Un nuevo estado
para una nueva sociedad

Fue un 18 de marzo hace 150 años cuando los excluidos de aquel París se negaron a devolver los cañones de Montmartre y Belleville empleados en la guerra franco prusiana que había concluido con la derrota francesa. Esas clases populares habían sido expulsadas a la periferia por la construcción de los grandes bulevares de la burguesía parisina a mediados del siglo XIX, sufrieron las medidas impopulares de alquileres y salarios, la represión de la revuelta de octubre de 1870 y los desastres de la guerra franco-prusiana. Esta situación y el vacío de poder por la rendición ante Prusia fue la partera de la revolución que hizo que los desarrapados de París tomaran el poder político. Eso sí que fue un golpe de efecto, el único golpe de efecto realmente efectivo. La toma del poder político por los oprimidos.

En 72 días de existencia, la Comuna condonó los alquileres, se autogestionaron los talleres por los obreros, se separó la Iglesia y el Estado. Por primera vez las mujeres cobraron protagonismo, las petroleras, mujeres como Nathalie Lemel o Louise Michel a la que el anarquismo le debe la bandera negra. Y es que la Comuna fue la última experiencia donde todo el movimiento obrero se siente representado, de proudhonianos a blanquistas, pasando por jacobinos y miembros de la I Internacional, todas las tendencias de la izquierda francesa del momento fueron participes pero ni por el valor de la unidad vamos a rememorarla como merece. Nos queda el consuelo de que a la Comuna la recuerden los fotógrafos, pues fue el primer acontecimiento histórico de cierta relevancia fotografiado. Hasta que años después se instauró el 1 de mayo, el 18 de marzo fue el día de conmemoración de la clase obrera. A la Comuna le debemos la bandera roja y la mayor enseñanza para un revolucionario: cuál es el papel del Estado.

En el manifiesto de aquel 18 de marzo la Comuna proclamó que “los proletarios de París han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el poder”. Su experiencia primigenia los llevo a entender que tomar el poder no podía limitarse a tomar la máquina del Estado tal y como estaba y usarla para sus propios fines. Ante el primer intento de cambiar el mundo, el Estado mostró toda su naturaleza como elemento de sometimiento de clase. Sus características y estructura están determinados para el cumplimiento de esa función. Los comuneros comprendieron que no podían seguir gobernando con esa vieja maquinaria del Estado francés del siglo XIX y que tomar el poder implicaba barrer por completo el viejo Estado y construir un nuevo Estado para las nuevas funciones de la nueva sociedad.

Esa fue la gran enseñanza de la Comuna pero el revolucionario es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra del papel del Estado. Y aquí estamos 150 años después emocionándonos con golpes de efecto con los que podamos hacernos con la gestión de la maquinaria de parte del Estado, confiados en que desde allí generaremos contradicciones, pararemos el fascismo o que incluso cambiaremos el mundo de base. Porque la dominación ideológica no solo inculca el individualismo y la competitividad, también la idea de que el Estado es un elemento neutral, el Parlamento donde se dirimen las contradicciones de la sociedad y el diálogo y el consenso el método para superarlas. No solo aceptamos estas ideas, las replicamos en cada acción, en cada discurso, en cada gesto, mutilándonos estratégicamente.

Si tenías manos de trabajador te fusilaban

Aquel Estado francés del siglo XIX estaba diseñado para barrer las viejas estructuras de dominación feudal y organizar la nueva dominación de la burguesía sobre el proletariado, surgida tras la Revolución Francesa y los sucesivos procesos revolucionarios de principios del siglo XIX francés. Marx en La Guerra Civil en Francia lo clavó diciendo que “el Estado se transfirió de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la clase obrera”. Su nuevo diseño y estructura se ajusta a ese único objetivo, como todo diseño y estructura de cualquier Estado está diseñado para la dominación de clase del momento.

También el Estado español de 2021, con un capital globalizado y financiarizado, con una clase obrera atomizada e ideológicamente mucho más sometida, se adapta a las características de esta estructura de dominación de clase que existe hoy en España para ser su herramienta más efectiva. El Estado en nuestro caso, debido a ese capital y a esa dominación de clase globalizados, llega incluso a ceder soberanías fundamentales, como la monetaria, la militar o la comercial, en unas estructuras supranacionales para las que no se convocan elecciones y que hacen todavía más ineficaz la simple gestión de las estructuras del Estado para nuestros objetivos finales.

Los comuneros entendieron rápida e instintivamente todo esto, que con un martillo pocas cosas distintas a clavar clavos iban a poder hacer. Por eso su objetivo no fue hacerse con la gestión del martillo, lo destruyeron y construyeron una nueva herramienta pues sus objetivos eran bien distintos. Precisamente por eso, porque supieron resolver con audacia el problema central de todo proceso revolucionario, el del papel del Estado, la Comuna fue el primer intento en la historia de cambiar el mundo. Y por ello recibió la más dura represión conocida cuando a finales de mayo de 1871 fue derrotada.

Comenzó la semana sangrienta y hasta cinco años después duró la ley marcial en París. Paraban a la gente y les hacían enseñar las manos, si estaban curtidas del trabajo los fusilaban. El odio fue de clase, durísimo, aunque la Comuna no tomó nunca medidas enérgicas contra sus enemigos, decenas de miles fueron asesinados por su osadía histórica. En España, más de sesenta años después, cuando la reacción tuvo que hacer frente a la revolución de Asturias del 34, todos sus tribunos, desde Calvo Sotelo a Gil Robles, pasando por Melquíades Álvarez, justificaron la represión diciendo que la de los comuneros llevaba garantizando a Francia más de sesenta años de paz social. Es cierto, lo timorato del movimiento obrero francés de finales del siglo XIX y principios del XX no se entiende sin la paz de los cementerios que supuso la represión de la Comuna. Quisieron que temiéramos ser osados como los comuneros para finalmente acabar olvidando su ejemplo. Me duele reconocerlo pero en parte lo han conseguido. Hoy una placa en el muro de los federados del cementerio de Père-Lachaise de París parece ser lo único que recuerda a la Comuna. Sus herederos estamos a otras cosas, admiramos otras valentías, otras audacias. Pero me niego a olvidar de dónde venimos, el enorme ejemplo y enseñanza de esta interminable historia que es la lucha de clases, donde la Comuna es una de sus páginas más memorables. Una historia donde ni reyes ni dioses ni tribunos serán el supremo salvador y a nosotras mismas nos toca hacer el esfuerzo redentor. Me niego a centrarme en la lucha electoral y encerrados en una cueva y atados con grilletes como en el mito de la caverna ver la realidad desde su óptica deformada y replicarla en nuestra forma de hacer y entender la política. Que con tanta hipérbole no lo olvidemos porque venimos de la Comuna y espero que más temprano que tarde volvamos a ella.

¡VIVA LA COMUNA!
ALBERTO CUBERO.
Secretario Político del PCE Aragón y concejal por Zaragoza en Común