CUATRO POETAS Y UN PAÍS: FIGUERA, CELAYA, OTERO Y ARESTI.

“Una lectura integradora.” por Félix Maraña.

ay cuatro poetas que orientan, definen y pro-yectan el universo de la poesía en el País Vasco en la segunda mitad del siglo XX: Ángela Figuera Aymerich (1902–1984), Gabriel Celaya (1911–1991), Blas de Otero (1916–1979) y Gabriel Aresti (1933–1975). Figuera, Otero y Aresti, hijos de Bilbao. Celaya, guipuzcoano. Aunque los cuatro tienen un origen social y familiar distinto, su obra, actuación cívica, situación histórica y conducta personal les hermana y unifica, definiendo su trayectoria por conductas inequívocamente solidarias, progresistas y generadoras de los sentimientos humanos más hondos y universales. Y los cuatro tuvieron estrecha relación, cuando no militancia, en el Partido Comunista, que era la instancia o institución clandestina que alentaba la más decidida oposición a la dictadura de Franco. Su régimen político, inspirado en el terror, tras la guerra de 1936–39, afectó a las personas, conductas y destino de muchos ciudadanos, algunos, muchos de los cuales, acabaron en el patíbulo, en las trincheras y fosas anónimas o el desamparo de las cunetas en las más diversas carreteras de España.
Y ese régimen afectó de modo especial a los intelectuales y artistas, por cuanto el régimen entendía que la represión de la ideas y el pensamiento era una de las formas de sometimiento de la población. A los cuatro poetas vascos les afectó aquella privación de libertad de pensamiento. Si hacemos un repaso somero a la peripecia vital de los cuatro, advertiremos de inmediato que esas circunstancias en las que tuvieron que vivir determina en medida esencial su propia creación poética. Y la determina porque los cuatro son ciudadanos que, además de poetas, o precisamente por ello, tomaron conciencia. La toma de conciencia personal ante la historia hace de su obra un testimonio y añade un valor fundamental, que ha sido menos apreciado en la historia cultural reciente: el compromiso del intelectual ante su tiempo y con su gente. Los cuatro son ejemplo de esa conciencia cívica comprometida.

ÁNGELA, MUJER DE BARRO Y MEDIADORA

Así, Ángela Figuera, joven catedrática de Instituto, que había contraído en 1933 matrimonio con Julio Figuera, su primo, ingeniero y republicano por la causa de la libertad como ella, ve que en 1939 es desposeída de su profesión y anulada civilmente. Había perdido no sólo la guerra, sino el futuro. Ángela, que había perdido durante la contienda a su primer hijo, tendría posteriormente otro, Juan Ramón, a quien puso este nombre en honor al poeta autor de “Platero y yo”. Ángela Figuera, que tenía una vocación pedagógica de verdadero cuajo y proyección, fue mutilada de por vida. Su marido, condenado a muerte, pasó por varias cárceles y nuestra escritora, que tenía una hermana maestra y un hermano pintor de excelencia, nunca pudo ejercer una profesión que hubiera colmado su vida. Por demás, y como revindica en su poesía, quiso y fue madre, esposa y generadora de vida. Sus libros son canto a esa idea motora de la Naturaleza y la Historia que es el amor, a los seres inmediatos y a la Humanidad. Todo ello sin desconocer que el mundo está compuesto de luz y tinieblas, y en ese mundo hay que estar, decidir y apostar.
Figuera, que es consciente y víctima de la atmósfera en que viven los intelectuales del llamado exilio interior, escribió de este modo un libro determinante, el que califica su proyección en la historia de la cultura, pero profundo como todos los demás que escribió: “Belleza cruel” (1958). El título nos ilumina sobre el contenido luminoso de todos sus poemas. Y es un libro tan determinante desde un punto de vista histórico, que fue premiado en México por un jurado presidido por quien ostentaba, junto con Juan Ramón Jiménez, la representación más digna del exilio cultural republicano: León Felipe. Aquella mujer, que había quedado en la “vieja heredad acorralada”, cuando otros ciudadanos del éxodo y el llanto habían partido hacia la nada del exilio, era de este modo la embajadora, la mediadora, la que levantaba el ánimo de los exiliados. Para muchos de éstos, como escribió Max Aub, o Francisco Giner de los Ríos (el poeta, no confundir con su tío, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza), de manera equivocada e injusta, y sin duda para rechazar el franquismo, pensaban que todo lo que viniera del interior del país no podía ser bueno, por cuanto estaba dominado o contaminado por aquella atmósfera y realidad de miedo, terror y ausencia de libertades. Tan sólo al ver aquel libro de Ángela Figuera Aymerich cambiaron de opinión, y basta con leer el prólogo de León Felipe a dicho libro para entender cómo la autoridad de aquel gran poeta y ciudadano daba su espaldarazo a un libro como “Belleza cruel”. En dicho prólogo, Felipe reconocía una nómina de poetas, entre los que estaban, por supuesto, Ángela, Celaya y Otero. La lectura de los poemas de esta bilbaina nos pondrá a la altura de su significación.
Y si fue trascendente esa embajada de Figuera para enhebrar la relación ante el exilio republicano, no lo fue menos en su papel para llamar la atención y corregir el mismo divorcio de poetas de tanta significación histórica y tan vinculados al discurrir del país, como fue Pablo Neruda. Figuera tuvo una especial visión histórica para advertir el divorcio, distancia y desencuentro que había entre los grandes poetas del exilio republicano (Neruda se podía considerar un exiliado de España) y los nuevos poetas e intelectuales del interior. Así, un día, en París, convenció, decidida, nada menos que a Pablo Neruda, para que se dirigiera a los poetas españoles (1957), y se rompiera aquel abrasador silencio que generó la guerra civil, en la que Ángela fue castigada, simplemente por ser ciudadana republicana y profesora. Como recordó en su día Buero Vallejo, cuando se habla de esa carta a los poetas españoles de Neruda, ya ni se cita a Ángela, que fue, además de la mediadora, la promotora, incitadora, la que consiguió aquel mensaje que, de lo contrario, Neruda tal vez nunca hubiera escrito. Es decir, Ángela no fue una cartera, sino una cooperada necesaria para el reencuentro.
Pero no sólo puso en relación a Neruda y a León Felipe con los poetas del interior, sino que vivió relacionando y relacionándose aquí con los poetas y artistas, desde los euskadunes emergentes de Arantzazu (Joxe Azurmendi, Bittoriano Gandiaga, Pello y Josu Zabaleta), hasta sus colegas, y hermanos, Blas de Otero, Gabriel Celaya y Aresti Segurola. Y, en un tiempo, sobre un Bibliobús, Ángela enseñó a leer a los niños de Madrid, para quienes escribió “Cuentos tontos para niños listos”. Entre otras cosas, claro.
Para ser prácticos, la poesía toda de Ángela Figuera, la fundamental, por supuesto, está recogida en un volumen, editado por Jesús Munárriz en “Hiperión”: “Obras completas” (1986). Recientemente se ha reeditado su “Soria pura” (2020, Lastura).

GABRIEL CELAYA, CONCIENCIA Y HUMANIDAD

El caso de Gabriel Celaya, su personalidad y papel en la vida política del país supera por todos los márgenes el título de poeta. Celaya es un hombre de pensamiento. Uno de sus primeros libros, “Tentativas”, escrito en la postguerra, es un libro de pensamiento, de argumento existencial, vital y agónico, un libro de filosofía. Celaya fue capitán de gudaris en el Ejército Vasco. Entre otros asientos y destinos, estuvo en Gernika, en vísperas del bombardeo, siendo compañero en la oficialidad de un hermano del lehendakari Aguirre. La formación del escritor guipuzcoano había coincidido en Madrid, mientras sus estudios de ingeniero industrial (era, por demás un gran científico, como lo prueban algunos de sus libros de poemas como “Función de uno, equis, ene” o “Lírica de cámara”), formación que se agrandó jubilosamente durante su estancia en la Residencia de Estudiantes. En este edificio singular convivió con intelectuales de Europa cuya nómina compone la cultura de mayor excelencia de un siglo. Allí se encontró y amistó con Neruda y Lorca. El encuentro con Lorca fue un encontronazo, pero que explica la personalidad independiente y el criterio de Celaya. Gabriel, que era más joven que Federico, llegaba cierto día a la Residencia, llevando en sus manos el libro “Romancero gitano”, del poeta andaluz. Lorca, a quien le gustaba jugar y ejercitar su ego, preguntó al joven poeta vasco qué le parecía ese libro que tenía entre manos y que llevaba dobladas varias páginas, con anotaciones. Gabriel, que no sabía aún quién era Federico, le espetó: “Una mamarrachada gitana”. Nos contaba Gabriel que la carcajada de Lorca fue tan estruendosa que se podía oír años después en los pasillos de aquel edificio que respiraba cultura. Pero, desde aquel momento, hechas las presentaciones, Lorca le tuvo por amigo.
Esa amistad fue muy positiva para nuestro poeta, pues, como está documentado, le llevó a conocer a Neruda y a todos los poetas, para él mayores, de la llamada Generación del 27. Bien es verdad que Gabriel venía aprendido ya de casa. En la calle Prim de San Sebastián, Gabriel, Oteiza, el pintor Jesús Olasagasti, o el poeta Joaquín Gurruchaga, habían bebido los aires, ideas y formas de la vanguardia artística en el despacho del arquitecto José Manuel Aizpurua, una víctima de la guerra civil también. Cuenta Gabriel en su libro “Poesía y verdad” cómo en las vísperas de la guerra civil de 1936, Lorca vino a Donostia y le convocó a un café en el hotel de Londres junto con Aizpurua. Gabriel puso reparos a esa entrevista, porque las tensiones con éste eran muy fuertes, pues Aizpurua era el jefe de la Falange en Donostia. No obstante, a insistencia de Lorca, acudió. Ni Aizpurua ni Celaya se dirigieron la palabra en aquel café de abril de 1936, en el que sólo habló Federico. Aizpurua se excusó y se fue. En ese momento, Lorca amonestó a Celaya, culpándole de la tensión y de cómo no había siquiera saludado a un amigo. Celaya le dijo al poeta andaluz que era un ingenuo, y lo era, porque Aizpurua en ese momento estaba en la conspiración contra la República.
Terminada la guerra, Celaya fue detenido y encarcelado. Se libro del pelotón porque, como aseguraba y dejó escrito, fue un cobarde. Les dijeron que los oficiales, como él, serían sometidos a un juicio justo al amparo del Convenio de Ginebra. Él y otros oficiales, temiendo que eso no fuera así, como no fue en algunos casos, se quitó los galones, se vistió de soldado y se entregó como uno más. Con el tiempo, Gabriel se dolía de no haber luchado hasta la muerte en defensa de la República. Y soy testigo de cómo, cuando se le invitó en el Ministerio de Justicia a rellenar la solicitud para pedir la pensión de oficial de su ejército, cogió los papeles de la instancia, los rompió en añicos y los tiró a la papelera, haciéndonos saber que él no era digno de aquella pensión, por haber sido cobarde, lo repetía.
Gabriel fue llevado a un campo de concentración en Palencia, hecho que se desconocía hasta hace muy poco, porque él prefería borrar aquel territorio histórico de dolor personal y social. Fue degradado y hubo de cumplir en Burgos dos años en un ejército cuya existencia diaria le repugnaba hasta el punto que pensó en el suicidio en varias ocasiones.
La historia está en sus libros. Aquel desgarro, aquella conciencia social, que le despierta en los años de depresión y silencio de postguerra, la enhebró en 1947, al conocer a quien sería su segunda esposa, Amparo Gastón, familia de militantes comunistas, con cuyo aliento puso en marcha una editorial, “Norte”, que publicó los libros de la mejor poesía, tanto de poetas europeos como españoles.
Celaya sería en los años sesenta y setenta de su siglo un poeta popular. Una veintena de cantantes, comenzando por Paco Ibáñez, pusieron música y voz a algunos de sus poemas, que se convirtieron en himnos. Entabló desde “Norte” un sistema de relaciones con muchos poetas del silencio, como los hermanos Labordeta, Leopoldo de Luis, Ramón de Garciasol, y otros intelectuales, como Jorge Semprún, quien tuvo la buhardilla celayiana de la Parte Vieja como refugio de reuniones clandestinas del Partido Comunista. Celaya, en 1977, participó en la lista del partido a las primeras elecciones democráticas para el Senado.
La obra poética y narrativa de Celaya, la mayor parte, que no entera, está recogida en cuatro volúmenes publicados a promoción de la Diputación Foral de Gipuzkoa por la editorial Visor. Pero son muy diversas las ediciones de sus libros en editoriales como Turner, Hiperión o Seix Barral, que publicaron algunos de sus poemas a través del tiempo. En 1984, la Diputación de Gipuzkoa publicó en un volumen, “Canto en lo mío”, “Baladas y decires vascos” y “Rapsodia euskara”, que junto con “La higa de Arbigorriya” eran sus tres libros más vascos, más vascos hasta entonces, porque “Buenos días, buenas noches”, es todo un retrato, cultivo y canto a la obra de los escultores vascos. Pero toda su poesía está transida de una inspiración atlántica, como lo hemos demostrado en dos libros que siguen siendo capitales: “Gaviota” (con fotografías de Sigfrido Koch) y “San Sebastián, ciudad abierta” (también con fotografías de Sigfrido Koch). De ambos libros existen ediciones de bolsillo. Y en 1990, con motivo de un Curso de Verano, publicamos en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, dentro de la colección “Poesía vasca, hoy”, su libro “Ixil”, en edición bilingüe, con portada original de Chillida. Fue su última obra publicada en vida. El prólogo que escribió Gabriel para dicho libro es un tratado de conocimiento de la vida del pueblo vasco.
Para acercarnos a su obra no hay otro camino que la lectura personal. Celaya fue un ensayista riguroso, su libro sobre Bécquer, sus ensayos sobre la poesía y lo poético, su libro sobre Eduardo Chillida, certifican lo que digo. Y su poesía, que corona toda su obra. Para ello tendríamos que invocar aquí a poetas que así lo han considerado, como José Hierro, Gil de Biedma, Martínez Sarrión o Ángel González, entre otros, como Armando López Salinas. O este testimonio de José María Valverde, en el prólogo a las obras completas de Gabriel, que comenzó a publicar en su día la editorial Labor: “Al lado de la figura habitual del poeta de hoy, afinando su calidad hasta el paroxismo de la monotonía, Gabriel Celaya es un escándalo de invención, de riqueza, de originalidad, de variedad y –legitimándolo todo líricamente–, de gracia personal en el acento”.
Celaya es un poeta poco y mal leído, a pesar de haber sido un poeta más conocido que la mayoría, un poeta popular. Su fondo documental está en el Koldo Mitxelena Kulturunea. Pero sí fue un poeta muy querido. De hecho, Gabriel Aresti aprovecha su viaje de novios, que lo hace a Madrid, con la secreta y manifiesta intención de conocer a Ángela Figuera y a Gabriel Celaya. Hombro con hombro.

BLAS DE OTERO, PALABRA Y TIEMPO EN EL TIEMPO

Terminada la guerra, Celaya fue motivo de encuentro para muchos intelectuales. Blas de Otero reconocía cómo la relación de amistad y hermandad, se llamaban hermanos, con Gabriel le ayudó a respirar en momentos de gran depresión. Las cartas poema que se escriben entre ambos es un grito de entraña y liberación de todas las angustias que provocaban en ellos la falta de libertad. Todavía no conocía Blas a quien sería su compañera, Sabina de la Cruz, profesora y poeta, recién fallecida. Ambos fueron militantes del Partido Comunista. Con motivo de la muerte de Sabina, el dibujante Cabanas Onsurbe recordaba con afecto a ambos, afirmando que había sido para ellos correo de tareas clandestinas en los tiempos difíciles por encargo del partido.

La poesía de Blas de Otero, al contrario que la de Celaya, se resume en un volumen, que en 2013 publicó Galaxia Gutenberg, al cuidado de Sabina de la Cruz, la gran impulsora de la memoria de Blas, particularmente con la creación de la Fundación que lleva su nombre con el objetivo de extender su obra y memoria en el futuro. Otero ha sido un poeta más leído que Celaya por los poetas de los últimos tiempos, no me atrevo a hablar de generaciones, porque me parece un reduccionismo. A Celaya le ha faltado una Fundación en Donostia, como merecía su obra, pero nadie apoyó mi propuesta. En 2011, con motivo del centenario del nacimiento de Gabriel, la Diputación asumió en cambio una propuesta mía, consiguiendo que se convocara un premio Internacional de Poesía Gabriel Celaya. Pero eso no es todo.
Cuando Blas de Otero era joven estudiante en Madrid participó en la campaña de los estudiantes vascos para conseguir en los años treinta del siglo XX una Universidad Vasca. Blas formó parte del grupo Álea, o Alea, que alentó José Miguel de Azaola, quien, a su traslado a Donostia desde Bilbao, fue el verdadero promotor la revista “Egan”, entonces bilingüe y hoy sólo en euskera, junto con Celaya, el músico y folklorista “Padre Donostía”, Tomás Arocena y José de Arteche.
Los grandes temas universales –el amor, la muerte, la idea de Dios, la solidaridad–, la noción de que la vida cobra sentido en los demás, con los demás, y su conciencia del desarraigo, de la levedad de los días, componen los referentes de su poesía. Una poesía que, además de su belleza y su noción ética, tiene, ya desde su comienzos –“Ángel fieramente humano” (1950), “Redoble de conciencia” (1951)–, un estilo personal inconfundible. Acaso ese estilo tan depurado –ahí la perfección de sus sonetos–, que va más allá de lo estrictamente literario, es lo que explica la consistencia de su voz y que Otero sea, como lo fue en años anteriores, un referente para muchos poetas de ahora.

Eugenio García de Nora lo ha expresado con otras palabras de 1986, con motivo de la celebración de la “II Jornadas Internacionales de Literatura Blas de Otero”, organizadas por la Universidad de Deusto en San Sebastián: “Hay en Otero un culto a la vida por encima de todo, incluso por arriba de la obra. Justamente, una de sus diferencias netas con lo que representaba o encarnaba Juan Ramón Jiménez, está no sólo en la famosa contraposición de la ‘inmensa mayoría’ y la ‘inmensa minoría’, sino en el hecho de poner la vida absoluta y netamente por arriba de la obra. Y al hombre, por arriba –mejor dicho, en la base, o en el origen, o en el núcleo–, del poeta. El poeta era la “consecuencia”: y la vida era en definitiva lo más importante. Recordemos aquellos versos espléndidos:

…quiero vivir, vivir como si nada
hubiera de quedar de lo que escribo.

Pero –añade García de Nora–, puede asegurarse que incluso sin obra, incluso sin haber escrito o publicado nada, en efecto, puede darse testimonio de que Blas de Otero era una gran personalidad, era todo un hombre. Era alguien que resumía en sí, realmente, la condensación de todo lo que puede haber de positivo (y de problemático, también, por supuesto), en el ser humano. Alguien que, como Whitman, “contenía multitudes”.
Otero estuvo relacionado durante toda su vida con escritores (Celaya, Ángela Figuera, Gabriel Aresti, entre otros), y amigos de Bilbao, aunque su propia evolución personal, ideológica y literaria, y su residencia en Barcelona y Madrid en los últimos años, en un buen trecho de su vida, en realidad, hicieran variar la intensidad o el sentido de esas relaciones. Sus amigos de anteguerra son Pablo y Antonio Bilbao Arístegui, Antón Elías Martinena, Jaime Delclaux; es decir, cuatro poetas. Tras la contienda, Otero continúa con estas amistades, así como la de Azaola, y se relaciona con otros amigos, como el pintor José Barceló y el poeta Javier de Bengoechea, Eugenio Abásolo, Gabriel Celaya, Jorge Oteiza, Ángela Figuera Aymerich, su hermano, el pintor Rafael Figuera, y con Federico Krutwig. Éste tuvo una amistad muy estrecha con Otero, a quien inició en el conocimiento de la cultura oriental.

Y es que Blas de Otero es poeta que tiene un profundo sentido de la historia. En apenas dos versos define una época (1916–1936), llamada de Belle Epoque y de sonrisas: “Durante veinte años la brisa iba viento en popa/ y se volvieron a ver sombreros de primavera”. No menor visión del tiempo y de la necesidad de recuperar la razón presiente el poeta al referirse a otro periodo (1939–1945), que era tiempo de superar el deterioro: “Apuntalando ideas renqueantes, cimentado nuevas bases en que asentar la vida”, como nos dice en Historias fingidas y verdaderas.

Como dice también Manuel Mantero (1986), “Otero es un testigo honesto de su tiempo, de “esta hora / horrorosa, de trágico destino”, hora de sangre y pavor, y el ángel que en su poesía no sabe salvar a los hombres, los salvará, intentará salvarlos al menos. Los hombres serán el tema futuro de Otero, aunque estos dos libros (se refiere a AFH y RC) dirán para siempre de uno de los más hermosos triunfos poéticos en el siglo XX. Y una de las más hermosas derrotas personales”.

Existe un volumen de poemas con los Poemas Vascos de Blas de Otero, poemas que recogió y seleccionó el propio poeta a instancia y empeño de su amigo el escritor bilbaíno Ángel María Ortiz Alfau. Ahora se ha hecho una nueva edición de dicho libro, traducido al euskera por Andrés Urrutia.

GABRIEL ARESTI, PIEDRA Y PUEBLO

Lo más importante de la obra de Gabriel Aresti, tanto en lo poético, como en lo lingüístico e histórico, se condensa en su libro “Harri eta Herri”. Bien es verdad que no puede hacerse uno visión cabal del resto de su poesía y pensamiento si no nos detenemos en “Maldan behera” y en un poemario que supera en lo formal, aunque no en el mensaje a “Harri eta Herri”, como es “Euskal harria”. La muerte temprana de Aresti cortó de cuajo la obra de un poeta y un intelectual de decidida intención y conciencia política, quien estaba llamado a ser una autoridad en la cultura de la democracia que no pudo conocer, pues murió unos meses antes que el dictador. Pero para la llamada que ahora quiero hacer sobre la obra y figura de Aresti conviene tener en cuenta algo que no por conocido está mal repasar: Aresti, junto con Mitxelena, es el principal alentador y valedor de la unificación de la lengua vasca y, en lo poético, es el poeta que pone el euskera al servicio de aquella modernización y modernidad.
Toda su poesía se puede leer hoy en las dos lenguas, porque Aresti se preocupó y ocupó de traducir sus propios poemas al castellano. Esto, aunque a algunos les pueda parecer paradójico, es un signo de integración. Gabriel era muy consciente de la realidad en la que vivía o moría el euskera, y, aunque dice en un poema que no se cortará la barba mientras no se salve la lengua, es consciente de que el castellano, como dijo Koldo Mitxelena, “también es nuestro”. Aresti es un protagonista principal de la conocida fotografía de Arantzazu, donde los académicos dieron el paso definitivo para la unificación de euskera.
Aresti era consciente también de ciertas actitudes excluyentes, que él mismo padeció al ser considerado un “españolista” (algo de esto nos pueden decir Natxo de Felipe y sus colegas de “Oskorri”), por el hecho de ser simpatizante del comunismo y escribir aquellos versos de tan profundo sentido integrador:

Cierra los ojos suave
Meabe
pestaña contra pestaña
solo es español, Meabe,
quien sabe
las cuatro lenguas de España.

El vasco Tomás Meabe fue uno de los primeros discípulos de Sabino Arana, si bien terminó fundando las Juventudes Socialistas.
Pero el mayor sentido integrador, de asunción de la historia cultural del pasado está en su libro “Harri eta Herri”. Todo él está dedicado a intelectuales, prohombres y políticos que han tenido una significación en el País Vasco contemporáneo. De algún modo, Aresti daba así el paso para reconocer aquello que había venido a cambiar. Es evidente que él no era clerical y ni siquiera era religioso, pero sabía que clérigos como Azkue o Barandiarán formaban parte de la nómina de la cultura que explicaba a este país en el tiempo. Es cierto que el poema más extenso de dicho libro, el poema “Q”, se lo dedica a Jorge Oteiza. Aresti era consciente de lo que significaba Oteiza en aquel momento. No merma nada el valor de “Harri eta herri” si decimos que lo escribió tras la lectura del “Quousque tandem!” (1963). Aresti, lo he repetido a veces, quería mucho a Oteiza y Oteiza quería mucho a Aresti, pero eran muy distintos. Oteiza tenía una visión del teatro moderna, revolucionaria, en su estructura y su factura. Aresti no había pasado en este sentido de las pastorales suletinas, el teatro popular europeo medieval. Sin embargo, su poesía es revolucionaria, en la intención y en la forma. Por demás, Aresti se enfrentó a Oteiza con motivo de una exposición que hizo el de Orio en el Bellas Artes de Bilbao. Los mensajes de Aresti y de Ramón Saizarbitoria a Jorge Oteiza con motivo de aquella exposición no son tan integradores como lo es el espíritu y la expresión de “Harri eta Herri”, porque son condenatorios. Ambos le vienen a decir que el arte es perder el tiempo, y que lo que tiene que hacer Oteiza es dedicarse a aprender euskera. Fue algo muy duro para Oteiza, y que sólo podemos entender si aceptamos que tanto Aresti como Saizarbitoria y su colega Rikardo Arregi estaban en la misión urgente de salvar al euskera, y entendían que todas las energías deberían dedicarse a ese objetivo.

Pero Aresti, desde su poesía, entendió a Oteiza como nadie: Dedicó a Oteiza el poema más extenso de “Harri eta Herri”, el poema Q. Pero si reparamos en este libro, en el conjunto de nombres, hombres y mujeres, a quienes invoca Aresti en su más conocido libro, veremos el sentido integrador del poeta, que iba con el mismo sentido que en esos años se entendía la cultura en la izquierda, una cultura hecha hombro con hombro. En el libro, por referirnos a los poetas aquí invocados por nosotros, Aresti dedica poemas a Otero, a Celaya, a Ángela Figuera. Es conmovedor por su parte el poema que Blas escribe el día de la muerte de Aresti. No sabemos qué hubiera sido de la obra y de la proyección política de Aresti, muerto temprano, pero sin duda el corolario de consideraciones históricas y personales que hace en sus libros, así como los problemas que relata, a pesar de la censura, son en sí una muestra de su conciencia de la realidad, y de aquella necesidad de entendimiento entre los vascos.
Aresti también escribió en castellano. Recordemos aquí los dos sonetos que dedicó a pintor y escultor Agustín Ibarrola, otro militante de la libertad y amigo suyo, preso simplemente por pensar. Son dos sonetos de un maestro del castellano. Están en su obras completas que editó “Susa”, y se han reeditado posteriormente. En un libro que dedicamos en el Museo de Bellas Artes de Bilbao a Ibarrola recojo ambos sonetos, porque me parecen, en lo literario, en la intención y el mensaje dos obras maestras.
Falta hacer un biografía, tanto de Ángela Figuera, como de Gabriel Celaya, como de Blas de Otero, como de Gabriel Aresti. Sería una contribución del País Vasco que amaron a cuanto estos cuatro poetas entregaron a su tiempo. Se lo debemos. Claro está que, mientras no leamos el conjunto de su obra, no somos merecedores de sus merecimientos.
La deuda crece de este modo.
Porque los cuatro poetas vascos pusieron su nombre y su nombre en el mapa de la cultura universal.