La niña que regreso de la URSS

“Republicanos eran, o éramos, los niños que formamos
parte de la guerra civil y la perdimos”. Eduardo Haro Tecglen

Rosa: mejor, Rosita Larrañaga.

Cinco años tenía cuando, desde París, al cobijo de su madre —Carmentxu—, también de la abuela —Margarita—, con su pequeña muñeca de trapo descolorido, cruzaba Europa de oeste a este. No era fácil, tiempos de tormenta. Además, su padre no las acompañaba, eran otros sus derroteros.
—Es una imprudencia quedarnos aquí —insistía Jesús—. Para vosotras… ¿Dónde mejor que en la patria soviética?

No faltaba razón al dirigente republicano exiliado con toda su familia. El regreso a la España de Franco, imposible. Era necesario aguardar, ser pacientes, cuestión de tiempo, acaso no mucho. El ogro del fascismo, tras el triunfo bélico, aspiraba a más, España solo era el principio. El padre, el marido, tenía razón, Francia no era lugar seguro; el estigma de dirigente comunista los acompañaba, a él y a su familia. La esperanza estaba en que, tarde o temprano, las democracias europeas pondrían coto a la bestia y, entonces sí, entonces —acaso antes que después—, Franco tendría los días contados. Mientras tanto…

2.895 niños españoles, de ellos, la mitad paisanos vascos, a bordo del Habana, embarcados en Santurce, destino la URSS —Niños de la guerra—. Corría el 13 de junio de 1937. Ellos llegaron antes. La familia Larrañaga lo hacía con el tiempo justo, cuestión de meses, pocos, acaso semanas. El 1 de septiembre de 1939, Alemania invadía Polonia. Comenzaba el segundo campo de batalla. Con voracidad, La Peste se extendía por toda Europa.

Eran hijos de republicanos españoles; invitados de honor en la URSS. Rosita, también lo era. Convivió con ellos, conoció a Amaya, la hija de Pasionaria, acaso también, no lo sé con exactitud, a Carmen, mi madre. Hasta junio de 1941, resultaron días complejos —no podía ser de otro modo—, complejos, pero no trágicos. Luego, la ocupación nazi lo cambiaría todo. Hasta esa fecha, Rosita, a miles de kilómetros de su patria, de su casa, al igual que el resto de niños, recibía una educación esmerada. Si eran españoles, no debían olvidar sus raíces, su origen. Aprender el idioma ruso era necesario. Pero, claro, también lo era, mantener vivo el de Cervantes. Literatura española…, asignatura obligada para todos. Diecinueve años después, ya adultos, un 30% —hombres y mujeres por igual—, regresaron del exilio con carreras universitarias; algo impensable, especialmente para las mujeres, de haber sido educadas en España.
A pesar de su corta edad —apenas siete años—, algo le dice a Rosita que, quienes cercenaron su diminuto pasado, son los mismos que ahora, obligan a los cientos y cientos de españoles a huir hacia el interior de la extensa Rusia. Los alemanes están a las puertas de Moscú, también de Leningrado y Stalingrado. El éxodo que años atrás dio comienzo con el fin de la Segunda República, debe continuar. Las grandes ciudades, ambición de los invasores, han dejado de ser lugar seguro, las autoridades lo saben y, es de obligada cortesía, proteger, amparar a los invitados. A pesar de la guerra, con mil dificultades sobrepuestas, el refugio está en el este, camino de los Urales. Allí, los alemanes serán incapaces de llegar; si acaso, tiempo después, algunos lo harán en calidad de prisioneros. Conocerán la Siberia de los veinte, treinta, o más grados bajo cero. Mi madre decía que, a partir de los veinte, todo era igual, treinta, cuarenta…, no distinguías la diferencia. La bofetada en el rostro, la misma.

Pasan los años, Rosa Larrañaga ya no es aquella niña. La abuela ha fallecido. Paseando con su madre por la Plaza Roja, admirando la belleza arquitectónica de la Basílica de San Basilio, a su derecha las murallas del Kremlin, agarradas del brazo, Rosa pregunta por su padre —no es la primera vez—. Necesita, desea conocer quién y cómo era él. También, por qué lo fusilaron. Quiere saber cómo es la tierra que la vio nacer, esa desconocida a la que en pocos días regresará. Los gobiernos soviético y español, han firmado un tratado de repatriación. Tras casi dos décadas, la intermediación de Cruz Roja internacional, ha llevado a buen puerto las negociaciones.

Diecinueve años atrás, en tierra extraña, extranjera, misteriosa para todos, los niños fueron recibidos con extremo cariño. Provenían de un país castigado por el destino, humillado por la barbarie. En la nueva patria, encontraron afecto, calor, honra. Al regreso a España, algo así deseaban. ¡Qué equivocación! No fue fácil, desarraigo, humillación, interrogatorios policiales…, sospechas, suspicacias infundadas de las autoridades españolas. A pesar de todo, la vida seguía adelante. Rosa Larrañaga, como tantos, pudo regresar, no al reencuentro de una infancia y unos sueños inalcanzables, ambos, habían sido arrebatados, cercenados de raíz. Regresaba a un origen desconocido. A un lugar áspero y gris, a su país. Allí donde, a pesar de ser ya un imposible los besos y abrazos de su padre, aún permanecían con arraigo los fundamentos de su pasado.

Vladimir Merino
Escritor