POEMA EUZKADI DE MIGUEL HERNÁNDEZ

POEMA EUZKADI DE MIGUEL HERNÁNDEZ

POEMA EUZKADI
DE MIGUEL HERNÁNDEZ

Italia y Alemania dilataron sus velas
de lodo carcomido,
agruparon, sembraron sus luctuosas telas,
lanzaron las arañas más negras de su nido.

Contra España cayeron y España no ha caído.

España no es un grano,
ni una ciudad, ni dos, ni tres ciudades.
España no se abarca con la mano
que arroja en su terreno puñados de crueldades.

Al mar no se lo tragan los barcos invasores,
mientras existe un árbol el bosque no se pierde,
una pared perdura sobre un solo ladrillo.
España se defiende de reveses traidores,
y avanza, y lucha, y muerde
mientras le quede un hombre de pie como un cuchillo.

Si no se pierde todo no se ha perdido nada.

En tanto aliente un español con ira
fulgurante de espada,
¿se perderá? ¡Mentira!

Mirad, no lo contrario que sucede,
sino lo favorable que promete el futuro,
los anchos porvenires que allá se bambolean.
El acero no cede,
el bronce sigue en su color y duro,
la piedra no se ablanda por más que la golpean.

No nos queda un varón, sino millones,
ni un corazón que canta: ¡soy un muro!,
que es una inmensidad de corazones.

En Euzkadi han caído no sé cuántos leones
y una ciudad por la invasión deshechos.
Su soplo de silencio nos anima,
y su valor redobla en nuestros pechos
atravesando España por debajo y encima.

No se debe llorar, que no es la hora,
hombres en cuya piel se transparenta
la libertad del mar trabajadora.

Quien se para a llorar, quien se lamenta
contra la piedra hostil del desaliento,
quien se pone a otra cosa que no sea el combate,
no será un vencedor, será un vencido lento.

Español, al rescate
de todo lo perdido.
¡Venceré! has de gritar sobre cada momento
para no ser vencido.

Si fuera un grano lo que nos quedara,
España salvaremos con un grano.
La victoria es un fuego que alumbra nuestra cara
desde un remoto monte cada vez más cercano.

Los últimos pasos del Poeta

Los últimos pasos del Poeta

Los últimos pasos del Poeta

“Josefina Manresa” Cuenta en sus memorias, la llegada a Cox de Miguel tras la derrota republicana, su huida a Portugal y su detención.

En marzo de 1939, cuando la traición del coronel Ca-sado había asestado una puñalada en el corazón de la República, y la derrota aparecía como inexorable, Miguel Hernández seguía en Madrid. Días antes había mostrado su enfado ostensiblemente porque en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas se estuviera celebrando una fiesta en honor de la mujer antifascista, en aquellos tiempos que ya no eran festivos. Su corazón generoso, solidario con la causa del pueblo, estaba desconsolado.
No buscó una salida privilegiada, no huyó despavorido. Se acercó, sí, a la embajada chilena, la de su amigo Pablo Neruda, donde consideraron su asilo, pero desistieron porque estaban seguros de que los franquistas no respetarían ningún estatus de protección y lo detendrían. Miguel, en torno al 9 de marzo, se dirigió a Cox, Alicante, a su casa, para ver a Josefina y a su hijito. Un largo trayecto, a ratos en carros con otros fugitivos, otras a pie.¿Por qué no huyó antes? ¿Por qué no se puso en mejor rumbo? Eran días de desconcierto, deshechos los ideales, en algunos volvía egoísmo en la derrota, el del viejo mundo que creían haber dejado atrás. Cada cual buscaba su camino, su salvación. Y Miguel no quiso darse codazos con nadie. Roto, solo, marchó al encuentro de la única alegría que le quedaba, en el amor.

“Recuerdos de Josefina Manresa, esposa de Miguel”

Cuando terminó la guerra estaba Miguel en Madrid y vino hasta Cox, andando y en algún carro que encontraba en los caminos. En Cox estaban celebrando los vencedores su victoria con volteos de campanas y cohetes sin cesar. Nosotros teníamos conejos en el corral y cuando llegó Miguel me ayudó a matar uno para la comida de aquel día. Estábamos los dos muy nerviosos y yo me hice un gran corte en un dedo. Al día siguiente, fue Miguel a Orihuela a ver a su familia. Días después volvió a ir y por mediación de su hermano le hicieron un salvoconducto y marchó a Sevilla con 200 pesetas que le dio. A los pocos días de marcharse vino de Orihuela, preguntando por él uno que le apodaban el Patagorda, acompañado de un empleado del Ayuntamiento de Cox, llamado Tono. Yo les dije que estaba en Madrid. El Patagorda me pidió la pistola. Yo le dije si él sabía si Miguel tenía dicha arma, a lo que me contestó. «¡Vamos, un comisario político del Campesino, no va a tener pistola!». Y a continuación me registraron la casa. En Sevilla no lo quiso refugiar el amigo en el que Miguel confiaba, diciéndole que iba a ser descubierto por los caseros de aquella finca. Entonces quiso marchar a Portugal. Sufrió mucho por aquellos desiertos encontrándose con animales salvajes. Atravesó el río nadando con una mano, y con la otra llevaba el equipaje, que era una caja de cartón en vez de maleta, con la muda y el traje azul que le regalaron cuando fue a Rusia. En Rosal de la Frontera vendió el traje y el reloj de pulsera, regalo de boda que le hizo D. Vicente Aleixandre.

Allí, un desconocido que vivía solo con su madre, le ofreció su casa. La madre siempre le decía a Miguel: «Cuitadiño, cuitadiño». Yo le pregunté a Miguel que quería decir eso, y me dijo que «desgraciado».
Pronto fue detenido por la policía portuguesa, que lo entregó a la policía española. Miguel dijo que era de Alicante. Allí se encontraba también un tal Salinas, de Callosa de Segura, propietario del cine Salinas y de la «Banca Salinas», de Callosa. Este fascista se había pasado con los nacionales en la guerra y estaba allí al servicio de ellos. Cuando le preguntaron si conocía a Miguel contestó que no lo conocía para nada bueno. Con estos informes le dieron una gran paliza que lo destrozaron. A continuación, durante nueve días seguidos, lo sacaban a las dos de la mañana y le daban una paliza. Querían que confesara que él mató a José Antonio. Yo le pregunté si se vengaría, si pudiera alguna vez, y me dijo que no. También me dijo Miguel que a otros. también le pegaban en los riñones y orinaban sangre.
El 8 de mayo es conducido a la prisión de Huelva; dos días después, a la cárcel de Sevilla, y el día 18, a Madrid, Torrijos, 65, Prisión Celular, 4.a galería, 1.a sala. Se sintió muy solo. El 28 de mayo me escribió, dándome estas indicaciones:
«Mira, nena: ve si Luís Almarcha, Juan Bellod y demás amigos pueden conseguir mi libertad provisional, avalándome y haciendo lo que sea preciso. No he podido comunicar aquí con ningún amigo, y me parece que Cossío debe haberse ido a su pueblo. De modo, que no encuentro a quién recurrir de momento, porque ningún otro amigo de aquí puede hacer mucho».
Por un decreto del Gobierno, que decía que pusieran en libertad a los detenidos indocumentados, salió Miguel a los cuatro meses de la cárcel sin que fuera identificado. Sin pensar más me puso un telegrama diciéndome que venía. A mí me causó mucho disgusto su decisión. Llegó con mucha alegría y gran seguridad. Estaba contento y confiado. Se reía recordando ciertos acontecimientos en la cárcel y cuando entraron a darle la libertad, que le dijeron: «Miguel Hernández, que salga con todo lo que tenga», y el ademán que hacían todos los presos en esta circunstancia. Cantaba con mucha risa la canción con que se distraían y se reían en la cárcel, que la recuerdo así:
«Y a pesar de todo esto no hay ni un gesto ni una cara de aflicción, de aflicción. Las lentejas se hacen viejas haciendo la digestión.»
Fue a Orihuela dos veces a ver a su familia y el día veintinueve de septiembre, día de su Santo, lo detuvieron llevándolo al Seminario, cárcel entonces. Él, que me había dicho desde Madrid, en carta 22 de agosto de ese año.
«Es verdad Josefina, que saldré pronto: para el día de mi Santo es seguro que estoy contigo.»
Y precisamente ese día lo volvieron a encerrar para siempre. Sólo estuvo medio mes libre. Desde allí me escribía cartas clandestinas. Se las daba a su padre por mediación de un conocido suyo que estaba allí al servicio de la cárcel y me tardaban mucho en llegar. Lo mismo ocurría con las que yo le enviaba a él. No quería que fuera a verlo para que no sufriera yo; pero con el deseo de vernos al niño y a mí me dijo que fuera. Fuimos una vez, pero me lo prohibió de nuevo diciéndome que no quería verme así:
«Eso sí: te pido que no vuelvas a aparecer por estas rejas porque cada vez que me acuerdo, y no puedo olvidarme de tu visita, me pongo de mal humor. Parecíamos dos perros ladrándonos el uno al otro, pero sin entendernos ninguno de los dos. Yo te quiero ver de otra manera, y no como si estuviéramos los dos enjaulados. Y además, sin poder besar a mi niño. No vuelvas. Yo iré cuando me harte de verme así, como carne en conserva pudriéndome también de tanto tiempo que llevo sin recibir el aire puro y sin que me coma nadie. Preferiría que me comieran aunque fueran los lobos. A veces quiero quitarme el aburrimiento aprendiendo francés, y me cago en francés y en español en los que tienen la culpa de mi mala suerte. As-tu vu chose plus malade, madame Josephine? L´enfant notre est trés beau que tout le monde. Ah, mon Dieu! Le petit enfant que as-tu amamante! Trés-bon, trés-beau, trés bien! Ah madame Josephine, et quel plaisir aurait moi avec tu! ¿Qué te parece? en cuanto salga, vamos allá a terminar de aprender el idioma este por encima de todo.»

JOSEFINA MANRESA
Esposa de Miguel Hernández

Redacción Herri

Miguel va lentamente a la muerte, pero no lo sabe.
¿Cómo es posible que un poeta como él, identificado como ningún otro con el Partido Comunista, y con la causa de la República, desconozca que los lobos del fascismo van a devorarlo sin compasión?
Es un enigma. Miguel ha sido torturado cuando detenido en Extremadura aún escondía su identidad. ¡Qué no le harán ahora que la saben! El optimismo que muestra a Josefina sólo es comprensible por la infinita bondad de su corazón, porque Miguel es incapaz de entender que a él, un hombre bueno que nunca ha hecho daño a nadie, le vayan a hacer nada. Piensa en su ingenuidad que todo acto contra él se desvanecerá, porque él sólo quiso el bien del pueblo, y tomó el fusil con el deber de un soldado. Sólo ese ímpetu de bondad extrema, una bondad como de otro mundo, permite entender la ingenuidad de Miguel con sus fatales pasos finales.

Poesia y Verdad Gabriel Celaya

Poesia y Verdad Gabriel Celaya

Poesia y Verdad, Gabriel Celaya

Publicado en la revista Nuestras Ideas, Paris, 1962.

Hoy día, en España, es casi imposible encontrar los libros más significativos de Miguel Hernández. Aunque han sido publicados en América —recientemente la Editorial Lautaro ha dado a la imprenta sus Obras Completas, y ya antes había editado algunas de sus obras más importantes—, la Censura española, con un criterio absurdo, ha prohibido la distribución de esos libros en mi país. A pesar de eso, como no se pueden poner puertas al mar, creo que Miguel Hernández es actualmente el poeta de la última promoción que más leen y comentan los jóvenes españoles.

¿A qué se debe este interés? ¿Qué significa Miguel Hernández para esos jóvenes? Por de pronto, creo que es el alto ejemplo de un hombre salido del pueblo que, en la misma medida en que nos parece un poeta excepcional, confirma su fe en las potencialidades y virtualidades latentes en ese pueblo, tantas veces asfixiado y traicionado.

Pero no basta hablar del «genio» de Miguel Hernández. Porque hay en su aventura algo más difícil, más oscuro y más sordo en apariencia, pero, si bien se mira, más meritorio.

Me refiero con esto a su lucha contra la opacidad, a su afán de saber, a su voluntad y capacidad de trabajo, y a todas esas virtudes humanas. Sencilla y hermosamente humanas, no genialmente naturales, que hicieron posible su obra, a pesar de que como todo el mundo sabe, Miguel era de niño pastor de cabras, y desde que nació, se encontró con todos los caminos cerrados hasta que la explosión del pueblo español en 1936 se los abrió un momento, un momento de tres años, porque después, el mundo volvió a cerrarse contra él, y Miguel murió en la cárcel.

Pero vengamos a su poesía. ¿Qué significa hoy día? Recuerdo que en una ocasión Vicente Aleixandre, cuando le preguntaron qué pensaba del porvenir de su obra lírica, dijo: «En su tiempo, no quedó del todo al margen de la poesía; había enlazado con un ayer y no había sido materia interruptora para el mañana.» Y traigo a colación estas humildes y nobles palabras, no sólo porque son las de uno de los poetas que Miguel Hernández más admiraba, sino también porque a él le convienen.

En efecto, Miguel Hernández es un poeta-puente: El poeta puente entre los españoles del veintisiete —Lorca, Alberti, Aleixandre, etc.—, y los poetas españoles de la postguerra: El poeta-puente entre lo que Castellet ha llamado «el simbolismo» y «el realismo». Y al decir «puente» no quisiera que se tomara esto por menoscabo, sino al revés.

Porque Miguel Hernández, con una sensibilidad despierta y una rapidez de apropiación ante la que resulta indispensable el calificativo de genial, no sólo hizo suya, carne suya, la aportación de los poetas del veintisiete, como antes, autodidácticamente, se había comido materialmente a los clásicos, sino que sobre esa base, abrió nuevos caminos, y, a pesar de su prematura muerte, dio con soluciones aún vigentes y casi insuperadas, dicho sea con perdón de sus compañeros de promoción, y con mi vergüenza, ya que a esa promoción pertenezco yo.

Hay un momento exaltado en la vida y en la obra de Miguel Hernández. Es como si de pronto, después de muchos rodeos —aun de rodeos tan felices como el libro que tituló “El rayo que no cesa”—, se encontrara a sí mismo. Entonces escribe: «Entiendo que todo teatro, toda poesía, todo arte, han de ser, hoy más que nunca, un arma de guerra.
De guerra a todos los enemigos del cuerpo y del espíritu que nos acosan.” Es entonces cuando escribe también: «No había sido hasta ese día —se refiere al día en que comenzó la Guerra Civil en España—, un poeta revolucionario en toda la extensión de la palabra y su alma. Había escrito dramas y versos de exaltación del trabajo y de condenación del burgués, pero el empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combativa me la dieron los traidores con su traición.»

He hecho estas largas citas, tomadas del prólogo que Miguel Hernández puso a su libro “Teatro en la guerra”, publicado en Valencia, el año 1937, porque Juan Guerrero Zamora, en unas páginas siniestras y plagadas de mentiras, tratando de darnos algo así como una versión «a lo divino» de la vida y la obra de Miguel Hernández, ha insinuado que éste, por aquella época, andaba desorientado. Pero no debía de pensar él así, cuando precisamente entonces, escribe: «Es la de hoy, la hora más apropiada para mí.»

No obstante, preguntémonos: ¿Es ésa, realmente, la hora más apropiada? Para responder a esto, ahí están sus últimos libros: por ejemplo, “Viento del pueblo”. Porque —obsérvese—, cuando muchos poetas, forzados por las circunstancias, escriben versos de ocasión, versos que según estiman, exige el momento, pero que, falsamente pegadizos, quedan, como de hecho han quedado, al margen de su obra realmente importante, Miguel Hernández, totalmente inmerso en la circunstancia, crea sus mejores poemas. ¿Por qué? Entenderlo es justamente entender el por qué de la vigencia actual de Miguel Hernández, ya que ésta no deriva solamente de sus valores estéticos —de aquellos que ya tomaba en cuenta y saludaba Juan Ramón Jiménez cuando Miguel era un novel—, sino de un modo de apropiación de la realidad que revoluciona el concepto de la Poesía que por entonces estaba en curso.

Compárense los poemas que Miguel Hernández escribió durante la Guerra Civil con los que Pemán, de un modo no menos «comprometido» publicó en aquella época con el título “Poema de la bestia y el ángel”. ¿En qué estriba la diferencia? No se trata sólo de que Pemán sea un mal poeta, ni de que su postura nos sea simpática o no, sino de algo más radical; es decir, de un error en la toma de contacto con lo real, que Pemán, y también los que no eran Pemán, confundían con la agitación emocional, y superficial en último extremo, que una poesía, ya desubstanciada por ese planteamiento, podía procurar a los programas o a los partidismos que, ideológicamente, el poeta hacia suyos.

Por eso en Pemán, todo se vuelve alegoría y retórica. Por eso suena a falso. No se trata sólo, insisto, de que para Pemán El Angel fue ¡el Fascismo!, y La Bestia el Gobierno popular y legítimo, sino de que esta mentira —mentira para el propio poeta aunque dijera otra cosa—, se reflejaba en su obra sin remedio como mentira poética.

Lean, en cambio, los poemas de Miguel Hernández: ¡Qué hermosura! ¡Qué verdad! ¡Qué sencillez! Aquí hay un hombre que está en lo suyo. Y por eso, hasta sus poemas fallidos son auténticos. Y por eso, hasta los pequeños logros literarios de Pemán son huecos. Porque, en último extremo, lo que hay que preguntar no es si un poeta es bueno o malo, sino si es verdadero o falso.

Precisamente porque Miguel Hernández fue un poeta que siempre habló «en verdad, en verdad», como dicen los viejos Evangelios, transformó nuestra poesía. Si hoy día su obra gravita tan enormemente sobre los nuevos poetas españoles es porque él supo asumir lo real, lo real de un momento que —paradójicamente para los tontos—, dura más que la poesía intemporal que aún escriben algunos incapaces, volviéndose de espaldas al mundo en que están.

Y si esta perduración, como dirán los defensores de la pureza y de la independencia de la «poesía eterna», se debe a la evidente calidad estética de esa obra, conviene señalar que esa calidad no es objetiva sino consubstancial a su modo de concebir la poesía en la entraña de la realidad.

 

En Memoria de Miguel Hernández

En Memoria de Miguel Hernández

En Memoria de Miguel Hernández

El nombre de Miguel Hernández era popular a pesar del silencio en que el franquismo quería sumirlo.

En 1952 Gabriel Celaya encabezó en Donostia, una cuestación para obtener dinero con el que evitar que los restos de Miguel Hernández desaparecieran sin identidad en una fosa común, tarea comprometida y muy peligrosa en esa época. Y gracias al dinero obtenido se salvó. Por su interés, reproducimos aquí las palabras de Celaya contando cómo fue aquel movimiento.

Gabriel Celaya:

“ El año 1952, los poetas alicantinos del Grupo Ifach me escribieron para recordarme que, como iban a cumplirse los diez años de la muerte de Miguel Hernández, los restos de éste serían arrojados a la fosa común si no comprábamos un nicho. Aportar una ayuda económica personal me pareció muy poca cosa, y justamente porque en aquella época estaba casi prohibido recordar el nombre de nuestro poeta, publiqué esto: “

 

Escanear para escuchar

Publicado en el diario vespertino Unidad, de San Sebastián, en 1952. Gabriel Celaya

Aunque tengo fama de disconforme y «Cuarto a Espadas» invita a la noble y siempre saludable esgrima de la polémica, hoy vengo a esta sección humildemente, casi sin voz personal, para hacer un llamamiento en favor de un poeta, al que, según creo, nadie negará un póstumo reconocimiento.

Todos los que conocimos a Miguel Hernández y leímos sus primeros versos cuando publicaba en Murcia su revista Gallo y cuando allá, por 1935, hizo su irrupción triunfal en las tertulias literarias de Madrid, recordamos la impresión que nos produjo. Había en sus versos una fuerza condensada, un enraizado sabor a tierra española y un sustancioso buen hablar, en el que se confundía lo mejor de nuestro Barroco con el decir liso y llano de un auténtico campesino, que, al margen de todos los modos y modas literarias, se imponía con la fuerza de una evidencia ancestral.

Pero, aunque todos reconocimos a Miguel por entonces, quizá no nos dimos aún cuenta del peso real de su breve e importante obra. Sólo ahora, cuando hace ya diez años que fue enterrado, advertimos, al releer sus poemas, cómo éstos, lejos de desdorarse con el paso de los años, han ido ganando significación. Ni García Lorca, ni Aleixandre, ni Guillén, ni ninguno de los grandes de la generación inmediatamente anterior gravitan hoy en la conciencia de los jóvenes poetas españoles como Miguel Hernández.

«El tiempo —que según decía nuestro clásico—, es fácil y desapasionado censor de todas las cosas» se ha pronunciado en su favor. Y he aquí por qué espero que el llamamiento que ahora hago, con una mezcla de respeto y piedad, no caerá en el vacío. No debería caer, al menos, si es verdad, como se ha dicho en las columnas de esta sección, que existe entre nosotros una conciencia de fraternidad artística.

Los poetas alicantinos del Grupo Ifach, dando por bueno que existe entre nosotros esta conciencia, se han dirigido a mí, y a través de mí se dirigen a todos los poetas y amigos de la poesía de Guipúzcoa, pidiendo que les ayudemos a evitar que los restos mortales de Miguel Hernández vayan a parar a la fosa común. Pues a ella irán dentro de pocas semanas si sus amigos y admiradores no aportamos las tristes pesetas necesarias para reservarle el nicho que aún ocupa. Algún amigo se ha sorprendido de que yo, que he hablado en mis libros de la disolución en el anónimo como un descanso, me alarme, y casi me escandalice, ante la idea de que los últimos restos de Miguel Hernández caigan en la fosa común.

Pero uno es débil. Más débil ante sus amigos muertos que ante sí mismo. Y hay un golpe de corazón, loco, irrazonable, que se rebela contra la idea de la extinción total. A falta de otra cosa, uno quisiera conservar los despojos de las personas queridas, separados, distintos, como un símbolo de lo que esas personas tuvieron de único e insustituible. Y cuantos alguna vez hayan vivido con Miguel, en Miguel, por obra y gracia de sus versos, sentirán, como yo siento, que sus restos deben conservarse.

Así lo espero, al menos. Todos los días laborables, de doce a una de la mañana, recibiremos en Norte, Ediciones de Poesía, Juan de Bilbao, 4, 3.°, San Sebastián, los donativos que quieran hacernos los amigos de Miguel Hernández, de Norte y de la Poesía. Nuestra iniciativa es limpia y desinteresada. Nuestro propósito noble y claro.

Queremos rendir un tributo de piedad a un gran poeta. Queremos hacer nuestro a Miguel Hernández, como hicimos nuestros a Antonio Machado y a Federico García Lorca, porque él, más que nadie, supo de nuestro «dolorido sentir».

Espero que todos los poetas y poetisas, recitadores y recitadoras, dilettantes y articulistas que pululan en nuestra ciudad, sonarán a auténtico al dar contra esta piedra de choque modestamente económica que les propongo. Pues si no fuera así, habría que dudar de sus alharacas artísticas. Y quizá, quizá, llamarle a cada uno por su nombre, por su feo nombre.

El resultado de esta suscripción popular me sorprendió, y no tanto por la cantidad que reunimos, pequeña, aunque suficiente para lo que se pretendía, sino porque esos pocos miles de pesetas se consiguieron a base de aportaciones que a veces no pasaban de las cincuenta a las cien pesetas. No nos habíamos equivocado. El nombre de Miguel Hernández era popular a pesar del silencio en que el franquismo quería sumirlo.

Claro que mi llamamiento tuvo otra consecuencia: el dirctor general de Prensa, al que nuestra intención política no le había pasado desapercibida, ordenó al periódico que no volviera a publicar nada mío.

Como en aquel momento me parecía necesario airear el nombre de Miguel Hernández, y la Bibliografía sobre él era casi nula, no tardé mucho en firmar un contrato con la Librería Clan para publicar un libro sobre su vida y su obra. Pero no llegué a terminarlo porque los proyectos editoriales de Luis Llardén fracasaron.

Pese a todo, no hace falta decir que Miguel Hernández era uno de los poetas que los «sociales» teníamos más presentes, y que lo celebramos tanto como a Antonio Machado.

 

Miguel en el País de los Soviets

Miguel en el País de los Soviets

Miguel en el País de los Soviets

“Me ha servido mucho venir aquí para mi trabajo en España, y los rusos sienten la guerra nuestra como si fuera de ellos.”

En septiembre de 1937 Miguel Hernández formó parte de la delegación de seis personas que la República española envío al V Congreso del Teatro Soviético. Antes, en julio, Miguel había participado en el II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, el célebre Congreso antifascista que elevó el grito de socorro para la República a la opinión pública mundial, que congregó a la flor y nata de la cultura española, y a un gran número de intelectuales extranjeros: Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, César Vallejo, Vicente Huidobro, Raúl González Tuñón, Andrés Malraux, Luis Aragón. A Octavio Paz le debió sorprender la imagen de Miguel, pues dejó escrita la impresión que le causó en la revista “Letras” de México: “llevaba la cabeza casi rapada y usaba pantalones de pana y alpargatas”. Las alpargatas seña de identidad popular, y con las que combatían los milicianos de la República.

Miguel fue designado para la expedición a Rusia por el ministro de cultura, el comunista Jesús Hernández, no sólo por sus acreditados méritos de poeta, sino por su calidad de dramaturgo, y, sobre todo, por ser el director de La Barraca. Es un hecho poco conocido que tras el asesinato de Federico García Lorca, Miguel Hernández fue elegido como director de la célebre compañía de teatro, con el fin de reorganizarla. A Miguel le interesaba mucho el teatro, había escrito varias obras de gran éxito: “Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras”, “El torero más valiente”, “Los hijos de la piedra”, “El labrador de más aire”. Miguel confiesa en numerosas cartas a su compañera Josefina Manresa, su entusiasmo por el teatro, y su deseo de, tras el victorioso fin de la guerra, dedicarle tanta energía a la creación dramática como a la poesía.

En tiempos de la II República, antes de la guerra, la Unión Soviética era para los intelectuales y artistas de todo el mundo el gran espejo donde mirarse, siendo considerada como la «patria espiritual de los trabajadores del mundo», como escribió el propio Miguel Hernández. La Unión Soviética cuidaba este aspecto de su atractivo externo para la clase trabajadora, y cada año invitaba a delegaciones obreras, aquellas que se hubieran destacado especialmente por su combatividad sindical o anticapitalista, a las celebraciones del 1º de mayo en Moscú. De esa manera una delegación de mujeres cerilleras de la fábrica de Irúin, en Gipuzkoa, habían podido asistir invitadas, gratis, a esas celebraciones en la plaza roja. Después, con la Guerra Civil, debido a la ayuda que esta nación aportaba a la causa republicana española, esa simpatía se acentuó, y aunque el viaje se hizo más difícil, por las propias condiciones de la guerra, y por el aislamiento a la República y a la URSS al que las sometían los países fronterizos. Pero, de una u otra manera, se conseguían burlar esas dificultades, y las delegaciones de intelectuales y artistas republicanos conseguían llegar a Moscú.
El ferrocarril era el medio de transporte más usado, en complicados viajes con múltiples transbordos. La ruta férrea habitual para llegar a Moscú era la línea Madrid-París-Berlín-Varsovia-Moscú. Sin embargo, la expedición en la que viajó Miguel, eligió una ruta mixta, parte en tren y otra en avión. El 29 de agosto de 1937 salieron en tren desde Valencia rumbo a Paris, aunque Miguel salió el día 26 desde Alicante para encontrase con sus compañeros en la capital valenciana. Llegaron a la capital francesa el día 30. Desde París a Moscú continuaron el viaje en avión con escala en Estocolmo. Para evitar el vuelo sobre el espacio aéreo de Alemania, aliada de Franco, el aeroplano sobrevoló Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Suecia, tal como el poeta refleja, impresionado por su primer vuelo, en su poema donde relata el viaje: “España en ausencia”.

El día 1 de septiembre ya estaban en Moscú, alojándose en el hotel Nacional. Llegaron a la capital rusa con el tiempo justo para asistir a la inauguración del Congreso en el teatro Bolshoi, que tuvo como actuación pricipal la del Coro Piatnitski. El 2 de septiembre, el diario soviético “Izvestia” (“Noticias”) da cuenta de los actos y recoge varias entrevistas a la representación española. En una entrevista concedida a la popular revista soviética “Literaturnaia Gazeta” (Periódico Literario) de Moscú, Miguel Hernández deja claras sus ideas de lo que significa para él ser un poeta en la Guerra Civil que se desarrolla en su país:

“Al regresar a España volveré a las trincheras. Allí está mi puesto, allí esta el lugar de cada español honrado que, no de palabra, sino de hechos, se esfuerza por ver a su patria y a todo el mundo libre de fascismos”.

Quizá esta profundidad de compromiso, ausente de personalismo, elitismo, notoriedad, sea el signo que explique su fatal destino en los últimos días de la guerra, permaneciendo en Madrid hasta el último momento, reprobando los festejos inadecuados en las vísperas de la derrota, sin buscar ningún privilegio para la huida.

El día 11 de septiembre parten hacia Leningrado, hospedándose allí en el hotel Astoria, el mismo donde, desde uno de sus balcones, pronunció un discurso Lenin en 1919, el mismo donde pasó su luna de miel Bulgakov en 1932, y, sobre todo, el mismo hotel donde se suicidó el 27 de diciembre de 1925, el escritor Serguei Esenin. Contamos estas cosas porque a buen seguro que fueron conocidas por Miguel, y le causaron una profunda impresión, que junto a otras, contribuyeron a que el viaje ahondara y ratificara en sus ideales a Miguel Hernández. Permanecieron en Leningrado hasta el día 16, en que regresaron a Moscú. El día 17 viajaron a Jarkov, al sur, en Ucrania, donde les mostraron una gran fábrica de tractores, y tras esa visita, Miguel, impresionado, compuso el poema “La fábrica-ciudad”, en la que exalta con un fervor futurista, desconocido en él, su admiración por la potencia industrial soviética que ve desarrollarse ante sus ojos; un poema incluido en su obra, “El hombre acecha”, de la que también forman parte otros poemas influidos por el viaje, como el titulado “Rusia”.

Ese libro, “El hombre acecha” (1939), de enorme calidad poética, es un poemario póstumo de Miguel Hernández. Se trata de un libro imprescindible para entender la angustia vital ante la derrota republicana. Por su gran tono épico, del que forman parte esos dos poemas, se considera la segunda parte de su poemario épico de la lucha popular “Viento del pueblo”, y es deudor de su viaje a la URSS, por la cantidad de entusiasmo y optimismo para la lucha del pueblo que le inyectó. La conservación de este poemario es milagrosa, y es sorprendente que ese libro viera la luz, puesto que en la primavera de 1939 fue destruido con la entrada de los nacionales en la imprenta Tipografía Moderna de Valencia (intervenida por la Subsecretaría de Propaganda). Se piensa que allí había 50.000 ejemplares preparados para salir a la calle. Todos fueron destruidos, excepto dos “capillas” que milagrosamente se salvaron del censor franquista. Hasta 1979 no apareció publicado completo. En 1981 se publicó por primera vez la edición facsímil de 1939.

En Ucrania, Miguel tuvo además tiempo para visitar los koljoses y observar los progresos que se estaban obteniendo a través de la economía planificada. Antes de irse de Ucrania, desde Kiev, escribió a sus padres, a Orihuela, mostrándoles la visión idealizada de lo que veía:

“Un saludo desde Rusia, que es la nación del trabajo y de los trabajadores y de la alegría. He recorrido casi todo su territorio de arriba abajo en unos días, ya que solo estoy aquí desde el primero de mes. […] A mí y a los compañeros que vienen conmigo nos han agasajado mucho y hemos visto como tratan a los niños españoles evacuados, que están como nunca han podido soñar de bien. Me ha servido mucho venir aquí para mi trabajo en España, y los rusos sienten la guerra nuestra como si fuera de ellos. Los rusitos y las rusitas menores en cuanto saben que somos españoles nos señalan con el dedo y nos aplauden y levantan el puño”

 

“En Paris, Miguel Hernández se encontró con Alejo Carpentier, el gran escritor cubano y también antifascista.”

 

El 25 de septiembre estaba otra vez en Moscú, donde permanecieron unos días, para ir de nuevo a Leningrado, lugar desde donde emprendieron el regreso el día 5 de octubre, en barco, a través del Báltico, con rumbo a Copenhague, Kiel, para recalar finalmente en Londres. Visitaron Londres, para después cruzar el Canal de la Mancha y desplazarse ya en tren hasta París.

En Paris, Miguel Hernández se encontró con el gran escritor cubano y también antifascista, Alejo Carpentier, quien mostró una querencia insistente por grabar a Miguel declamando un poema. Y gracias a ese empeño de Alejo Carpentier, tenemos el tesoro de la única grabación existente de la voz de Miguel Hernández, recitando su poema

“Canción del esposo soldado”.

«Unica grabación
existente de la voz de
Miguel Hernández,
recitando su poema»

Escanear  para escuchar

 

 

He poblado tu vientre de amor y sementera, 
he prolongado el eco de sangre a que respondo 
y espero sobre el surco como el arado espera: 
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos, 
esposa de mi piel, gran trago de mi vida, 
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos 
de cierva concebida.

Ya me parece que eres un cristal delicado, 
temo que te me rompas al más leve tropiezo, 
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado 
fuera como el cerezo.

Espejo de mi carne, sustento de mis alas, 
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo. 
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas, 
ansiado por el plomo.

Sobre los ataúdes feroces en acecho, 
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa 
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho 
hasta en el polvo, esposa.

Cuando junto a los campos de combate te piensa 
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura, 
te acercas hacia mí como una boca inmensa 
de hambrienta dentadura.

Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera: 
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo, 
y defiendo tu vientre de pobre que me espera, 
y defiendo tu hijo.

Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado 
envuelto en un clamor de victoria y guitarras, 
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado 
sin colmillos ni garras.

Es preciso matar para seguir viviendo. 
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano, 
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo 
cosida por tu mano.

Tus piernas implacables al parto van derechas, 
y tu implacable boca de labios indomables, 
y ante mi soledad de explosiones y brechas 
recorres un camino de besos implacables.

Para el hijo será la paz que estoy forjando. 
Y al fin en un océano de irremediables huesos 
tu corazón y el mío naufragarán, quedando 
una mujer y un hombre gastados por los besos

Miguel Usabiaga: Arquitecto – Escritor

Director de Herri