“El asesinato de Rosa Luxemburg”

Tragedia y farsa por“Lara Fiegel” .

Lara Fiegel, relevante historiadora cultural britá-nica, reseña el libro de Klaus Gietinger, The Murder of Rosa Luxemburg (Un cadáver en el canal Landwehr) Verso Books, Londres, 2018), recién traducido al inglés del original alemán aparecido en 1993.

“He aquí un mundo en desorden”, canta el coro en una obra inacabada que comenzó Bertolt Brecht en 1926, “¿Quién está dispuesto entonces/ A ponerlo en orden?”. Rosa Luxemburg era la respuesta, pero no tuvo oportunidad de ponerse manos a la obra. Ella y su compañero espartaquista, el dirigente Karl Liebknecht, fueron brutalmente asesinados en enero de 1919, justo cuando parecía haber llegado su momento.

Alemania se había rendido, 40.000 marineros alemanes se habían amotinado en Kiel y había huido el káiser, dejando que el Partido Socialdemócrata (SPD) se hiciera con el control en lo que bautizaron como una revolución. Pero para la Liga Espartaquista (comunistas escindidos del SPD) esto no era suficiente. Alemania tenía que seguir a Rusia en una transformación a gran escala. El SPD había traicionado a los trabajadores al votar en favor de la guerra en 1914 (Liebknecht fue el único miembro del Reichstag en votar en contra), quedando paralizado por las combinaciones de conservadurismo,  indecisión y rotundo pánico. El 4 de enero, el gobierno destituyó al jefe de policía, de simpatías comunistas, desatando una extendida huelga general, que se convirtió en violenta cuando el gobierno dio instrucciones al GKSD (una unidad paramilitar de élite [la Garde-Kavallerie-Schütze-Division]) de eliminar a los comunistas, provocando que los espartaquistas apremiaran a una revuelta armada. El 15 de enero, el GKSD capturó a Luxemburg y Liebknecht en Berlin; a las pocas horas estaban muertos.

¿Quién los asesinó? En la época, el GKSD afirmó que había sido una multitud iracunda. Quedó claro enseguida que fue el GKSD el que había llevado a cabo los asesinatos, pero la identidad de los asesinos siguió siendo incierta. En 1993 Klaus Gietinger publicó en Alemania un libro [Eine Leiche im Landwehrkanal. Die Ermordung Rosa Luxemburgs (Un cadáver en el canal Landwehr. El asesinato de Rosa luxemburg)] que identificaba a los militares concretos responsables de dar las órdenes y apretar el gatillo. Se publica ahora en inglés coincidiendo con el centenario de los asesinatos, en traducción de Loren Balhorn.
El asesino de Luxemberg fue identificado como Hermann Souchon, un oficial del GKSD. Al entrar Luxemburg en el coche que la transportaba a la cárcel, Otto Runge le golpeó en la cabeza con la culata del rifle y Souchon le puso una pistola en la sien izquierda y disparó. Murió al instante y su cuerpo fue arrojado a un canal por el oficial de transportes Kurt Vogel. El asesinato lo había ordenado Waldemar Pabst, primer oficial de Estado Mayor del GKSD, que se adjudicó la responsabilidad de los asesinatos en una serie de entrevistas tristemente célebres en los años 60, declarando que “los tiempos de guerra civil tienen sus propias leyes” y que los alemanes deberían agradecérselo tanto a él como a Gustav Noske, ministro de Defensa del SPD, “¡y puestos de rodillas, levantarnos monumentos, y bautizar con nuestros nombres calles y plazas!”.

La Historia se repite “primero como tragedia y luego como farsa”, como decía Marx, y Gietinger es bueno a la hora de mostrar el absurdo de la farsa que siguió al asesinato. Se celebraron una serie de juicios en los que los dirigentes del SPD se confabularon con los asesinos, nombrando como jueces a sus colaboradores. En mayo de 1919, el tribunal decidió que Runge había tratado de matar a Luxemburg y Vogel le había pegado un tiro, pero les condenó a una pena de dos años, dado que no lograron averiguar quién les había dado muerte. Cuando Vogel huyó a Holanda, las autoridades no pidieron su extradición, aterrados de que pudiera revelar la identidad de sus cómplices. De manera escandalosa, hasta en la Alemania Occidental de los años 60, cuando Pabst reveló que el asesinato lo había ordenado él, el gobierno emitió un comunicado en el que calificaba el doble homicidio de “legítima ejecución”. En ese momento, Pabst divulgó que Souchon había sido el asesino, pero Souchon recurrió a la audaz medida de querellarse por difamación. El tribunal asignado para juzgar el caso se atuvo a los registros totalmente imprecisos del juicio de 1919, de modo que ganó el caso. Este libro proporciona, así pues, un sello importante a estos años, al demostrar, con la ayuda de diagramas y documentos, que el culpable fue Souchon.

Gietinger está menos versado en la exploración del significado de los asesinatos, que parece pensar podemos tomar como algo sabido. Aunque hay un nuevo prólogo, la editorial Verso no ha pensado en cómo hacer pertinente el libro para los lectores británicos o para 2019, dejando a un lado las cuestiones importantes de lo que pudiera significar hoy su muerte para nosotros. Gietinger nos dice que estos asesinatos constituyeron “una de las grandes tragedias del siglo XX”. Pero ¿por qué? ¿Qué podrían haber logrado Luxemburg y Liebknecht si se les hubiera dejado vivir?

En 1919, la revolución con la que soñaban no parece que fuera tan inminente como temía el SPD. En primer lugar, los líderes espartaquistas estaban divididos respecto a cómo provocarla. Luxemburg seguía estando a favor de la democracia parlamentaria, y deseaba participar en las elecciones y lograr un respaldo mayoritario, mientras que Liebknecht estaba a favor de la acción directa y deseaba lanzarse a la calle. No tenían un modelo claro a seguir. Ella pensaba que la revolución había resultado fallida en Rusia debido a la centralización del poder llevada a cabo por Lenin y la eliminación de la oposición. “La libertad para los que apoyan al gobierno solamente, para los miembros de un partido solo (…) no es libertad en absoluto”, escribió en La revolución rusa en 1918. Consideraba que Lenin y Trotski estaban equivocados al pensar que la transformación socialista podía seguir una “fórmula prefabricada”, cuando de hecho la fórmula del cambio económico, social y jurídico yacía “oculta en las nieblas del futuro”. Si iba Alemania a emular a Rusia, si el comunismo iba a ser el fenómeno internacional que ella creía que tenía que ser, eso iba a llevar a su tiempo, y la huelga general en Alemania no podía ser más que un primer paso tentativo.

¿Le habrían concedido este tiempo los espartaquistas, aunque el SPD hubierse estado preparado para ello? Parece improbable. No obstante, tiene razón Gietinger al calificar de tragedia sus muertes. Fue este un momento en el que lo “Sozial” del nombre del SPD significaba algo, en un sentido en que no lo significaba “sozialismus” en el nacionalsocialismo. Muchos de los protagonistas clave del asesinato de Luxemburg terminaron convirtiéndose en aliados de Hitler, que describió a Noske como “un roble entre estas plantas socialdemócratas”. Pero en un entorno político más mezclado, sus tendencias nacionalistas y autoritarias podrían haberse visto sofrenadas, y sus tendencias socialistas podrían haber alcanzado mayor ascendiente. ¿Y si Alemania se hubiera fragmentado en sus antiguos estados, permitiendo que una selección de sistemas políticos se dieran unos contra otros? ¿Y si los aliados hubieran sido menos severos en las condiciones de paz? ¿Y si la visión de un mundo internacionalista que había dado lugar al nacimiento de la Liga de Naciones hubiese resultado más convincente? ¿Y si  hubiera regresado Luxemburg a Rusia, su tierra natal, y hubiese tratado de influir en los acontecimientos?

Resulta fácil todavía sentir la presencia de Luxemburg como un fantasma que obsesiona a Europa. Hay muchos mundos alternativos en los que habría podido marcar la diferencia, con su combinación de carisma, capacidad expresiva y lógica, su voluntad de aprender del pasado y seguir siendo optimista acerca del futuro, su compromiso dual con lo local y lo internacional. Gietinger escribe que cuando el SPD hundió el cuerpo de Luxemburg en el canal de Landwehr, “hundió con ella a la República de Weimar”. No explica por qué es este el caso, pero es uno de los diversos momentos de duelo en este libro, intrusiones que son bienvenidas entre la escrupulosidad forense. Y desde luego, junto a Luxemburg podemos llorar un mundo en el que la izquierda radical tenía un papel que desempeñar en el gobierno democrático y en el que los principios internacionalistas y pacifistas seguían siendo más importantes que la autodeterminación nacional.

The Guardian, 9 de enero de 2018