El desierto dolor.

“El aleteo de las hojas, la hierba mecida, la danza de las ramas, el cabeceo de las palmeras en el viento, unas asienten, otras niegan… y te parece que algo falta.”

Y por delante y por detrás, millas y millas de oscuridad, pero de ese día en que todo cambia recuerdas cada detalle.

Recuerdas que era sábado mañana azul y que una nube paseaba sola el cielo. Recuerdas que, aunque has trasnochado, algo, no sabes qué, te ha despertado y temprano para ser sábado ya estás desenredando el cabello mojado trás la ducha y contemplando el paisaje a través de la ventana que da a los huertos tras la casa. El aleteo de las hojas, la hierba mecida, la danza de las ramas, el cabeceo de las palmeras en el viento, unas asienten, otras niegan… y te parece que algo falta.

¿Un presentimiento? Quizá. Pero es que tú eres triste, es tu condición, y rara sí, te lo ha dicho otra “rareza” desde una de sus frases pegada en la pared de una copistería, esa frase que termina diciendo, Bueno, espero que si lees esto sepas que sí, que es verdad, estoy aquí y soy tan extraña como tú.
Este llamamiento tan generoso, sentirse concernida, reconocida, acompañada la tiene conmovida… ¿Quién no querría llegar desde tan lejos, desde otro tiempo, llegar con su voz a otro y estremecerlo así? Ella sí. Y desde entonces solo quiere saber de Frida y volver, otra vez, a la escritura.

Recuerda las gotas de agua que resbalan sobre la espalda camino de su habitación. Despejar la mesa de estudio de “lo serio”, de los apuntes de esa carrera que no termina y sacar y poner sobre la mesa los útiles del gran juego, los libros, las notas, los esbozos de relatos y cuentos, la copia de una lámina de un cuadro de Frida, La columna rota, que le ha distraído a su hermana, que estudia arte. Con esa copia lleva unos días entrenando la mirada y le cuenta a su otra y va anotando lo que se le ocurre, en confianza de raras. E imagina que Frida ríe o le dice algo en mejicano inventado, Pero qué seriosa eres.

Pero hoy, relee las anotaciones, las frases sin hilván que sobre ese cuadro tiene anotadas, La mujer que se adentra en el desierto dolor estoica, comedida, recogiendo elegante la falda como si fuese a un baile… La mujer que se adentra en el desierto sol alto dolor que no declina… La mujer que se adentra toda una vida ya, recompuesto una y otra vez el corsé sobre la columna rota, que ya es de fierro… Estas frases sin hilo de relato nada le dicen, y es que ella está en lo que le parece que le falta al paisaje, no al del cuadro, este desierto conmovido y tan roto como la mujer rota, manando llanto, lo que le falta a su paisaje.

Y vuelve a mirar el cuadro y a Frida a los ojos, buscando la inmensa mirada y es entonces el grito. El grito de su madre en la planta baja de la casa, ese grito que ella ya ha oído de su madre cuando murió su abuela, ese grito que desde entonces sabe que solo provoca la Parca, y que sabe que unos caen, cortados sus hilos, para no levantarse, y otros caen de rodillas y meses o años después, aciertan a levantarse. Y sabe como si ese grito llevase un nombre, que el que ha muerto es su padre, el que daba cuerda a la caja de música de su pequeño mundo, y que era la música ese algo que parecía faltarle a su paisaje.

Y ella está ahora de rodillas y hay un vacío, un fundido en negro en el que le parece haber recorrido el fondo del ojo y por una abertura, un detrás pero dentro de la cabeza, haberse deslizado y caído en la sima del tiempo, sobre huesos todavía calientes, de los tuyos, y que de allí sale el grito que como un hilo sale de una boca y entra en otra y de otra sale y entra en otra, de todos los que seremos y hemos sido.

Y piensa que Frida podría pintar ese cuadro, esa sima del tiempo de calaveritas mejicanas bajo la casa y ese hilo que sale de una calaverita, la más vieja, y después de salir y entrar y de salir y entrar de calaveríta en calaverita, llegar hasta su madre y de su madre a ella y de ella a sus hermanos, que ya han llegado a la casa, encanecidos de golpe los mayores, ángeles viejos los pequeños… Y pintaría conmovido, tan cuarteado y tan roto como nosotros el paisaje de palmeras, que sigue absurdo e indiferente su danza, para que fuese más fácil adentrarse en el desierto dolor tan desierto y tan largo que se nos viene.

Alicia Noland
Escritora