimpiada prevista para el año 1936.

El Comité Olímpico Internacional se reunió en Barcelona el año 1931, pero sus miembros no llegaron a ponerse de acuerdo. Fue un año más tarde, en Los Ángeles, cuando por votación se eligió Berlín. Esta ciudad obtuvo 43 sufragios contra 16 para Barcelona y 8 abstenciones. En aquel momento en Alemania había un régimen políticamente centrista que parecía poder organizar los Juegos con cierta garantía de imparcialidad, pero en enero de 1933 Adolf Hitler ocuparía el poder y enseguida introduciría leyes de carácter racista. La imparcialidad ya no era posible a pesar de las promesas hechas por Hitler a Baillet-Latour, presidente del Comité Olímpico Internacional.

El 15 de septiembre de 1935 Hitler proclamó las Leyes de Nuremberg, privando a los judíos de la nacionalidad alemana y al mismo tiempo intensificó la persecución feroz contra todos sus opositores políticos. Estas circunstancias crearon una atmósfera de malestar. Muchos deportistas se negaron a ser instrumentos de la máquina de propaganda nazi y en muchos países se crearon comisiones a fin de encontrar una alternativa a los Juegos de Berlín. El lugar idóneo era Barcelona que, como hemos dicho más arriba, ya había presentado su candidatura unos años antes.

Como resultado se creó el Comité de la Olimpiada Popular de Barcelona bajo la presidencia de Josep Antoni Trabal; el secretario fue Jaume Miravitlles, conseller de la Generalitat de Catalunya y la fecha prevista fue del 19 al 26 de julio. Pronto llegarían adhesiones de Francia, Estados Unidos, Suiza, Canadá, Grecia, Suecia, Marruecos y muchos otros. Por razones obvias no llegaron adhesiones de Alemania pero, en cambio, se inscribieron muchos alemanes que residían fuera de su país y a los cuales estaba vedada la participación en los Juegos de Berlín.

La tarde del sábado 18 de julio, el estadio de Montjuïc hervía de actividad. Muchos atletas extranjeros se encontraban allí para entrenarse y para confraternizar con otros participantes de los Juegos. También se encontraban muchos jóvenes barceloneses miembros de la sección deportiva del Ateneo Enciclopédico Popular, de la Escuela del Trabajo de Barcelona y de otros clubes locales. Estos jovencitos tenían que practicar ejercicios gimnásticos para ser presentados al día siguiente.

Los contactos entre los dos grupos eran muy interesantes e instructivos a pesar de los evidentes problemas lingüísticos. La mayor parte de los forasteros no hablaban nada de español. Algunos de ellos empleaban palabras que acababan de aprender y que pronunciaban terriblemente dando lugar a interpretaciones divertidas. Yo mismo intenté emplear los pocos conocimientos que tenía del francés, pero sin mucho éxito. Maneras afables y calurosos estrechamientos de mano reemplazaban las palabras.

El ambiente era muy fraternal. Por primera vez en mi vida tuve la oportunidad de relacionarme directamente con personas de otros países. Aquella experiencia reforzó mi convicción de que era deseable fomentar el sentimiento de amistad entre persones de diversos orígenes étnicos y nacionales. El entusiasmo y la euforia flotaban sobre el estadio pero, desgraciadamente, mitigados por un sentimiento de temor y de tensión. Durante todo el día corrían rumores muy alarmantes sobre una inminente rebelión militar.

El gobierno aseguraba que tenía la situación controlada, pero ninguno se lo creía. Cuando los jóvenes gimnastas se preparaban para practicar sus ejercicios, uno de los organizadores anunció con voz afligida: “Unas manos fascistas han saboteado las instalaciones eléctricas. Resolveremos el problema y mañana todo estará listo para la inauguración de los Juegos”.

Paralelamente a las competiciones deportivas iba a tener lugar la Olimpiada Cultural y ya se habían previsto más de 3000 manifestaciones folclóricas. Entre los participantes en las actividades culturales se encontraba el gran violonchelista Pau Casals.

La noche del 18 de julio Pau Casals dirigía los ensayos de la Novena Sinfonía de Beethoven que la orquesta, con la colaboración del coro del Orfeó Gracienc, iba a ejecutar al día siguiente en el Teatro Grec de Montjuïc en la inauguración de la Olimpiada. Durante el ensayo se presentó un emisario oficial que, con la voz alterada, gritó: “Suspendan el ensayo. Tenemos noticias de que esta noche habrá un alzamiento militar en toda España. El concierto y la Olimpiada han sido suspendidos. Abandonen todos, inmediatamente, el local”.
Casals se quedó consternado. Se dirigió a los músicos y a los coristas y les dijo: “No sé cuándo nos volveremos a reunir; os propongo que, antes de separarnos, todos juntos ejecutemos la sinfonía”, y levantando la batuta continuó el ensayo, terminando en la parte final que dice:

Abrazaos,hombres,
ahora que un gran beso
inflama los cielos…

“¡Qué momento tan emocionante! y qué contraste” recordaba el maestro unos años más tarde. “Nosotros cantábamos el himno inmortal de la hermandad, mientras que en las calles de Barcelona, y de muchas otras ciudades, se preparaba una lucha que tanta sangre haría verter”.
La coral también había ensayado el himno de la Olimpiada Popular, escrito por el poeta Josep María de Segarra, himno que se iba a cantar ante miles de personas precisamente el día 19 de julio:

Bajo el cielo azul
la única palabra apropiada
un grito de alegría, Paz.

Pero en lugar del himno de la Paz aquel día los barceloneses sentirían el sonido de un continuo tiroteo y, a las cinco y cuarto de la mañana, un llamamiento patético desde la emisora de Radio Barcelona: “Barceloneses, el momento tan temido ha llegado; el ejército, traicionando su palabra y su honor, se ha levantado contra la República. Para los ciudadanos de Barcelona ha llegado la hora de las grandes decisiones y de los grandes sacrificios: destruir este ejército faccioso. Que cada ciudadano cumpla su deber”. “Visca la Generalitat de Catalunya! Visca la República!”.

Muchos de los atletas olímpicos participaron activamente en la lucha contra el fascismo, y una buena parte de ellos no volvería a pisar nunca más las pistas de un estadio. Así se acabó, antes de empezar, lo que podía haber sido la gran Olimpiada Popular de Barcelona, preparada con tanto entusiasmo y tanta ilusión por hombres de buena voluntad que de buena fe creían en el ideal olímpico y humano.